Casi demasiado serio

La pregunta «¿Cuándo le hubiera gustado vivir?», que el Neue Zeitung dirigió a un círculo de colaboradores literarios, fue pensada y entendida como broma de fin de año, como una suerte de mascarada intelectual que libera en los individuos la necedad del deseo, que en la existencia adulta está prohibido. Fugazmente se invoca la animación que traerían cualidades que en el mundo desencantado se consideran perdidas, y sin duda también se saca a la luz algo de la situación de los individuos, puesto que la psicología contemporánea enseña que los sueños diurnos, aun sublimados, dejan traslucir algo del inconsciente. Pero el resultado de la encuesta es tal, que suscita una reflexión que contradice el deseo del que nació la encuesta y estropea el juego, por lo que la reflexión ha de pedir disculpas a todos, los que preguntaron y los que respondieron, o quizá no deba pedirlas, pues la mayoría de los que respondieron no participaron propiamente en la fiesta de disfraces y, en vez de desear verse en otros tiempos y otros estilos, manifestaron su voluntad de seguir siendo lo que son. Este resultado sorprende en un momento en que el ser para la nada, la angustia existencial y la expectativa de la aniquilación han alcanzado la misma popularidad que antaño tuvo la adhesión al trono y el altar en el cumpleaños del káiser. Es raro que personas que vivieron el horror de la dictadura hitleriana y la Segunda Guerra Mundial y no están seguras de si la tercera no se cierne ya sobre sus cabezas, con todo se nieguen, incluso en la fantasía, a salir de la situación en que, como les asegura el cliché del nihilismo autosatisfecho, se hallan arrojadas, aunque en esa negación tiene su parte la experiencia del ser abandonado.

Sería demasiado cómodo despachar el asunto queriendo ver el motivo del mismo en una recaída en la costumbre del cumpleaños del Kaiser, en la afirmación oficial de la existencia, en el «a pesar de todo», que está más gastado si cabe que el heroísmo por el heroísmo y termina en un optimismo del que Nietzsche, irritado sin embargo con Schopenhauer, ya decía que es compañero de su contrario, del pesimismo. Tampoco cabe hacer precipitadamente extensivo el resultado de la encuesta al sentimiento de la época, a la conciencia general. Los interrogados era intelectuales. Todos han aprendido lo que algunos de ellos francamente dicen: que entre personas cultivadas el romanticismo no es pertinente. Todos se han formado respetando las reglas de juego de la objetividad. Incluso cuando su forma de reaccionar se opone al mundo administrado, medio en broma medio en serio se guardarán de exponerse, como Kadidja Wedekind, confesando su impotente insatisfacción, a la sospecha de que son unos arreglamundos, sospecha que evidentemente resulta tanto más insoportable cuanto más sustancial arreglo necesita el mundo.

Pero, si bien el grupo encuestado no era ni mucho menos lo que la investigación social empírica denomina una muestra representativa, la encuesta arrojó resultados no esencialmente diferentes de los que se obtendrían de aquella. Mas esto no demuestra que los individuos estén satisfechos con el mundo que de ellos mismos se compone, y sobre el que tan poco poder creen tener. Más bien han olvidado el desear, y de esto quizá también sea culpable el que las cosas sigan siendo como son. Si a alguien se le apareciera hoy el hada y le concediera tres deseos, ya no tendría la mala idea de desear una salchicha y luego que su esposa la tuviera por nariz, sino que tomaría al hada por una entrevistadora, le respondería que no tiene tiempo y que con él no valen los trucos, cerraría la puerta y perdería su oportunidad sin tener siquiera el placer de verla desvanecerse. Si en lugar de meditaciones sobre el ser del hombre en sí hubiera algo así como una antropología concreta de nuestra época, no sería el último de los hallazgos con valor diagnóstico la postración de la fantasía. La necesidad de adaptación a lo dado e impuesto ha crecido de tal manera, que la propia conciencia es en la misma medida preformada, modelada y manipulada por los mecanismos sociales, y aunque llegue a tener algún deseo, apenas le es ya posible a este alzarse por encima de la repetición de lo siempre idéntico. Ya no necesita en absoluto ser expresamente prohibido porque distraiga a uno de la función que debe cumplir dentro del engranaje existente: ya la emoción de evadirse de él es demasiado leve. No hay más que ver una de esas películas en color que con su colorido se presentan ellas mismas como satisfacciones de deseos para apreciar inmediatamente bajo el mísero oropel de las historias de piratas u orientales los esquemas de la vida regulada. Quien crea constituir una excepción sufre una vana ilusión. Lo ansiado es mero reverso de la situación dominante: deslucida, roma, artificial. Todas las fiestas tienen hoy ese carácter. Al final habrá que reprochar a los encuestados que no desean nada, sino que se han burlado en igual medida de sí mismos, del deseo y de la constitución del mundo. Mas negándose a rebajar el sueño a vestido de época son más fieles a ese sueño que afirmando la utopía como ocupación del tiempo de ocio.

Ellos no tenían razón solo por debilidad, por la debilidad de todos los que hoy viven. Si a menudo las respuestas aluden irónicamente a que no se puede desear salir de la propia época, ello no se reduce a la trivialidad de que, desee lo que desee, el individuo está atado a su época, sino que aclara que, en su propia composición, la lleva dentro: que la imaginación no tiene poder alguno sobre ella porque las imágenes del propio desear se alimentan de la época a la que se oponen. El concepto del individuo como mera contradicción con su época es abstracto, reflejo de la época individualista, y esto lo asumen los escritores, aunque no hayan estudiado a Hegel. Hasta el odio a la época se debe a esta. La aversión a desear no procede de que se hayan conseguido muchas cosas, y tampoco de que ya no se pueda verdaderamente desear, sino que remite a la autorreflexión. Se sospecha que en las celdas más íntimas de la propia individualidad actúan aquellas fuerzas colectivas de las que el yo, en la creencia en su carácter absoluto, se quiere emancipar. El siglo xix, que por lo demás con razón ya no es nombrado en la lista de deseos con el malicioso desprecio con que solía hacerse cuando los padres aún eran temibles; ese siglo xix había proyectado ingenuamente hacia fuera el deseo de escapar de sí mismo. ¿Pero qué se le parece más que los castillos feudales y los palacios del Renacimiento que dejó a los nietos? Si solo en broma y pasajeramente se teme volver a caer en las ficciones que entonces se proponían perpetuarse solo como estilo, de ello no solo es responsable un mejor gusto. Los que respondieron no quieren revelar demasiado pronto el sueño y quitarle así algo del poder de realización que le es intrínseco. Esto es inseparable del horror de estos años a la posibilidad de un cumplimiento ilimitado. Solo para hacerlo fracasar se ha conservado el miedo extremo, y esto lo saben en verdad todos. Pero quien aleja el deseo es el derrotista de la felicidad cercana y accesible. Se avergüenza de la utopía porque la felicidad ya no necesita ser utópica. El empedernido amor estoico al propio destino, que permanece en lo inalterable, se combina con la sospecha de que únicamente de nosotros depende que todo dé un giro.

Ahora bien, ni la pregunta ni las respuestas se proponían sugerir estas perspectivas, y quien habla de ellas no puede por menos de poner por delante el «Casi demasiado serio» de Schumann. Con razón hacen las damas que respondieron recordar el baile, al que la encuesta se parece. Solo quien simpatiza con él, pero no entiende de bailes, prefiere renunciar a él antes que verse dando torpes saltos. Raras veces queda bien el baile en los filósofos, y aún menos en los que hacen de él una filosofía. Se me perdonará esta pesada reflexión, que espero no haya estropeado la fiesta, a la que se ha acercado con buena intención.

1951