Pequeño agradecimiento a Viena
Como uno de los supuestamente no muy numerosos alemanes del Imperio que en los años veinte fueron a Viena y allí experimentaron algo decisivo para su formación artística, acaso se me permita recordar una experiencia específica cuyo alcance solo mucho más tarde pude apreciar claramente, pero que toca algo de lo que el elemento austriaco pudo significar para un alemán.
Fui a Viena porque ya muy temprano había conocido la música de la escuela de Schönberg y descubierto una primaria afinidad con ella. Estudié composición con Alban Berg y piano con Eduard Steuermann. Mi intención no era solo ampliar mi formación musical del modo como al principio sentí que tenía que hacerlo y, hasta donde pudiera, aprender en Viena lo que hacía tiempo se me presentaba como lo artísticamente más conforme con mis inclinaciones. Me movió también la solidaridad con una vanguardia musical cuyo radicalismo sin concesiones dejaba muy por detrás lo que en aquellos mismos años se podía encontrar en Alemania –así en el primer Hindemith–. Pero en Viena me sorprendió, y justamente dentro de aquel estrecho círculo vanguardista, una fortaleza de la tradición, tanto artística como en cuanto a la forma de vivir, que era completamente ajena a los mucho menos audaces jóvenes músicos alemanes. Lo moderno era al mismo tiempo lo más artístico, escogido y sensible; en suma, lo que más historia y capacidad de discriminación encerraba. No tardé en descubrir que aquellos artistas sin miedo y dispuestos a terminar con todo lo anterior vivían, aun después del derrocamiento de la monarquía, y con una combinación de ingenuidad y espontaneidad, en su particular sociedad, una sociedad aún a medias cerrada y a medias feudal, y que precisamente a ella debían aquella cultura sensual y aquella sutileza intolerante que los hacía entrar en conflicto con el conformismo intelectual. A menudo me maravillaba entonces de lo que mi inmadurez me hacía ver como una contradicción entre la audacia de la innovación y la orgullosa indolencia con que se aceptaban incontables categorías de una estructura social, y también intelectual, firmemente establecida. Los alemanes del Imperio eran para la vanguardia vienesa en muchos aspectos una especie de toscos provincianos ajenos a la historia, y nunca olvidaré el momento en que, en diciembre de 1925, Alban Berg me dijo en Berlín completamente en serio que los alemanes tragaban todos porquería.
Poco a poco fui comprendiendo que precisamente esa sumisión a medias ingenua a lo tradicional era la condición para la osadía, para aquella delicada insubordinación. Había que estar saturado de toda la tradición para negarla con eficacia, para poder emplear la propia fuerza viva contra la rigidez. Solo donde una tradición es tan avasalladora que conforma las energías del sujeto hasta en lo más íntimo a la vez que se opone a ellas, parece que es posible un vanguardismo estético; exactamente igual que los grandes pintores del cubismo parisino no pueden concebirse sin un momento de satisfacción burguesa. En Berlín, la metrópoli convertida en tabula rasa, apenas había existido entonces una vanguardia propia; las figuras como Brecht, las más próximas al concepto de la vanguardia, tenían algo de aquel elemento tradicionalista de la Alemania meridional que en Viena creó la atmósfera en la que se desarrolló la gran oposición productiva de Schönberg y Loos, de Karl Kraus y, en los tiempos heroicos, también Freud.
No es que la modernidad vienesa hubiese pactado con quienes se declaraban guardianes de la tradición. Uno no se habría podido conservar más puro que en el círculo de Schönberg, y la autoridad que emanaba de Kraus era indescriptible. Pero a menudo me parece, aún hoy, como si el relajamiento de la tensión interior en la música moderna tuviese una relación esencial con el hecho de que ya no se vea obligada a ponerse críticamente a prueba en ninguna tradición vinculante, como entonces ocurría en Viena. El descenso del nivel técnico no puede separarse de este hecho.
No sé lo que hoy, después de dos catástrofes y casi 40 años de una existencia económicamente tan precaria, queda en Viena de aquella tensión; sobre todo no sé si todavía hay algo así como una oposición sustancial a la tradición alimentada en la tradición o si esta se constituye en monopolio. Soy consciente de que la relación a que aludía no es algo que pueda desearse. Con razón se tiene la sospecha de que esta amenaza ruina ya en el momento en que se desvela y se la llama por su nombre. Pero no puedo prohibirme decir por qué siento un apasionado agradecimiento a una ciudad contra la que mis amigos protestaron y de la que ninguno se desvinculó. Sin ella no habría sido posible el impulso de aquel nuevo arte, que tan poco apreciado fue en Viena. Me cuesta imaginar que en Viena nada quede ya de aquellas fuerzas paradójicamente impulsoras.
1955