Encuestas
Mis mejores impresiones de 1953
En primer lugar quiero nombrar la nueva edición de Por el camino de Swann con que mi amigo Suhrkamp inicia una traducción completa de todo En busca del tiempo perdido. No es que sea algo nuevo para mí –desde hace decenios desempeña Proust un papel principal en mi hogar espiritual, y no podría abstraerlo de la continuidad de las cosas en las que más me empleo–. Pero, por una serie de desafortunadas circunstancias que comenzaron a darse ya antes de la creación del Tercer Reich, la obra de Proust se perdió para Alemania, y la extraordinaria traduccón que habían comenzado Walter Benjamin y Franz Hessel no se concluyó. Espero del conocimiento de Proust en Alemania cosas importantes, no en el sentido de la imitación, sino de la regla. Igual que en todo poema lírico alemán se nota si es, en su espíritu, pregeorgeano o posgeorgeano, aun cuando nada tuviera que ver con la lírica de George, la prosa alemana podría dividirse en preproustiana y posproustiana. Quien en su exigencia de romper las habituales conexiones superficiales no rivalice en encontrar los nombres más exactos para el fenómeno, tendría como atrasado mala conciencia de sí mismo. A la vista del estado de desorientación de la prosa alemana, cuando no de la crisis del lenguaje en general, hay que esperar la salvación de la recepción de un autor que une lo ejemplar a lo avanzado. Para muchos franceses Proust es un «alemán». Viendo el panorama literario, nada desearía más que ver a los alemanes apropiarse efectivamente del poeta secular en toda su abismal riqueza como lo hicieran con alguno de otros siglos.
Luego mencionaría las cartas de Kafka a Milena. Toda la referencia directa de la parte kafkiana a los acontecimientos de la vida del escritor me resulta sospechosa. Pero el infinito distanciamiento de lo empírico en su obra confiere incluso a sus manifestaciones privadas un carácter de creación que va más allá del asunto privado. Hay que leer estas cartas no porque en ellas Kafka desnude su corazón, ni porque ellas resuelvan algún misterio, sino porque son productos del gran escritor que tienen literariamente valor propio.
Finalmente debo decir que en Los Ángeles escuché por vez primera, de una grabación discográfica, el Kol Nidre de Schönberg, una obra que data de unos 20 años atrás y de la que hasta entonces casi me había olvidado. Es una de esas piezas en las que Schönberg trata con la experiencia de la técnica dodecafónica un material más antiguo, el de la tonalidad ampliada. Si no voy descaminado, se cuenta por su densidad y riqueza, su fuerza expresiva y su tono específico entre las obras más perfectas de su producción. También a él habría que desearle que en Alemania las conciencias acaben trayéndoselo a casa.
¿Las diez novelas más grandes de la literatura alemana?
Con mucho gusto respondería a su pregunta. Pero me es sencillamente imposible. Primero porque no soy tan versado como para decir cuáles son las diez novelas alemanas que me parecen las mejores; hay demasiadas que no he leído, y otras que quizá contaría simplemente por costumbre, y para formarme una opinión mínimamente responsable necesito mucho más tiempo del que usted dispone para esta encuesta, y también del que yo mismo ahora, en mitad del semestre, dispongo. También debo añadir una consideración objetiva: no podría hacer tal selección porque no creo que en el arte en general exista una jerarquía que permita hablar de las diez mejores obras de un tipo. Demasiadas obras de arte son incomparables, cada una es enemiga mortal de otra y no quiere a ninguna otra a su lado, y para mí una suerte de lista con el acervo inmortal se asemejaría demasiado a una especie de registro que no podría separar de la actual neutralización administrativa de todo lo cultural. Espero que disculpe mi franqueza, pero creo que correspondo mejor a la seriedad de su pregunta hablando yo seriamente de esa misma pregunta que dándole cualquier opinión que se me ocurra.
1956
Aquello en lo que creo
Creo que la pregunta implícita en la frase «aquello en lo que creo» no puede responderse, y en lugar de dar una respuesta quisiera explicar la imposibilidad de la misma.
Si el término creencia no debe designar una opinión vana e indiferente, ese término pertenece al dominio de la teología, y ante todo al de la cristiana. Pues de las grandes religiones solo el cristianismo pretende conceder a lo que la razón no puede comprender, la revelación, y últimamente la humanidad de Dios, la misma autoridad que a lo conocido por la razón. Esta autoridad no fundada racionalmente debe garantizarla la fe que mueve montañas. La acentuación de la fe aumentó en la medida en que el estado histórico de la conciencia y el dogma se iban alejando uno de otro; en la medida, pues, en que se imponía a la conciencia algo a lo que ella se resistía. El concepto de la fe es central solo en el protestantismo; en la alta escolástica aparece todavía muy mediado por el conocimiento natural.
Desde la Edad Moderna, las tensiones en la idea de la fe han aumentado enormemente. Mientras para la conciencia occidental la exigencia avasalladora de la fe palidecía cada vez más, hasta volver la fe a parecerse a aquellas opiniones discutibles que Platón rechazaba tras contrastarlas con la verdad, los que se tomaban la fe en serio, como el jansenista Pascal y el protestante radical Kierkegaard, necesariamente hubieron de echar fuera de manera cada vez más brusca aquella exigencia. Ellos jamás se habrían atrevido a decir en qué creían porque sabían muy bien cuán poco sólida y firme era la fe, que afectada en su misma esencia, amenazaba con hundirse en la no-verdad en el momento en que se declarase segura. Las confesiones pueden proclamarse en un orden teológico fijo, en el que no están aisladas, sino sustentadas por la estructura jerárquica de un todo; a la conciencia solitaria le están prohibidas.
Pero cuando al hombre que piensa mundanamente la palabra fe ya no le hace revivir los conflictos históricos que arrastraba, se pliega a aquella neutralización de todo lo espiritual como mero bien cultural que le tiene que repugnar. El que Fausto dé a la pregunta de Margarita una respuesta metafísica, pero un poco vaga y ambigua: «¿Quién puede decir: / Creo en Dios? / [...] ¿Quién puede nombrarlo? / ¿Y quién declarar: / Creo en Él. / ¿Quién sentir, / Y atreverse / A decir: no creo en Él?», no puede explicarse meramente por la turbación de quien no quiere perder la confianza de la amada sin que su frágil pensamiento sea capaz de resistir la sencillez de ella, aunque el pasaje pueda contener una indirecta contra el entendimiento reflexivo. Pero Fausto no podía hablar de otra manera sin contradecirse. Que su credo sea tan opaco no habla en contra del meditabundo tanto como en contra de la pregunta misma, en la que ya entonces resonaba la catequización a la fuerza, el poner la pistola en el pecho. Hegel, tan afín a la concepción del Fausto, expresó esto diciendo que su filosofía no puede, como las anteriores, reducirse a una «sentencia», puesto que su verdad descansa en la totalidad, en el movimiento desplegado de todo el pensamiento humano.
Hoy, la pregunta por la fe tal como fue criticada hace 150 años se ha convertido en gran parte en pregunta por el credo prescrito, por la conformidad. Si alguien dijera que cree en el humanitarismo, o en la humanidad, o en valores absolutos, su credo, por positivo que pueda parecer al que lo proclama, estaría afectado de una impotencia y una arbitrariedad que compartiría con el relativismo universalizado del que espera escapar. La condición abstracta a la que cada una de estas creencias estaría condenada, a menos que quiera absolutizar lo finito, ser víctima del fetichismo, al mismo tiempo juzga aquellos contenidos. Lo que de verdadero en ellos se conserve solo puede afirmarse mediante la consecuencia y la firmeza del pensamiento que se resiste. Aquello en lo que se cree, apenas podría decirlo sin pudor, apenas con veracidad, quien haya perdido la ingenuidad. Pero lo no verdadero se puede nombrar como negación determinada, y esta conserva la herencia de la fe.
Escrito en 1957; inédito
Encuesta sobre temas literarios
1. ¿Qué temas echa usted de menos en la literatura alemana actual?
2. ¿Qué temas han sido, en su opinión, tan tratados que hoy habría que dejarlos reposar?
Le ruego que intente comprender que no puedo responder a estas preguntas. Pues, aplicado a los productos literarios –en los que la ley de la forma es capital–, el concepto de tema me dice bien poco. En las novelas de Beckett, en las que no se dice ni una palabra sobre el horror histórico de nuestra época, este horror viene expresado, a mi parecer, de una manera incomparablemente más precisa que cuando el señor Zuckmayer escribe piezas sobre la guerra atómica o las SS, que a la postre no hacen otra cosa que repetir la sabiduría de la UNESCO, según la cual lo único que importa es el ser humano.
Die Kultur, septiembre de 1960 (año 8, n.º 155), p. 4
Encuesta sobre la pena de muerte
A mi parecer, Walter Benjamin ya ha dicho lo más profundo sobre este asunto: «Matar al criminal puede ser moral –su legitimación nunca lo será». No siento necesidad de repetir los argumentos, tanto de la filosofía del derecho como los jurídicos, que desde hace tiempo se han esgrimido en contra de la pena de muerte, aunque algunos de ellos, como la demostración de lo mitológico y absurdo de la ley del talión y la crítica de una pena que en caso de error judicial no puede corregirse, sean muy convincentes. Me basta, sin más fundamentación, la repugnancia que me provoca el que un hombre medio desorientado de miedo, y hasta físicamente arruinado, que ya ha perdido su yo antes de cortarle la cabeza, sea ejecutado en presencia de notables vestidos de frac que luego abandonan el acto atroz con gestos solemnes, serios, pero calmos; de personalidades moralmente sólidas que posiblemente les parezca bien no haber cedido al único impulso humanamente digno: detener o impedir esa acción. Todo esto es tan horrible que no quisiera verlo aprobado bajo ningún concepto –ni siquiera para el caso de Eichmann–. El solo hecho de que en los países del Este siga manteniéndose el procedimiento es prueba suficiente de que el orden allí imperante es lo contrario de aquel humanismo real que pretende aparentar. Demasiado bien armonizan con él las voces que en la República Federal abogan por la reintroducción de la pena de muerte aun después de los crímenes que los nazis perpetraron bajo el nombre de pena, como si su supresión solo hubiese estado indicada mientras la pena de muerte haya podido alcanzar a nazis. Finalmente, la investigación social empírica y la psicología social hace ya tiempo que han confirmado que la necesidad de ver castigado a otro de la manera más dura posible converge con la estructura del carácter autoritario. Esta es uno de los elementos de los que se compone la base de masas de los regímenes totalitarios. En el año 1909 respondió Frank Wedekind a una encuesta de Erich Mühsam, posteriormente asesinado en un campo de concentración, sobre la pena de muerte diciendo que con su supresión «dos tercios del mundo civilizado temen perder por tiempo indefinido uno de sus más queridos y potentes santuarios protectores». Evidentemente tiene razón. No por caso la autoridad competente dictaminó recientemente que sus piezas carecían de todo valor instructivo.
1963
¿Qué libro le ha impresionado en los últimos 12 meses?
Las palabras, de Jean-Paul Sartre, porque en este libro se muestra de una manera a mi parecer insuperable el entrecruzamiento de lenguaje y experiencia.
Septiembre de 1966
Tres preguntas para la noche de fin de año de 1966
1. ¿De qué se ha reído más en 1966?
2. ¿Cuál es el titular que más le gustaría leer en el periódico en 1967?
3. ¿Cuál es su principal defecto?
1. Un diputado del NPD1 dijo en una entrevista radiofónica: se le va a quitar a usted la risa. A mí se me quitó mucho antes este año. El por qué de ello no se habría podido decir mejor que con ese tono amenazante.
2. La respuesta se sobreentiende –aunque los titulares tienen ya de por sí, sobre todo los de contenido especial, algo de alarmante.
3. Que experimento una creciente aversión a la praxis, en contradicción con mis propias posiciones teóricas.
El apretón de manos; símbolo de buena voluntad. ¿Debe o no debe usarse?
En los países anglosajones a menudo he notado que a nosotros, los alemanes, nos toman a mal el apretón de manos. Hay probablemente algo arcaico en él que no puede conciliarse con la racional civilización occidental. Mas, por otra parte, las personas que no me dan la mano, o solo el dedo meñique, me resultan antipáticas.
1967
¿Adónde van nuestras universidades?
1. ¿Opina que acciones estudiantiles como el go-in con el profesor Carlo Schmidt son expresión de un descontento general entre los estudiantes ante una reforma interna de la universidad que se está dilantando?
2. ¿Le parece correcta la tesis del SDS2* de que la universidad en su forma actual solo permite una formación especializada y ha despolitizado las ciencias?
3. ¿Cree posible una democratización de la univesidad, y cuál es su opinión sobre la postura del profesor Pfringsheim: «La cosa nada tiene que ver con la democracia. La universidad obedece al espíritu, y este es aristocrático»?
1. El problema radica en la expresión «descontento general». Este descontento no es general, aunque es dominante en una minoría articulada. Puede que las acciones estudiantiles guarden relación con el deseo de terminar con la apatía prevaleciente.
2. El riesgo de que la universidad se resigne a la formación de especialistas es indiscutible, e indudablemente no proviene solamente de las condiciones internas de la universidad, sino de las más diversas dimensiones de la sociedad entera. Con la orientación cada vez más decididamente positivista en la ciencia se ha extendido una despolitización de la ciencia que en la gran época de la universidad, en torno al año 1800, habría sido inimaginable.
3. Con formulaciones como la de que «el espíritu es aristocrático» no tengo nada que hacer. Precisamente quien se tome en serio la autonomía del espíritu jamás adherirá a este semejantes atributos sociales. He observado que, en general, aquellos que formalmente más se empeñan en tal aristocratismo defienden doctrinas cuya trivialidad acrítica contradice sus propias pretensiones.
1967