Protocolos de sueños
Los protocolos de sueños, seleccionados a partir de una larga serie de ellos, son auténticos. Cada uno de ellos lo he anotado inmediatamente después de despertar, y corregido para su publicación solo los defectos más sensibles de la expresión.
T. W. A.
Londres, 1937 (cuando trabajaba en el Ensayo sobre Wagner)
El sueño tenía un título: La última aventura de Sigfrido, o La última muerte de Sigfrido. Se desarrollaba en un escenario singularmente grande que, más que representar un paisaje, parecía serlo realmente: pequeñas rocas y mucha vegetación, como en la zona que está más abajo de los pastos alpinos. Por este paisaje-escenario caminaba Sigfrido hacia el fondo del mismo acompañado de alguien que ya no puedo recordar. Su vestimenta era a medias la mítica y a medias moderna, quizá como en un ensayo. Finalmente encontró al adversario que buscaba, una figura con atuendo de jinete: ropaje gris verdoso, calzones de montar y botas altas de color pardo. Entabló con él un combate que se notaba que iba en broma y consistía en revolcarse con él, como en una lucha, cuando este se encontró en el suelo, y parecía divertirle. Sigfrido pronto consiguió tenerlo de tal manera que tocaba con ambos hombros la tierra y lo declaró, o se declaró él, vencido. Pero inesperadamente sacó Sigfrido de un bolsillo un pequeño cuchillo que portaba en él sujeto con un pasador, como una pluma estilográfica. Arrojó el cuchillo a corta distancia, y como jugando, al pecho del adversario. Este lanzo un gemido alto que evidenció que era una mujer. Ella escapó corriendo diciendo que debía morir sola en su pequeña casa, y que eso era lo más difícil de sobrellevar. Desapareció en un edificio que se parecía a los de la colonia de artistas de Darmstadt. Sigfrido pidió a su acompañante que la siguiera con la instrucción de hacerse con sus tesoros. Entonces apareció Brunilda al fondo en la forma de la Estatua de la Libertad de Nueva York y gritó con el tono propio de una esposa regañona: «Quiero un anillo, quiero un bonito anillo, no olvides quitarle su anillo». Así obtuvo Sigfrido el Anillo de los Nibelungos.
Nueva York, 30 de diciembre de 1940
Poco antes de despertar: asistía a la escena que pinta el poema de Baudelaire Don Juan en los infiernos –posiblemente según un cuadro de Delacroix–. Pero no era una noche estigia, sino un claro día en el que se celebraba una fiesta popular americana junto a un lago. Allí había un gran cartel blanco –el de un embarcadero– donde unas letras de un rojo chillón decían «ALABAMT». El barco de Don Juan tenía una larga y estrecha chimenea –un ferry boat («Ferry Boat Serenade»)–. En contraste con el poema de Baudelaire, el personaje no permanecía callado. Vestido con su traje español –negro y violeta– hablaba sin parar como un charlatán de feria, y yo pensé: un actor sin empleo. Pero no se contentó con su vehemente palabrería y su gesticulación, y empezó a apalear a Caronte –que apenas se distinguía–despiadadamente. Decía que era un americano y que no iba a tolerar que lo encerraran en una caja. Recibió un enorme aplauso, como un campeón. Entonces pasó por delante del público, que estaba separado de él por un cordón. Yo me estemecí, encontraba todo eso ridículo, pero sobre todo tenía miedo de levantar a la multitud contra nosotros. Cuando volvió con nosotros, A. le dijo algo aprobatorio de su muy notable acto. La respuesta que dio, poco amistosa, la he olvidado. Entonces comenzamos a preguntar por la suerte de los personajes de Carmen en el más allá. «Micaela, ¿está bien?», preguntó A. «Mal», respondió Don Juan furioso. «Pero a Carmen sí le va bien», le dije yo. «No», dijo él secamente, pero parecía que su enojo había disminuido. Entonces dieron las ocho desde el Hudson y desperté.
Los Ángeles, 1 de febrero de 1942
Juno al atracadero del Main en Frankfurt me encontré con un desfile de un ejército árabe. Pedí al rey Al Faisal que me dejase pasar y él accedió. Entré en una bonita casa. Después de unos confusos trámites me llevaron a otra planta, en presencia del presidente Roosevelt, que tenía allí su pequeño despacho privado. Me recibió de la manera más cordial. Pero, en el tono en que se habla a los niños, me dijo que no debía estar continuamente pendiente de todo y que me convenía ponerme a leer tranquilamente un libro. Llegaron varios visitantes, a los que casi no presté atención. Finalmente apareció un hombre muy alto y tostado por el sol, que Roosevelt me presentó. Era Knudsen. El presidente me dijo que debía tratar de asuntos de defensa y que tenía que pedirme que me marchara. Y que debía volver a hacerle una visita. Sobre un pequeño papel ya anotado garabateó su nombre, su dirección y su número de teléfono. El ascensor no me llevó a la planta baja para que pudiera salir, sino al sótano. Allí corría un gran peligro. Si permanecía en el hueco, el ascensor me aplastaría; quise salvarme agarrándome al saliente que lo rodeaba –apenas llegaba hasta él–, pero me enredé entre cables metálicos y cuerdas. Alguien me aconsejó intentarlo con otro saliente situado no sabía dónde, pero seguí el consejo. Pero ya venían los cocodrilos. Tenían cabezas de mujeres extraordinariamente bellas. Una quiso animarme. Ser devorado no es muy doloroso. Para hacérmelo más llevadero, me prometió antes las cosas más hermosas.
Los Ángeles, 22 de mayo de 1942
Íbamos Agathe, mi madre y yo por un camino del monte de tierra rojiza que me recordaba a la de Amorbach. Pero nos encontrábamos en la costa Oeste de América. Abajo, a la izquierda, se veía el océano Pacífico. Llegamos a un tramo del camino en que este, o se hacía cada vez más empinado, o por algún motivo era imposible continuar por él. Me puse a buscar a la derecha, entre las rocas y la maleza, otro mejor. Pero pronto descubrí que por todas partes la vegetación ocultaba los barrancos más escarpados y que no había posibilidad alguna de llegar hasta el llano que se extendía más allá y que yo había creído erróneamente que era una parte de la altiplanicie. Allí veía repartidos de manera angustiosamente ordenada grupos de personas provistas de aparatos, acaso agrimensores. Busqué alguna vereda para volver al camino anterior y lo encontré. Cuando llegué donde estaban mi madre y Agathe, una pareja de negros cruzó riendo nuestro camino; él vestía unos anchos pantalones a cuadros, y ella ropa deportiva gris. Proseguimos. Pronto nos encontramos con un niño negro. Tenemos que estar cerca de una población, dije. Allí había algunas cabañas o cavidades hechas con barro o abiertas en el monte. En una de ellas había un portón. Entramos por él y nos vimos, temblando de alegría, en la plaza de la Residencia de Bamberg. El Miltenberger Schnatterloch.
Los Ángeles, principios de diciembre de 1942
Participaba en un enorme y fastuoso banquete. Tenía lugar en un gran edificio, posiblemente en el Jardín de las Palmeras de Frankfurt. Todos los espacios y las mesas estaban iluminados únicamente con velas, y resultaba muy difícil encontrar mesa entre las muchas dispuestas para varios. Me puse a buscar yo solo recorriendo pasillos interminables. Alrededor de una de las mesas ante las que pasé tenía lugar una fuerte y muy pasional discusión entre dos miembros varones de una célebre familia de banqueros. Era sobre un tipo único de bogavante, muy joven y pequeño, que debía prepararse de manera que –como en los soft crabs americanos– se pudieran comer las cáscaras. Se dijo expresamente que eso era para conservar el sabor de las cáscaras, el más gustoso. Un banquero hizo suyo el argumento y quiso convencer a los demás, y otro pensaba en su salud y denostaba a sus parientes por esas exigencias. Yo, en mi sueño, no sabía qué hacer ni qué decir. Por una parte, la discusión sobre la comida me parecía indigna, y, por otra, no salía de mi asombro al comprobar cómo gentes tan poderosas evidenciaban tan soberana y desconsideradamente su vulgar materialismo. Además, en todo el banquete no se hablaba más que de los entrantes. Finalmente encontré de forma inesperada mi sitio. Junto a mi cubierto había una tarjeta con mi nombre, y me dejó pasmado que hubiera un sitio esperándome. Y aún más pasmado me quedé cuando descubrí que una arrogante dama que yo conocía muy bien, y que venía de un ambiente completamente distinto, sería mi compañera de mesa. Se sirvieron los entremeses. Eran diferentes para damas y caballeros. Los de ellos eran de sabor fuerte, con muchas especias, sabrosos. Recuerdo que entre ellos había unas mínimas costillas frías con una salsa roja. Los entremeses de las damas eran vegetales, pero de lo más selecto: médula de palma, puerro, achicoria asada –me parecieron el colmo del refinamiento–. Y en esto que a mi compañera de mesa se le ocurrió, con indecible espanto mío y bajo las miradas de la concurrencia, llamar en voz alta al sirviente como en un restaurante cuando se suponía que en tan suntuosa invitación no debía pedirse nada. Ella quería no solo los entremeses para las damas, sino también los reservados a los caballeros, y no le importaba lo que sucediera. Sin esperar las consecuencias de su reclamación, me desperté.
Los Ángeles, 15 de febrero de 1943
Agathe se me presentó en sueños y dijo algo así como: «Pero Karl Kraus fue el más chistoso e ingenioso de los escritores. Esto puede comprobarse en los libros de notas que se han encontrado entre sus documentos póstumos y que contienen las ocurrencias más sorprendentes. Voy a darte un ejemplo. Un día recibió él de un admirador anónimo un enorme soufflé de arroz. Pero el obsequio era bastante malo: su forma demasiado hinchada, y los granos de arroz eran un caos. Kraus, disgustado, escribió: “Dieser Volksauflauf von einem Reisauflauf”1*» Desperté (por la mañana) entre carcajadas por el supuesto chiste genial.
Los Ángeles, 18 de febrero de 1948
Poseía una voluminosa y lujosa edición ilustrada de una obra sobre el surrealismo, y el sueño no era sino la representación exacta de una de las ilustraciones. Esta mostraba una gran sala. Su pared lateral izquierda –lejos del espectador– acogía una informe pintura mural que enseguida reconocí como Escena germana de caza. Verde, como en Trübner, dominaba el lugar. El objeto era un enorme uro que, alzado sobre sus patas traseras, parecía bailar. Pero la sala se hallaba en toda su longitud ocupada por una serie de objetos perfectamente colocados. Al mural le seguía primero un uro disecado igual de grande que el del mural e igualmente sobre las patas traseras. Luego, un uro vivo, también muy grande, pero ya algo menor, en la misma postura. Y en la misma postura se encontraban también los siguientes animales: primero dos no muy claramente distinguibles, probablemente osos pardos, luego dos uros vivos menores y finalmente dos cabezas de reses corrientes. El conjunto parecía estar bajo las órdenes de una criatura, de una niña muy graciosa con un vestidito muy corto de seda gris y largas medias de seda grises. Ella dirigía el desfile como un director de orquesta. Pero debajo de este cuadro había una firma: Claude Debussy.
Frankfurt, 24 de enero de 1954
Ferdinand Kramer se dedica ahora íntegramente a la pintura, y ha inventado un nuevo género, la «pintura practicable». Que es una pintura de la que se pueden sacar las figuras pintadas, una vaca o un hipopótamo. Figuras que luego se pueden acariciar y se siente un pelaje suave o una piel gruesa. De otro tipo serían los cuadros de ciudades, que hechos a partir de planos arquitectónicos, parecían cubistas e infantiles, y además recordaban a Cézanne, de tonos rosados como bajo el sol matutino –y veía claramente un cuadro así–. Benno Reifenberg había publicado un artículo sobre la pintura practicable con el título: «La reconciliación con el objeto».
Frankfurt, enero de 1954
Oía la voz inconfundible de Hitler que salía de unos altavoces en una alocución: «Como ayer mi única hija ha sido víctima de un trágico accidente, ordeno que, en desagravio, hoy todos los trenes desacarrilen». Desperté entre carcajadas.
Frankfurt, finales de octubre de 1955
Debía colaborar –seguramente como actor– en una representación del Wallenstein, pero no en un teatro, sino en una película o en un programa de televisión. Mi misión consistía en hablar por teléfono con personajes de la pieza; por ejemplo con Max Piccolomini, Questenberg o Isolani. Llamaba y pedía hablar con el joven príncipe Piccolomini –aunque ya al final, cuando Max ya está muerto y su padre es príncipe. Se puso una figura como St. Loup, encantadora y amable–. Le pregunté si, para simplificar las cosas, quería venir a mi pensión –en Berlín– y almorzar conmigo. Enseguida aceptó. Muy contento conmigo mismo, me senté en un sillón: «Lo has hecho bien». Pero al pronto me invadió una inquietud atormentadora: ahora no sé qué más sigue.
Frankfurt, 12 de noviembre de 1955
Soñé que tenía que hacer el examen para obtener el diploma de sociología. Iba muy mal en sociología empírica. Me preguntaron cuántas columnas tiene una tarjeta perforada, y respondí lo que se me ocurrió: 20. Naturalmente, la respuesta no era correcta. Pero aún me fue peor con los términos. Me presentaron una serie de términos ingleses cuyo significado exacto en la sociología empírica debía especificar. Uno era: supportive. Lo traduje sin titubear: que presta apoyo, que brinda ayuda. Pero en la ciencia de la estadística significaba justo lo contrario, algo puramente negativo. Por conmiseración con mi ignorancia, el examinador me dijo que me preguntaría sobre historia de la cultura. Me enseñó un pasaporte alemán de 1879. Al final del cual figuraba como despedida: «¡Ahora, a recorrer mundo, pequeño lobato!». Estas palabras estaban doradas. El examinador me preguntó que qué era eso. Expliqué largo y tendido que el uso del pan de oro en estos y otros casos se remontaba a los iconos rusos o bizantinos. Allí se tomaron muy en serio la prohibición de las imágenes: solo para el oro, el metal más puro, no valía esa prohibición. Su uso en representaciones con imágenes pasaría a los techos barrocos, y luego a las taraceas de los muebles, y las letras doradas en el pasaporte serían el último elemento de aquella gran tradición. Se quedaron entusiasmados con mi profundo saber, y aprobé el examen.
Frankfurt, 18 de noviembre de 1956
Soñé con una terrible ola de calor. En medio del calor abrasador –un calor cósmico– todos los muertos ardían en llamas en su antigua apariencia durante unos segundos, y yo sabía: es ahora cuando están verdaderamente muertos.
Frankfurt, 9 de mayo de 1957
Asistía con G. a un concierto y escuchaba una gran obra vocal –seguramente con coro–. En la interpretación tenía un destacado papel un mono. Le expliqué que era el mono de la Canción de la tierra que había salido de allí y ahora actuaba aquí, como era práctica habitual.
Frankfurt, 10 de octubre de 1960
Se me presentó Kracauer: amigo mío, el que escribamos libros y el que estos sean buenos o malos es indiferente. Se leen durante un año. Luego pasan a la biblioteca. Y luego viene el rector y los reparte entre los niños.
Frankfurt, 13 de abril de 1962
Debía hacer un examen, una prueba oral de geografía, solo entre un gran número de examinandos; seguramente en la universidad. Se me indicó que tenía gran ventaja a tenor de mis demás resultados. Iba a examinarme Leu Kaschnitz. Me propuso el tema. Debía calcular exactamente el área de una determinada zona exactamente delimitada con unos signos hechos a lápiz de una antigua descripción de la ciudad de Roma que aparecía en un cuaderno en octavo de cubiertas grises y de hojas amarillentas. Me proporcionaron los siguientes intrumentos: un metro amarillo plegable, un bloc grande y otro pequeño y lápices. Allí había también un mapa, pero la primera mirada que le eché me decía que no era de Roma, sino de París. En él habían trazado con lápiz un triángulo isósceles, vagamente con el Sena en la base y Montmartre en el vértice. Tenía la sensación de que el triángulo era la zona a la que se refería el problema. Mientras lo resolvía, Leu se puso a vigilar, pero me pidió que me diera prisa porque no disponía de mucho tiempo. A primera vista, el problema me parecía ridículamente fácil, como si, para no exigir demasiado de mis capacidades y conocimientos, me hubiesen puesto algo que pudiera dominar con empeño y rigor. Me puse enseguida a la tarea, y de un modo tan racional como si estuviese despierto. Pero entonces me topé con algunas dificultades. Por un lado no tenía claro si debía calcular la superficie que comprendía la descripción impresa –cosa que al principio, cuando se propuso el problema, parecía estar fuera de toda duda– o si debía calcular el perímetro de la zona, lo cual me parecía más razonable. Pero, siguiendo el principio de atenerme a la letra, y quizá también porque la posibilidad de la alternativa me parecía demasiado problemática, me decidí por lo primero. Eso significaba que debía medir exactamente con el metro plegable la altura y la anchura de lo impreso y multiplicar las medidas obtenidas. Dudaba de que mi miopía me permitiera obtener unas medidas tan exactas como se requerían. Además, lo señalado empezaba en medio de una línea y terminaba en medio de otra; tenía, pues, que medir los pequeñísimos espacios sobrantes y restar; eso me parecía lo más arriesgado. En el título del cuaderno se leía, bajo el nombre del autor, que se me escapó, «Estudiante», y creí tener que hablar de ello con Leu, a quien después de que me hubo explicado el problema no debía preguntar nada más. «Esto sin duda lo ha hecho un pobre estudiante», dije como si eso fuese importantísimo para el asunto. «Sí, conmovedor», respondió Leu; nos alegró estar de acuerdo. Bajo «Estudiante» leí entonces la palabra «viejo católico». Se me ocurrió que los viejos católicos eran aquellos grupos que se habían separado cuando Pío IX proclamó la infalibilidad. Lo ahí escrito era, pues, antipapista, y la zona marcada el Vaticano. Entonces comprendí también el porqué del mapa de París: la Babel pecadora. El todo adquiría así un sentido esotérico de cuyo desciframiento probablemente me creían capaz: cómo era de grande es el infierno. Revelé a Leu algo de mi descubrimiento, y ella pareció muy contenta de aquel avance. Satisfecho, quise a continuación volver a la tarea. Ahora me encontraba entre unas ruinas, quizá las termas de Caracalla. Con sano sentido común me puse primero a hacer un cálculo solo aproximado para no equivocarme en las medidas y saber anticipadamente qué perímetro podría tener aquello. Pero alguien me incomodaba. Allí había un segundo candidato, un sabio muy famoso. Se burló de mí, y mientras por un lado se reía de la facilidad del problema, por otro me avisó de que tenía trampas en las que iba a caer. Eso no me hizo perder los nervios: no lo dice con malicia, es solo su manera de ser, pero me iritaba lo suficiente para hacerme despertar. Tuvo que pasar bastante tiempo hasta que comprendí que todo eso había sido un sueño.
Frankfurt, 18 de septiembre de 1962
Tenía en las manos un ejemplar impreso del trabajo de los Pasajes de Benjamin, ya fuera porque él lo terminara, ya porque yo lo hubiera reconstruido a partir de sus borradores. Lo leía con cariño. Un título decía: «Segunda parte» o «Segundo capítulo». Debajo figuraba la cita:
«¿Que vagón de tranvía sería tan insolente como para afirmar que el solo circula para sentir cómo cruje la tierra?
Robert August Lange, 1839.»
Frankfurt, diciembre de 1964
El mundo iba a acabarse. Me encontraba a la hora más temprana del amanecer, en gris semioscuridad, entre una gran multitud humana sobre una especie de rampa, y en el horizonte, montes. Todo el mundo miraba fijamente al cielo. Medio consciente de estar soñando pregunté si el mundo se iba a acabar realmente. Me lo confirmaron de la manera como habla la gente técnicamente versada; todos eran especialistas. En el cielo había tres estrellas pavorosamente grandes y amenazantes que formaban un triángulo isósceles. Iban a chocar con la tierra poco después de las 11 de la mañana. De unos altavoces salía una voz: a las 8:20 h. hablará de nuevo Werner Heisenberg. Pensé: no es él mismo el que comenta el fin del mundo, sino solo una grabación magnetofónica ya varias veces reproducida. Con la sensación: lo sería si ocurriese de verdad, desperté.
Frankfurt, 22 de marzo de 1966
Soñé que Peter Suhrkamp había escrito un gran libro de crítica cultural... en bajo alemán. Título: Pa Sürkups sin Kultur. (PA = Peter y Papa; Sürkup = Suhrkamp y el almirante francés Surcouf; sin = ser y el sine latino.)
Frankfurt, febrero de 1967
Quería doctorarme en Derecho, y había pensado un tema que me parecía el apropiado para mí. Y era este: la transición del hombre viviente a la persona jurídica. También me formé mis propias ideas sobre el método. Este debía concordar todo lo posible que fuese con el método científico oficial. Quería recopilar todas las definiciones de persona jurídica que pudiera encontrar en la literatura, establecer sus diferencias con la persona física y a partir de ahí reconstruir la transición.
1937-1967
1 Juego de palabras entre Volksauflauf [motín o alboroto popular] y Reisauflauf [soufflé de arroz]: «Este alboroto popular del soufflé de arroz». [N. del T.]