«Clima de la empresa» y alienación
Los resultados del estudio1 deben observarse a una distancia algo mayor –y con algo de mayor libertad interpretativa– a fin de ganar perspectivas que apenas se abren en una excesiva cercanía al material.
Haciendo que el pensamiento de los encuestados transcurra inmanente al sistema, tal vez se conseguiría definir el horizonte del conjunto. En las manifestaciones críticas no se cuestiona lo existente, sino que lo que porta acentos negativos aparece como anomalía dentro de lo existente, y también como algo que puede corregirse en el marco de lo existente. Si nos limitamos a la interpretación de las entrevistas, podríamos poner en duda este resultado básico, esto es, cargarlo en la cuenta del instrumento de investigación, el diseño de cuyas preguntas apenas admitía otras respuestas que las que quedan dentro del marco de condiciones definido. Pero también en las discusiones de grupo, que ofrecen todas las posibilidades de libre consideración, el sistema como tal apenas aparece verdaderamente, y no digamos críticamente, en el campo visual a no ser que tomemos recuerdos vagos de algunos tintes socialistas como expresión de un pensamiento «trascendente al sistema». Pero una interpretación de esta clase no la apoya el material; incluso cuando se mencionan capital y trabajo, o cuando los intereses de los trabajadores se ponen en oposición a los de los capitalistas, tal oposición se toma en el sentido de una polaridad inevitable y como natural. Uno quiere lo mejor para sí mismo y para el grupo al que se pertenece, pero su reflexión no toca la estructura fundamental.
La investigación no proporciona una base en la que fundamentar la inmanencia al sistema del pensamiento de los encuestados. Y al no existir estudios comparativos de estadios anteriores de la era industrial, resulta aún más difícil formarse un juicio sobre ello. Si los encuestados frecuentemente elogian la mayor solidaridad obrera del pasado, el material no permite decidir si en ello hay algo de verdad o si el malestar por una situación en la que, a pesar de que sus intereses están representados, se sienten cada uno como un átomo los induce a la laudatio temporis acti, de tal manera que proyectan en los tiempos heroicos del movimiento obrero aquello que les falta y de lo que preferirían hacer responsable a los tiempos que corren más que a sí mismos. Con todo pueden darse elementos que ayudan a explicar el pensamiento inmanente al sistema de los encuestados. Entre ellos figuran en primer lugar la mejora de las condiciones de vida y de trabajo de los proletarios, el desligamiento de los partidos políticos por parte de los sindicatos, la falta de educación política y el escepticismo, instalado con el derrumbe de la dictadura de Hitler, hacia la esfera de la política en general, considerada como esfera de mera propaganda. También tendría aquí su importancia el compromiso con el socialismo inducido por Rusia, el estado imperialista que se define como socialista pero se muestra como un bárbaro despotismo a los ojos de todo aquel que no este afectado de ceguera, y en el que los trabajadores viven explotados y oprimidos hasta la esclavitud.
Si quierse llamarse al estado de conciencia de los encuestados «concretista», hay que tener bien claro ante todo que difícilmente serán más concretistas que otros grupos de la población, en gran medida nivelada en sus contenidos subjetivos de conciencia por la cultura de masas. Pero tal concretismo no debe entenderse primariamente como fenómeno psicosociológico. Más bien refleja lo que objetiva y socialmente acontece; en él se manifiesta subjetivamente una sociedad objetivamente alienada. La complejidad de la economía moderna es hoy más opaca que antes a quien no está suficientemente formado. Esta opacidad no se refiere solo al todo, sino que se da ya en la jerarquía industrial, cuyas instancias superiores se hallan funcional y personalmente tan alejadas de los trabajadores, y en las que estos tan poco creen poder influir, que su interés por ellas no puede ser sino escaso, y se contentan con delegar todo lo que pueda hacerse en beneficio suyo en expertos y funcionarios, en especialistas del sector laboral, que se juntan con los especialistas del capital en el mismo plano. La alienación de las personas concretas respecto de los poderes sociales objetivados solo podría desentrañarla una teoría que dedujera esta alienación de las condiciones sociales. Tal teoría, y el esfuerzo del concepto que exige a los trabajadores, solo tendrían alguna perspectiva de movilizar a estos si al mismo tiempo se les evidenciase como medio práctico para la mejora de su situación. Pero no cabe pensar en esta posibilidad a la vista de la evolución rusa, en la que, bajo el lema de la unidad de teoría y praxis, la teoría se ha convertido en religión del Estado, cuyos dogmas hay que repetir maquinalmente al tiempo que todo empleo crítico de la teoría queda relegado ante las tareas prácticas supuestamente perentorias. La propia teoría no ha salido indemne de esta evolución, puesto que algunas de sus tesis, particularmente la de la depauperación creciente en su antigua forma, no se han confirmado y solo pueden seguir sosteniéndolas los sistemas ilusorios. Falta una evolución adecuada que no consista ni en adaptarse de manera oportunista a las circunstancias, ni en aferrarse dogmáticamente a los viejos conceptos de la teoría, y faltan individuos e instituciones que transmitan de manera competente a los trabajadores la antigua teoría, por no hablar de ajustarla a los conocimientos actuales. La resignación de los trabajadores simplemente es la consecuencia de tal estado de cosas. Nada más falso ni farisaico que acusarles de «aburguesamiento», como si ellos hubiesen abandonado sus ideales por hartazgo y así los hubiesen desmentido. La situación objetiva del mundo y de las organizaciones obreras apenas deja a los trabajadores otra opción que la pura y simple preocupación por el prójimo. Los trabajadores perciben la relación entre capital y trabajo tan solo como un «resultado» en la forma corriente en que se lo representan los contratantes ingenuos de un contrato laboral. La experiencia directa de que para el trabajo industrial es necesario invertir capital, que en otro tiempo solo la otra parte alegaba, pero la teoría criticaba, apenas se discute por falta de teoría, o al menos de su conocimiento por los trabajadores, y la propia pregunta por el origen del capital en el proceso de la producción ha caído completamente en el olvido. Por eso hay una voluntad de adaptación resignada a lo existente, y el periodo de prosperidad dominante, unido al recuerdo de la precariedad compartida de los «compañeros sociales» en la época de la reconstrucción, contribuye a reforzar esa actitud.
Por lo demás, no es obvio que antes, cuando los lemas de la lucha de clases aún tenían vigencia, las cosas fuesen realmente distintas –que entonces la conciencia de numerosos trabajadores no estuviera dividida entre las ideas teóricas y las experiencias directas–. Ya entonces pudieron el socialismo como «concepción del mundo» y el enjuiciamiento empíricamente sensato de las circunstancias del momento, que según Thorstein Veblen ya caracterizaba al obrero industrial, marchar cada uno por diferente camino. La separación institucional entre los partidos socialistas por un lado y los sindicatos por otro ha expresado y favorecido esta divergencia; el conflicto parece hoy resuelto enteramente a favor de un sentido puramente adaptativo de la realidad. El malentenido entre el poder compacto de las circunstancias y la impotencia del individuo precipita en el pensamiento del individuo –incluso el conocimiento de la verdad toma para él el aspecto de un lastre inútil, o de un recuerdo penoso cuando no viene acompañado de alguna instrucción más o menos transparente para una praxis mudable; cuando la situación desde la cual pudiera criticarse la existente parece incalcanzable a pesar de todos los progresos en los medios técnicos. La inmanencia al sistema del pensamiento de los encuestados extrae la consecuencia de ello, y esta no es simple producto de la falsa conciencia, puesto que tiene en cuenta la situación real misma justamente porque ya no la dilucida.
Bajo esta cláusula general figuran especialmente los complicados resultados, no enteramente libres de contradicciones entre ellos, relativos al salario. Hay que recordar que en la encuesta se definió instrumentalmente la «satisfacción con el salario», es decir, se definió según las respuestas a preguntas previamente codificadas sobre si lo que se pagaba en la fábrica era lo adecuado al rendimiento. Pero también las declaraciones libremente hechas acerca del salario que el estudio recogió en las discusiones de grupos tienen un carácter relativo. Se piensa en primer término en la relación del salario con el de otros, especialmente si están mejor situados. Alguien está satisfecho con su salario cuando, en la situación en que se encuentra, cree que haber conseguido más o menos lo que deseaba conseguir, e insatisfecho cuando quisiera estar tan bien pagado como los integrantes de un grupo apreciable cuyo nivel de vida responde a sus propias exigencias.
Esta atención a lo próximo y alcanzable y la actitud –«concretista»– a ella correspondiente se revelan como fenómenos de alienación social sobre todo en un sector que él mismo entra ya específicamente, según el grado de proximidad e inmediatez, en el concepto de clima de la empresa, en la relación con colegas y, sobre todo, jefes. Dentro de una organización jerarquizada, con división del trabajo y funciones estrictamente separadas, los superiores «cercanos» están desde el principio en contacto con los trabajadores, con lo que solo en este estrecho círculo puede hablarse propiamente de relaciones humanas. Pero a esto se añade un aspecto psicológico-social. La experiencia de ser extraño precisamente a aquellos de los que la propia suerte en gran medida depende es dolorosa: por la frialdad y la indiferencia que entraña, así como por la sensación de ser un objeto funcional y, aunque se diga que lo que importa son las personas, no ser sujeto; pero también porque se acrecienta el temor a estar a merced de poderes y procesos anónimos de los que no se tiene conocimiento y, por tanto, comprensión alguna, y frente los cuales, en consecuencia, se siente doblemente indefenso. Resistir interiormente todo esto parece sumamente difícil, y la forma de economizar impulsos es transponer lo lejano e impenetrable a lo cercano e inteligible, lo cosificado a lo humano, aun contradiciendo la realidad. Tal es el mecanismo de la personalización, cuyo poder es tan grande porque no puede conectarse con el fáctico y preciso conocimiento de lo próximo. Pero este es un proceso psicosociológico autónomo y muy poderoso en el que faltan los juicios adecuados a la realidad, como prueba claramente el hecho de que una y otra vez se carguen también a lo próximo los momentos negativos que no tienen en absoluto su origen en lo próximo. El que los jefes de rango inferior, en los que, como en los suboficiales de los ejércitos, se ha delegado el poder de disponer a menudo empleen un tono «áspero, pero no cordial», y lamentado en las discusiones, refuerza esa propensión psicológica. Es sabido que las personas con escasos ingresos dirigen su odio contra los comerciantes, en cuyos precios comprueban que sus ganancias no son suficientes, y no contra las causas más o menos invisibles de las precarias condiciones en que viven. Análogamente hacen los trabajadores a los jefes que tienen cerca responsables de todos los males posibles, de los cuales difícilmente puden ser responsables, solo porque ellos conservan, al menos negativamente, un vestigio de lo humano en el mundo alienado; porque creen poder responsabilizar a personas a las que ven y oyen.
En este sentido, el concepto de «clima de la empresa», sea tal clima positivo o negativo, se muestra problemático si no se lo toma en sentido tan estricto como en la definición instrumental. Cuando este concepto ocupa el primer plano, lo cercano tapa lo lejano, como si lo cercano fuese más importante, cuando lo verdaderamente importante no se decide en el ámbito de las relaciones humanas; y esta falsa conciencia resulta necesariamente de la situación. Las pequeñas quejas, sobre cuya razón o carencia de ella el estudio no puede decir nada, desempeñan en gran medida el papel de catalizadores de emociones que tienen un origen muy distinto. No se va a lo que tiene sus raíces en la sociedad en general, sino a las personas más próximas, esto es, a los jefes de rango inferior.
Solo en el contexto de estas reflexiones puede determinarse en alguna medida la importancia del complejo «salario». Sin duda los salarios no se consideran en el ámbito estudiado, mientras dura la prosperidad, como muy inadecuados; el potencial malestar de los trabajadores estaría ligado a su posición en la sociedad en general, y últimamente a la conciencia de su impotencia, sobre todo frente a las catástrofes naturales de la coyuntura, antes que relacionado con las condiciones materiales actuales. La independencia o la falta de independencia, la seguridad o la inseguridad, la dignidad o el saberse mero objeto, todos estos momentos del «nivel social» se funden en la conciencia subjetiva de los trabajadores con las condiciones materiales en sentido estricto, con la diferencia que pueda haber entre su nivel de vida y lo mínimo para la subsistencia. En la actualidad, la sensación de falta de libertad es trasladada a momentos «ideológicos».
Por lo demás, la conciencia de la alienación –si se permite la especulación– parece crecer, tal vez en el contexto de la progresiva racionalización del modo de producción. Incluso la institución de los comités de empresa se halla en las empresas por encima de ciertos niveles, como hace ya tiempo los sindicatos, y muy apartada del ámbito de la experiencia directa, y los trabajadores se agarran, confiados y desconfiados a la par, a la literalmente denominada «gente de confianza». Que en relación con esto el horizonte del pensamiento social de los trabajadores se estreche; que se trate aquí de una dinámica psicosocial que corresponde a una dinámica objetiva en la esfera de la producción, o que hoy la investigación social empírica encuentre por vez primera situaciones relativamente constantes en la sociedad industrial, pero que antes la imagen teóricamente formada del trabajador ocultaba, es algo que no puede decidirse sobre la base de los resultados del estudio. En cambio se distingue a veces claramente, en el sentido de una ambivalencia de la inclinación a «personalizar», cierta desconfianza de los trabajadores hacia sus representantes; ya sea que estos no puedan alcanzar, bajo las condiciones dadas, lo que de ellos se espera, ya sea que ellos, los accesibles, que los trabajadores consideran de los suyos, se conviertan en chivos expiatorios de un malestar vago, abstracto y, por lo mismo, acaso particularmente torturante en el fondo. En contraste con esto no deja de hablarse de otros tiempos mejores en los que los trabajadores aún permanecían unidos, se defendían mutuamente y la presión, sobre todo la «polémica» de las máquinas, era escasa. Sería sumamente difícil separar en estas afirmaciones la mera proyección de la verdad. Presumiblemente se transfieren a los primeros tiempos de la industria pesada ideas pertenecientes a un pasado muy lejano que adquiere el aura de humanidad propia de lo que jamás volverá. Con una jornada laboral mucho más larga, con la ausencia de representaciones de los trabajadores y de organizaciones sociales que atenuaran la presión, con los mayores esfuerzos físicos que se requerían antes de la mecanización, el trabajo industrial de otros tiempos era con seguridad menos soportable que hoy; aun cuando las máquinas aumentan el ritmo de trabajo de los individuos, frente a la sobrecarga física y psíquica del obrero de los tiempos de Dickens, de Engels o incluso de Zola, esto apenas tiene importancia. En cambio es posible que en periodos de un vigoroso movimiento obrero de hecho se tuviera una sensación más intensa de respaldo colectivo, de alivio y, sobre todo, también aquella suerte de tensa esperanza que hoy comienza a desecharse entre los viejos trastos que acaban siendo todas las ideas que, como decía Spengler, se vuelven cada vez más indiferentes a los hechos. Probablemente la ausencia de esa esperanza sea la razón última de esa ilusoria glorificación del pasado.
De aquel tiempo queda aún algo en la conciencia de los encuestados, pero desligado de su contexto real, congelado en tópicos, y de hecho tan alejado de la propia experiencia viva como aquellos hombres a los que con vago gesto se llama «los capitalistas que están arriba». La tendencia a orientarse en la realidad con unos pocos conceptos rígidos, cosificados y a la vez mágicos –con razón se ha hablado de un «abstraccionismo» como complemento inevitable del concretismo– es hoy universal. Entre los trabajadores pululan nociones procedentes de los más variados ámbitos; socialistas como las de trabajo y capital, un concepto evanescente de comunidad, y expresiones de acuñación reciente, como la enfermedad del mánager, con la cual apenas puede nadie representarse nada preciso, y de cuya realidad se puede dudar, pero de la que se hace uso –aunque solo sea para de esa manera identificarse, al menos mentalmente, con el extraño, con el «mánager», en la premura de una existencia que a todos cercena la vida por igual.
De estas relaciones de la sociedad en general, que no se agotan en las experiencias específicas de los encuestados, sobresale un resultado: la distinción entre el «clima» en la minería y en las empresas que producen o utilizan el acero. La razón de la misma está evidentemente en las diferencias que, independientes de los momentos subjetivos, imponen las condiciones de producción. Estas resultan en la minería «arcaicas» en comparación con los modernos procesos de fabricación; quien no tiene formación tecnológica no puede juzgar sobre las inhomogeneidades y los «desfases» corregibles en el desarrollo técnico, que al visitante de fuera tan evidentes le resultan, ni si en la minería las condiciones naturales ponen a la tecnificación unos límites que hoy saltan especialmente a la vista por el contraste con otras esferas. Posiblemente sigan aumentando las dificultades e incomodidades de la producción por una imprescindibilidad tecnológica, es decir, por la necesidad dominante en las minas investigadas de descender a mayores profundidades para la extracción del carbón. El hecho indudable de que la insatisfacción de los mineros se centre en el clima empresarial va de nuevo más allá de las precisas y concretas condiciones materiales de producción: la relación con el trabajo no es absoluta, al menos por encima de cierto umbral de lo soportable, sino que viene determinada por el estándar medio de la técnica empleada. Pero en la siderurgia esta ha avanzado, a diferencia de lo que sucede en la mina de carbón, a tal punto, que el minero, medido según el estándar general, se siente perjudicado, aun cuando objetivamente ese estándar no puede en absoluto alcanzarse en su sector.
También aquí puede observarse algo similar a la personalización: las quejas en la minería tienen menos que ver con el trabajo mismo, peligroso y todavía sumamente incómodo y esforzado, que con el comportamiento de los jefes, muchas veces calificado de brusco e inflexible. Si estas quejas están justificadas, todavía queda por saber si los métodos, igualmente «atrasados», de los jefes no provienen de que al resultado que ellos esperan se oponen grandes dificultades que los obligan a forzar el rendimiento: no pueden hacer otra cosa que aumentar la presión, y esto los afecta a ellos mismos. A esto se añade el hecho de que la estimación social de que antaño el minero gozaba decrece manifiestamente en el mismo grado en que su trabajo parece atrasado y como «inferior» frente al trabajo moderno altamente mecanizado. De hecho, los mineros encuestados se sienten hoy despreciados. El prestigio de un trabajo depende en todas partes menos del esfuerzo y la constancia que requiere que, si así puede decirse, de su arribismo tecnológico –caso tal vez análogo al referido de la última guerra, en la que el prestigio de la fuerza aérea superaba con mucho al de la infantería.
En ningún otro ámbito fuera del de la minería se vería un análisis sociológico tan comprometido con el estudio de datos objetivos, sobre todo con la cuestión de si en él pueden hoy acometerse mejoras en las condiciones laborales dentro del marco de la rentabilidad. Si esto fuera posible, el «clima» también mejoraría sin duda alguna. Este no es algo primario, sino un epifenómeno. Incluso elementos como la fluctuación de las plantillas en la minería y la considerable proporción de novatos y «trabajadores extranjeros» podrían derivarse fundamentalmente de las condiciones objetivas de un trabajo poco atrayente, las cuales, complicadas con esta composición del personal, deteriorarían el «clima». Una investigación centrada en los comportamientos subjetivos podría señalar los problemas, pero no proponer soluciones: separar la mezcla de momentos objetivos y subjetivos excedería su capacidad y la competencia de los investigados. Aquí solo cabe hacer consideraciones generales sobre lo averiguado sin presentarlas como «resultados».
Pero hay un resultado que se impone a un examen del estudio entero y que en los análisis particulares fácilmente se pierde: las reservas inagotables de buena voluntad en los trabajadores. Esta buena voluntad no se manifiesta de manera ideológica ni sentimental; se asume de una manera no abstracta el trabajo como condición fundamental de toda civilización. Pero tácitamente se reconoce la disposición al trabajo. Incluso cuando el trabajador se queja resuena en sus palabras la satisfacción por la labor que realiza, por conseguir llevarla a término –una solidaridad no consciente de sí misma con el sostenimiento de la vida–. Indudablemente, este «instinct of workmanship», como lo llama Veblen, no es una disposición natural, sino transmitida por la sociedad; pero también algo hondamente arraigado e interiorizado en los hombres, y en este elemento eminentemente positivo se basa fundamentalmente la reproducción de la sociedad. Incluso en los que se resisten falta por completo cualquier tono de malicia o misantropía –un aspecto de la «inmanencia al sistema» que nunca se apreciará suficientemente como garantía de posibilidades futuras–. Esta solidaridad presente en toda la sociedad, cuando se combina con una conciencia ligada a las cosas próximas, adquiere notas como la identificación con la empresa, el sentimiento de la obligación de hacer bien las cosas dentro de una relación de intercambio aceptada y determinadas ideas patriarcales sobre la lealtad y el crédito. Sería fácil sonreír ante la ingenuidad de estos conceptos. El elemento de benevolencia que deja a un lado todas las restricciones que imponen la autoconservación y el interés propio es tanto más sustancial cuanto más se expresa él mismo en tales restricciones. Es difícil no ver el lazo afectivo de muchos trabajadores con la técnica. Y es fácil criticarlo como «fetichista», pero en él se oculta, hasta cuando se juega con la técnica, el sueño de una situación de la humanidad que ya no necesite del mal porque ya no pueda haber ninguna carencia.
1955
1 Cfr. «Betriebsklima. Eine industriesoziologische Untersuchung aus dem Ruhrgebiet» [«El clima de la empresa. Un estudio de sociología de la industria en la cuenca del Ruhr»], Frankfurt a. M., 1955. El texto se escribió como epílogo a esta investigación, pero quedó inédito.