Anexo
Juvenilia
Psicología de la relación entre profesor y alumno
Vuelve en nuestros días a hablarse mucho de la educación; igual que hace tan solo 20 años pudo hablarse de una «era del niño», también ahora ocupan el primer plano del interés, junto a las cuestiones políticas y religiosas, las discusiones pedagógicas. La ferviente voluntad de renovación que nuestra época acusa en todas las formas y en las modalidades más extremas busca lo fundamental en las carencias del presente, y detrás de cada consigna apunta a cuestiones últimas. Así como las ideas del «socialismo» y la «reconciliación de los pueblos» son reducidas a ideas religiosas dominantes, y allí donde las mentes superficiales creen poder hablar de «materialismo» arde un nuevo y hondo entusiasmo, un anhelo de última liberación, así también se busca allí donde –hablando de lo puramente terrenal– se muestran las raíces del individuo, en la educación, una reforma desde dentro, desde los fundamentos, y nuevamente se discute sobre lo ideal.
Acaso la verdadera grandeza de nuestro tiempo consista en que, para debatir en torno a una idea, hemos aprendido lo que nuestro tiempo tiene en común con las grandes épocas de la historia universal: con los comienzos del cristianismo, con la fundación de la religión mahometana, con la época imperial de los Staufen, con la Reforma en Alemania o con la Revolución francesa. Sin duda una época en que los hombres combatían por sus creencias con acciones, esto es, al margen de ideas de poder, llegando hasta la más cruel anulación de la personalidad del otro, supone un progreso interior frente a otra en la que, instalados en una cobarde y satisfecha tolerancia, se muestran espiritualmente impasibles unos con otros y, en último fin, indiferentes a las cuestiones más profundas de nuestra vida.
Y una subjetividad de tal manera ardiente domina también en nuestros días. Como reacción naturalmente necesaria al predominio de lo útil, de lo inespiritual, del entendimiento y no de la razón, se pasa al predominio de lo ideal, lo emocional, lo extático y, como en muchas partes se observa, lo utópico, el juicio de valor reemplaza al precio, y los frutos de la intuición y el conocimiento como actos del yo a la uniformización del espíritu.
Tal vez haya en esta subjetividad algo de liberador, pero su penetración en la vida fáctica sin duda encierra serios peligros. No solo desde puntos de vista puramente filosóficos, no solo partiendo del reconocimiento de que es un error creer que todo lo ideal debe hacerse visible y tangible para transformarse en acción, que un ideal puede «lograrse» –visto por su lado práctico: en ámbitos donde en mayor o menor medida hay que contar con facticidades es imposible ver las cosas como deben ser y no como son. La fatalidad de la Revolución francesa fue el haber llevado al extremo la aplicación de sus principios subjetivos sin considerar la realidad, el haber querido crear la realidad a partir de la pura idea; hasta que la realidad devoró a esta.
En cuanto a la escuela –y de la escuela hay que hablar aquí–, la subjetividad de nuestro tiempo también ha penetrado en ella –y en medida considerable–. No es este el lugar para inquirir por qué razón ha llegado a ocupar un puesto tan central en los debates –aquí se juntan los motivos de naturaleza política, religiosa y cultural en general. En cualquier caso, términos como escuela única, supresión de la enseñanza religiosa, comunidad escolar o consejo escolar han agitado los ánimos, e ideas universales de orden cultural han sido identificadas con diversos objetivos de partidos políticos. Ideas para puntos programáticos, degradadas, perdieron su fuerza original, y una hábil oposición supo interpretarlas como ideas peligrosas.
Decía antes que el juicio de valor ha sustituido al precio. Y se podría añadir: el juicio moral. Es un rasgo religioso típico de nuestra época que, tras el periodo de escepticismo, las cosas se valoren conforme a la alternativa del bien y el mal. Y justamente en lo tocante a las cuestiones de la enseñanza hemos llegado a un extremo tal de subjetividad, formalismo y –seamos francos– fariseísmo, que quizá nos convenga mirar atrás y pensar que los hombres no se desarrollan solamente de acuerdo con sus leyes interiores, sino que también son hijos de su tiempo y su ambiente.
A este respecto quisiera observar lo siguiente: es naturalmente imposible hacer aquí una descripción completa de los fenómenos anímicos que se manifiestan en la escuela. Aquí solo es posible señalar los más importantes y fundamentales.
Cuando observamos las luchas por la reforma de la escuela, nos llama la atención el que el punto central es –prescindiendo de las cuestiones puramente religiosas– la relación entre profesor y alumno. Y, dado el estado actual de nuestras escuelas con relación al saber impartido, que ha alcanzado una altura alentadora, así como un cierto equilibrio, este punto sin duda exige el máximo interés. Pues toca directamente lo anímico, lo humano del alumno y del profesor –aquello en donde más se aspira a una renovación.
Pero este punto reclama también un tratamiento cauteloso, un mantenerse lejos de lo dogmático. Las relaciones entre alma y alma –e indudablemente de ellas se trata aquí hasta cierto grado– no soportan ningún dogma. Ya la tipificación es en estas cuestiones sumamente peligrosa –piénsese solo en la facilidad con que el tipo se convierte en caricatura–. Y, sin embargo, aquí se ha tipificado y dogmatizado más que en cualquier otro terreno. Si en cualquier otro terreno uno se reservaba su juicio moral, en la escuela lo aplicaba sin límites. Y además con un primitivismo que resultaba tanto más chocante por cuanto que se sabía que quienes ennegrecen al profesor y blanquean al alumno no son tan absolutos en sus juicios; y, sin embargo, encontramos aquí las individualidades más dispares –nombraría a Frank Wedekind, Hermann Hesse, Emil Strauß, Georg Kaiser, Otto Ernst y Leonhard Frank– unidas en una tendencia.
¿Cómo espíritus tan distintos en su último fondo, a algunos de los cuales nadie negará su alto valor, coincidieron en el mismo juicio? ¿Eran realmente todos los maestros sádicos, estafadores o –en el mejor de los casos– insulsas medianías (Strauß)? ¿Solía esta clase puramente profesional reclutarse entre una selección de espantajos más o menos caricaturescos?
Ya una consideración serena mueve, por el contrario, a preguntarse: ¿cómo ha sido posible que una profesión que no favorecía precisamente el delito la ejerzan exclusivamente naturalezas marcadamente delictivas, mientras que en otras profesiones semejantes tipos raras veces se encuentran? ¿Por qué estas personas no han sido asesinos o estafadores, cosas para las que habrían estado de nacimiento mejor capacitados?
Profesión –en esta palabra se encuentra el error fundamental de los escritores mencionados–. Ellos conciben al maestro como una persona absolutamente perversa que por maldad –para torturar a los niños– se ha hecho maestro –pero, en verdad, el maestro es una persona como cualquier otra, a menudo más convencida que cualquier otra en las virtudes de su ocupación, en la que solo por una serie de factores exteriores se ha creado una serie de cualidades que influyen grandemente en su desarrollo individual–. El hombre se hace «maestro» con el ejercicio de su profesión. Pero a estas misma influencias –y tal es el segundo error de nuestros escritores– también están en gran parte expuestos los «alumnos». También su ser está condicionado por circunstancias exteriores, y a menudo el maestro se ve contrapuesto al tipo «alumno» igual que el alumno al tipo «maestro», con lo que el aspecto anímico de las relaciones entre ambos sencillamente desaparece completamente del horizonte debido a la preponderancia de los factores exteriores.
El conocimiento de los factores exteriores es determinante del conocimiento de la relación o, más exactamente, de las relaciones concretas del profesor con el alumno. ¿Cuáles son estos factores exteriores?
Lo primero: la escuela es una reunión de un gran número de personas sin que en ella actúe ninguna ley psicológica, por circunstancias puramente accidentales. El que los distintos tipos de escuelas sean frecuentados predominantemente por determinadas clases sociales no comporta ninguna estratificación anímica –al contrario, frecuentemente impide una verdadera unión de los iguales, de los esencialmente iguales: dentro de una misma sociedad de clases, solo en lo que es del mismo género, en lo que visto desde fuera muestra idénticos usos y costumbres, hay unidad.
Y luego: ese gran número de personas no se compone de individuos maduros, sino de niños y adolescentes, de receptores. Todas las almas que aquí cooperan se hallan aún completamente desunidas por cierta conciencia de los fines; sus impulsos originarios actúan libremente, y su capacidad de juzgar no se atiene a la experiencia, sino únicamente a las leyes de su particular naturaleza. Todos están poseídos por su yo, por su conciencia de la vida, todo lo que ven lo refieren a sí mismos y, libres de pensamientos reflexivos, irreflexivamente exigen la completa entrega del otro al centro de su personalidad. El concepto de la propia responsabilidad ante los demás, el concepto del trabajo, el concepto del deber, en suma todos los conceptos que suponen un entrelazamiento de la conciencia de sí mismo con la conciencia de lo que no radica en el yo (como, por ejemplo, la naturaleza para la visión ingenua), son ajenos al alma infantil y siguen siéndolo en buena parte hasta bastante después de comenzar su «educación» en la escuela. El niño está intensamente poseído por el sentimiento del propio yo, y solo puede exigir.
Y a la multitud de tales exigentes se opone luego otro exigente –el profesor–. Su personalidad es un foco en que convergen todas las radiaciones anímicas –todos quieren algo de él, y como cierta tradición hace que aparezca ante ellos brillando con luz propia, lo miran con tímida confianza–, y entonces ocurre lo inesperado, algo que anímicamente puede significar lo mismo algo nuevo y grande que una catástrofe: él exige. Y dos corrientes de voluntad se encuentran –la confianza se altera, la ingenua apreciación personal vacila–; una nueva fase, una fase de luchas anímicas debe iniciarse.
Y aún más: esa persona nueva no se opone a ellos con todo su yo, no puede dedicar todo su ser al ser de ellos –también él está sujeto a un fin que se encuentra fuera de su yo–; él no es para ellos primariamente un hombre, sino el profesor, es decir, el transmisor de algo abstracto, obligatorio, cuyo origen no puede explicarse, y que ahora –al servicio de ese fin que todavía está fuera de la esfera conceptual del alumno– tiene que imponer exigencias.
Tales son, a mi parecer, los supuestos básicos de las relaciones entre profesor y alumno. Su origen es exterior, o, más exactamente: están condicionadas no por procesos psicológicos individuales, sino universales, necesarios, típicos. Ahora bien, es de suyo evidente que estos supuestos pueden producir –según la particular naturaleza de los participantes– efectos anímicos muy diversos; se trata aquí de estudiar los fenómenos que se presentan con cierta regularidad –y justamente en torno a estos fenómenos, que como he expuesto más arriba, no tienen su origen en lo individual, sino en lo típico, temporal y humano-universal, se ha desatado en nuestros días tan aguda polémica.
¿Dónde se observan con más frecuencia las consecuencias de esos supuestos?
El profesor; una persona que toma sobre sí y desempeña muchas tareas, que ha llegado a cierta madurez y posee cierta conciencia, sin duda adecuada, de su tarea, se enfrenta a un conjunto psicológicamente no unificado con la misión de enseñarle, esto es, en último fin de darle algo. Él entra en contacto con este conjunto –pero no es un contacto libre, liremente elegido, sino tomado desde el punto de vista superior de un objetivo–. Él conoce este objetivo, mientras que los alumnos al principio no lo conocen; él se ocupa de la clase esencialmente guiado por ese objetivo, mientras que la actitud de la clase hacia él es más despreocupada. Si él concentra su mente en una parte muy determinada de la psique del alumno –en principio, la del puro entendimiento–, la psique del alumno se le opone en toda su amplitud. Entre las almas del profesor y el alumno no hay desde el principio congruencia.
Esto es de la máxima importancia para la ulterior conformación psíquica de la relación. Pues la valoración del profesor por parte del alumno es naturalmente unilateral e injusta. El alumno ignora lo humano que, previo al puro entendimiento, hay en el profesor. Y como en el niño casi siempre la parte emocional está mucho más desarrollada que la intelectual, más aún: como en general (la explicación nos llevaría demasiado lejos) el niño tiende a minimizar lo intelectual, inmediatamente después de la primera gran decepción cundirá una cierta desconfianza hacia una persona que el niño encuentra extraña a su propia naturaleza particular y a la que –percibida como alguien superior en entendimiento– fácilmente temerá.
Hasta qué punto el alumno busca a la persona en el profesor, a quien solo secundariamente ve como el «encargado de enseñarle», lo demuestra el interés apasionado con que toma todo lo que observa en el profesor y oye sobre el mismo fuera de la escuela. Nada más equivocado y superficial que querer explicar este interés simplemente como mera curiosidad o maliciosa o sarcástica indagación; es un anhelo directo de lo humano, que el niño trata de satisfacer de manera totalmente primitiva mediante el conocimiento de las circunstancias vitales del profesor, que lo hacen aparecer, más que su ciencia, como «ser humano».
Hay un aspecto más que destacar del comienzo de las relaciones entre profesor y alumo. Este aspecto tiene la misma causa que el fenómeno que acabamos de describir.
Más arriba sostuve que la comunidad escolar representa una diversidad psicológica a la que una personalidad individual se opone al servicio de un objetivo. Este objetivo no puede alcanzarse con una pluralidad de personas que no sean conscientes del mismo. Es preciso ordenar esa pluralidad, unir lo semejante y separar lo desemejante para así eliminar las resistencias que provocan las inevitables fricciones. De este discernimiento (no siempre consciente) nace en el profesor la voluntad de tipificar.
Pero como el profesor a menudo considera los fenómenos de la psique infantil solo desde el punto de vista del objetivo último, tipificará también en función del mismo –es decir, según la «capacidad para aprender»–. Obviamente aquí desempeña la simpatía del profesor cierto papel –pero este queda fuera de lo típico, no hay que verlo como algo constante en sus efectos psicológicos, y por eso es difícil hacerlo entrar en nuestro enfoque.
Las consecuencias de esta tipificación en el alma del alumno sin duda se minimizan demasiado: esto se debe al prejuicio tan extendido de que el alma infantil es menos sensible a las influencias exteriores que la del adulto. No necesitamos tratar aquí de este prejuicio –hace tiempo que ha sido definitivamente refutado y hace tiempo que se ha reconocido que quien aún no acumula experiencias es capaz de percibir y reconocer nuevas situaciones en un grado mayor que quien está ya impregnado, si no saturado, de influencias exteriores.
Ahora bien, dado que el niño se halla –como ya indicamos más arriba– poseído por su yo y la necesidad de su conservación, siente la tipificación, que siempre le arrebata una serie de importantes cualidades; la clasificación en un grupo, al que interiormente pertenece menos de lo que el tipificador cree, como un ataque a su yo.
Además, todo lo juicioso, intelectivo y frío perturba sobremanera al alma joven, que lo que más necesita es calor. Ya para un individuo maduro no es nada agradable saber que su alma está siendo examinada, pero a un niño, en cuyo subconsciente continuamente resuena el sentimiento de debilidad, le resulta sencillamente insoportable ser observado y clasificado.
La aversión del alumno a las notas y los diplomas no es necesariamente fruto del miedo, sino que en gran parte puede cargarse en la cuenta de aquel sentimiento de hostilidad a los patrones –símbolos de la tipificación.
Ese sentimiento explica además un fenómeno que sin él es difícil de comprender: que los alumnos a menudo se sienten más atraídos por los profesores que en su último fondo no son propiamente tales. A estos hombres –casi siempre naturalezas artísticas– les falta el sentido de los patrones, de la tipificación: son demasiado ricos interiormente para ser capaces de desconectar sus sentimientos –incluso cuando el «objetivo» se impone– de la tarea de enseñar, y demasiado complicados para poder ver las almas ajenas como entidades simples.
Los dos aspectos aquí estudiados (1. Incongruencia de la clasificación psíquica, 2. Voluntad de tipificación) quizá demuestren claramente que las dificultades de las relaciones entre profesor y alumno radican –en la medida en que tienen su origen en el alumno– fundamentalmente en la vida anímica del niño: esta impresión la confirma una consideración de un tercer fenómeno de la psique del alumno que es, a mi juicio, decisivo, pues sus raíces son más profundas que las del organismo y la forma de la escuela.
Pues si una persona madura se ve obligada durante la mayor parte de su vida a cumplir una tarea, en el periodo de preparación para la misma debe adquirir conocimientos, es decir, saber y entender de hechos y leyes. Pero toda persona joven –si dejamos aparte el «niño modelo», la naturaleza perseverante– querrá primero vivir desde el yo, querrá primero tomar –sencillamente seguir el poderoso impulso del yo.
Estas dos necesidades chocan en la escuela –como en muchos otros lugares– y determinan la forma que adquieren las relaciones entre profesor y alumno.
El alumno está a la expectativa –para el niño pequeño, el profesor es el hombre que pasa su tiempo con él y con otros muchos más, le cuenta toda clase de cosas agradables y juega con él–, y solo oscuramente siente que la escuela es algo nuevo, hasta entonces desconocido. Y ahora es el profesor quien quiere cosas –las exige, y lo hace en aras de un objetivo racional completamente extraño al alumno.
Tras el primer desengaño, tan decisivo, y después de que el alumno se ha hecho más o menos a la idea de que alguien le exija algo, de que tenga que «trabajar», el alumno sufrirá enseguida un segundo desengaño. Rápidamente encuentra una rama del saber que le dice algo, que lo absorbe, y en ella se desarrollan sus particulares inclinaciones y capacidades. Pero como el profesor lo obliga –siempre al servicio del «objetivo»– a ocuparse con lo que no le interesa, comienza a sentir una fuerte hostilidad contra la que el profesor tiene a su disposición medios coactivos que no dejan de tener su efecto sobre la psique.
Y ahora –la presión genera una presión contraria– la resistencia en el alumno se vuelve franca. Los efectos psíquicos antes apuntados crean ya una atmósfera de desconfianza, pero ahora aparece y actúa –primero instintivamente, y luego cada vez más conscientemente– el odio. Al principio el odio en su forma más primitiva, la de una repentina oposición a influencias exteriores poderosas, y luego cada vez más transida de otros elementos psíquicos –envidia, venganza y especialmente (algo de lo que aún habremos de hablar) instinto de juego.
Todos estos fenómenos son todavía relativamente inofensivos, puede dominarlos un profesor que los reconozca a tiempo –pero están en estrecha relación con los aspectos más peligrosos de las relaciones anímicas entre profesor y alumno.
Todos los fenómenos considerados hasta ahora arraigan en la vida emocional del niño. Lo primario en el niño es la vida afectiva, aquella parte de su ser a la que primeramente encadena las impresiones de su vida. Por eso las facultades anímicas están ya muy desarrolladas en la primera juventud, siendo capaces de generar y elaborar los sentimientos vitales más matizados; estas facultades alcanzan ya tempranamente una cierta madurez.
Muy distinto es el entendimiento. El núcleo de su ser está presente desde el principio; pero el material que ha asimilado es aún demasiado escaso para poder actuar de forma autónoma. Pero en la escuela se exige que el entendimiento actúe con autonomía, y esta nueva forma de expresión de la psique proporciona al niño múltiples estímulos.
El profesor se le presenta como un ser de entendimiento; y su sentimiento se rebela contra el profesor –¿qué más lógico que combatirlo en lo que parece ser su propio campo –el de las reflexiones del entendimiento–, que tipificarlo ahora a él?
De esta manera empieza el niño a hacer un juicio de valor sobre el profesor, un juicio que, como parte de un falso supuesto que, desde la falta de congruencia psíquica entre ambas relaciones, considera al profesor como hombre de entendimiento, y como además se cuenta con medios psíquicos insuficientes, necesariamente tiene que estar en partes esenciales equivocado.
Si todo juicio está subjetivamente condicionado, el del niño lo está indudablemente en una medida especial. Será justo mientras no acuse ningún condicionamiento subjetivo –y si pretende tener validez objetiva, sus efectos serán funestos.
Qué duda cabe de que el juicio de valor infantil sale primariamente del yo. Inquiere, por ejemplo, dentro de la alternativa: ¿este profesor es bueno? ¿O es severo? «Severo» es una restricción muy precisa del juicio que lo califica de «malo» en «malo conmigo» –pues sin duda así entiende el niño el concepto de «severo».
Pero esta restricción –difícil de explicar en su origen– pronto desaparece, y con ella la relación emocional del juicio con el yo. El juicio se torna ahora francamente formal, se convierte en prejuicio contra el concepto de «profesor» en general –y, con ello, la relación entre profesor y alumno resulta conmovida en sus cimientos.
La formación y adopción por parte del alumno de juicios de valor subjetivamente condicionados y rígidos es determinante en las relaciones emocionales entre profesor y alumno.
Pues esa actitud básica de rechazo en los educandos comporta naturalmente una reacción anímica en el profesor.
Para alcanzar su objetivo, el profesor tiene en su mano una serie de medios coactivos muy poderosos. Y emplea esos medios para vencer la resistencia: esto lo consigue acaso en lo particular, pero no en lo fundamental; la resistencia es fuerte.
Y ahora comienza a desarrollarse en él –o al menos puede comenzar a hacerlo– toda una serie de factores anímicos.
El alumno percibe al profesor como alguien que toma –pero el profesor es más bien alguien que da, y es bien consciente de ello–, y por eso se siente no solo falsamente valorado, sino infravalorado –¿y que mente puede soportar fácilmente esto?–. Él es superior en edad, madurez y saber, pero sus subordinados se le oponen, y entonces se reaviva en él la voluntad de poder, y en una forma muy específica: la del orgullo intelectual. El profesor se enfrenta al alumno en esta etapa casi con el mismo gesto emocional con que un hombre se defiende físicamente de un enjambre de pequeños y molestos mosquitos –y la consecuencia de esto no hace falta explicarla.
Ahora que el profesor es consciente de esa oposición (lo cual ocurre bien pronto), brota también en él un juicio de valor.
El profesor pasa por alto –de un modo nada diferente al del alumno– lo que de impulsivo hay en el comportamiento del alumno; esto es muy fácil de comprender, pues el alumno –como arriba hemos explicado– prefiere colocarse frente al profesor una máscara intelectual. Muchos de los procesos psíquicos decisivos en el niño se le han vuelto al profesor completamente extraños en el curso de su propio desarrollo, especialmente el impulso de juego, cuya importancia no puede apreciarse lo suficiente (¡crueldad!), y hacia el cual el profesor no muestra ninguna comprensión y lo contempla solo hostilmente, sin poder hacerlo útil para el objetivo en un sentido superior al del método de Fröbel. Y todo esto crea en él un juicio de valor moral que suele carecer de toda objetividad y resulta muy peligroso ya por la razón de que no es posible acercarse al alma infantil con la maquinaria moral habitual (en cuya mayor o menor mengua consistiría el «mal carácter») porque sus impulsos la pulverizan.
Y, sin embargo, es comprensible que el profesor haga un juicio moral. Casi todos los profesores se entregan a su profesión (si quieren hacer honor a su nombre) movidos por unos ideales, unos ideales cuya irrealizabilidad en la inmensa mayoría de los casos tienen que reconocer demasiado pronto: el ethos que el deseo de lo inalcanzable despierta se rebelará ante todo contra el no-poder-realizar.
Existe una importante diferencia de grado entre las formas de evolucionar el profesor y el alumno: en el profesor (el hombre maduro) la evolución se produce casi siempre de manera más individual que en el alumno. Porque es evidente que también del profesor se crean –según el nivel de desarrollo de su personalidad– determinados tipos.
Quisiera mencionar solo uno de estos tipos, un tipo que considero verdaderamente trágico: aquel en el que la buena voluntad, el orgullo intelectual, el escepticismo y la resignación han llegado a constituir con el tiempo una unidad peculiar, una unidad áspera y suave, apenada e irónica –un tipo trágico ya solo porque es odiado como nadie: el del «bienintencionado».
Conviene reparar en un aspecto más de la evolución en el alumno mayor.
A primera vista, esta parece muy alejada de la del más joven –pero no lo está en realidad. Hay aquí dos momentos decisivos.
Primero: en el individuo que se está haciendo un hombre, la conciencia de la personalidad es más viva; se siente mucho más fuerte como unidad que antes, y su capacidad de entrega disminuye o, dicho más exactamente, se concentra; a esto se añaden elementos del desarrollo puramente corporal, y en el adolescente despierta y se fortalece el pudor en la expresión de los sentimientos, el cual no elimina todos los fenómenos arriba descritos, sino que los dirige hacia dentro, quedando en cierto modo latentes, por lo que veces los vive de manera particularmente intensa (¡la muerte!) .
Para poner un ejemplo: si antes el alumno preguntaba: ¿este profesor es bueno? ¿O es severo?, ahora preguntará: ¿este profesor sabe? ¿O no sabe nada?, sin que por ello exista en lo esencial –el sentimiento subyacente– diferencia alguna: lo intelectual de la pregunta es solo un manto con que el pudor envuelve al sentimiento original.
Esto explica muchos fenómenos que parecen esencialmente diferentes de los anteriores sin serlo: el pudor en la expresión de los sentimientos constituye un momento evolutivo más bien positivo, interiorizado. A su lado se da otro negativo.
Más arriba hablamos detenidamente de la producción de juicios valorativos subjetivamente condicionados e injustos, del efecto fatal de la actitud del niño hacia lo puramente intelectivo. Sin duda estos juicios de valor se derivan originariamente de procesos psíquicos interiormente efectivos: pero su núcleo psíquico empieza a disolverse al cabo de un tiempo, y entonces se producen aquellos efectos peligrosos.
El juicio desfavorable ya creado pasa primero a la conciencia del que juzga y este comienza a vivirlo en cada fibra de su ser y, necesariamente, a creerlo. Pero también emite ese juicio, lo oyen los que no lo han conocido, el juicio cunde, se da por obvio y acaba siendo tradición, acaba siendo mentira. Y así se consigue que el concepto mismo de profesor sea juzgado y odiado a priori sin que el alumno sea ya capaz de percibir lo humano. ¿Y qué más fácil en esta etapa evolutiva que declarar proscrito el odiado concepto de «profesor»? Se da por lícito cualquier medio –incluso el más indelicado y degradante– en la lucha contra el profesor, y se disculpa cualquier embuste sobre él. Y la evolución culmina cuando los muchos notan su poder contra el único y se unen para formar una comunidad de intereses –bajo el signo de la «camaradería»– capaz de combatirlo y destruirlo anímicamente.
Soy bien consciente del hecho de que las posibilidades evolutivas aquí expuestas no son las únicas; por el contrario, en la mayoría de los casos la evolución seguramente es diferente, más benigna que la que aquí se describe. Una personalidad fuerte y madura siempre percibirá los momentos decisivos y resolverá los conflictos. Pero allí donde las relaciones son sanas no es necesaria una reforma: es en los lados oscuros donde ha de aplicarse eso nuevo a cuyo servicio se pone también nuestro periódico1. Y para introducir mejoras es necesario un conocimiento pleno, sin velos, de los hechos y sus encadenamientos. Si este trabajo ha contribuido a ese conocimiento, ha logrado su objetivo.
1919
1 Referencia al Frankfurter Schüler-Zeitung, cuyo primer número apareció en octubre de 1919; este número contenía, entre otros textos, una nota introductoria de Reinhold Zickel (cfr. infra, pp. 787 ss.) y la primera parte del presente artículo de Theodor W. Adorno, que junto con otros dos estudiantes de séptimo curso era también responsable del Frankfurter Schüler-Zeitung.