Escritos desechados
Sobre la crisis de la crítica musical
Toda la crítica musical actual, tanto la de lengua alemana como la extranjera, padece hoy, en su veracidad y en su función, una crisis que hay que reconocer tanto más seriamente cuanto más resueltamente huye de la consigna, del reparto equitativo de culpa e inocencia y de la cómoda receta auxiliadora. No viene marcada por el concepto de «crisis de confianza», de moda durante un tiempo. La confianza pública en la crítica es inconmovible, quizá incluso ha sido reforzada por las nuevas formas de dominar a la opinión pública; hoy, innumerables lectores de periódicos recurren por la mañana a las páginas correspondientes para regular su propia opinión sobre lo escuchado por la noche. Menos aún puede hablarse de una «crisis moral» en el sentido privado. La integridad personal de los críticos no admite dudas. Se trata más bien, y fundamentalmente, de la relación con el objeto de la crítica. Está en cuestión nada menos que la competencia de la crítica para juzgar sobre reproducciones y obras. Si se admite como hecho manifiesto la dependencia de toda la praxis reproductiva respecto de las obras, de las nuevas no menos que de la significación histórica de las antiguas, las cuestiones de legitimidad se concentran en la crítica de la composición como escenario central del juicio musical. Por eso no es de extrañar que estas se agudicen entre el crítico y el compositor. No se trata de la tradicional susceptibilidad de autores envanecidos. Con independencia de que las críticas sean buenas o malas, el compositor se siente frustrado: no es que el juicio como tal lo hiera; es que los criterios son inhomogéneos: por lo general, la crítica espera de él algo completamente distinto de lo que, aun con el máximo rigor en sus propias exigencias, puede pedirse a sí mismo. La crítica es casi siempre para él una intromisión accidental, impulsora o entorpecedora, en el camino del éxito. Pero crítica y obra son tan ajenas una a otra como crítico y autor. El hecho básico del distanciamiento entre los autores vivos y su música, momento de la enajenación social general, se torna paradójico en la crisis de la crítica musical: el representante ideal de los oyentes y, por así decirlo, abogado de la obra contra su propio compositor, el que más debería compenetrarse con la obra, o mejor dicho, con las pretensiones de la obra, frecuentemente ya no entiende la obra, invoca normas exteriores inaplicables y se degrada a propagansita positivo o negativo, cuando tendría que acreditarse como órgano del juicio histórico. No se está hablando aquí del crítico «malo», inepto, sino de los supuestos actuales del proceder mismo de la crítica: supuestos que dominan a los críticos malos y dejan su huella incluso en el mejor cual señales de insuficiencia.
La crisis de la crítica musical se presenta a la conciencia en las categorías de aquel relativismo generalizado que quedó como residuo de la filosofía de la vida y que quiere apartar al disfrute de lo privado de todo control objetivo. Su tesis favorita es la de que todos los juicios relativos al arte se hallan histórica y «subjetivamente condicionados», y quienes la sustentan defienden en disputas estéticas su opinión recibida de tan buen grado como, al mismo tiempo, sostienen que de gustos no hay nada escrito; si esto parece excesivo, se remiten a la antinomia kantiana del juicio estético. En estas consideraciones podrá manifestarse una inseguridad frente a las instancias críticas, pero con la crisis de la crítica musical, estas carecen de fuerza. Apartan la arbitrariedad del individuo de la esfera crítica y dejan que este busque satisfacción en productos dudosos, pero no entran en la manera de proceder de la crítica. Pues en su ámbito abstracto ellas valen para cualquier crítica y para ninguna; a toda crítica le pone un límite lo condicionado de la existencia humana, y ninguna se ha visto constreñida en su derecho a cuestionar lo que fuere por ese límite. La única consecuencia que podría extraerse de esto sería la eliminación de la crítica –cuando la sola historia de la crítica y de su función en la producción artística, sobre todo de la alemana en el siglo de Lessing hasta la disolución de las escuelas románticas, no ha dejado de invocar la posibilidad de la crítica legítima al menos como instancia virtual–. En el argumento del relativismo al uso, generalmente estéril, y que cualquier penetración concreta en la ley formal de las obras de arte puede rebatir, ha de verse no tanto una explicación de la crisis de la crítica musical como más bien su síntoma. Síntoma justamente de «extrañamiento». Solo entonces aparece la obra de arte, ella misma una unidad irradiante de hacer subjetivo y ser objetivo, material, como inaccesible a la crítica, la mera subjetividad de la cual tiene que retroceder cuando las obras de arte –aun hechas por hombres– se han hecho en la sociedad de tal manera extrañas a los humanos, que estos casi no pueden reconocerse en ellas.
Considerado esto desde la perspectiva de la sociedad en general, y con la idea ya radicalmente formulada por el joven Hegel mediante el concepto de extrañamiento, de alienación, la crisis ha adoptado su forma extrema solo en el crítico. Su orgullo podría cómodamente aducir que solo el «lego», que se nutre del kitsch, está alienado y cosificado junto con su música. Pero a él le acompaña el entendido, el «especialista»: uno y otro constituyen dos mitades separadas de una totalidad que nunca se restablecerá con la mera adición de esas dos mitades. Si para el «lego» las obras de arte son meros objetos de goce «subjetivo», para el especilista no es nada difícil que sean meras cosas «objetivas». La división del trabajo recluye las obras en su vida profesional, donde experimentan su verdadera reducción cósica, mientras que en el lego aún no encuentran la autonomía. Pero las cosas artísticas que llenan el espacio de la vida profesional del especialista se vengan de este cuando ya no puede entenderlas de forma inmediata; tan poco como el lego, respondiendo a cuyas reclamaciones él las lleva a su taller. Habría que investigar, mediante análisis sociales detenidos, cómo se llegó históricamente a esta situación. Aquí habría jugado un papel el hecho de que la música no se pueda coleccionar ni poseer, lo cual hace desaparer todos los recursos que en el dominio de las artes plásticas proporciona a los auténticos conocedores críticos el tipo del coleccionista, que, a diferencia del «lego», sabe de la autonomía de la obra de arte al tiempo que, a diferencia del «especialista», participa directamente en la obra. En la música pudo en el siglo xix representar algo semejante el tipo del gran «aficionado», y no se equivoca quien concibe la posibilidad de una figura crítica aún más relevante, como Hanslick, dentro del horizonte del aficionado. Pero este tipo se ha extinguido; la crítica ya no puede contar con su asistencia. Puede aquí continuar influyendo la inveterada minusvaloración social de la música. Esta ha sido la última de las artes que se ha emancipado y liberado de la inmediatez del uso. La ventaja que con todo le dan frente a las demás artes la juventud y las fuerzas colectivas represadas está amenazada justamente en el dominio de la crítica debido a que a la ocupación verdaderamente estética con la música no se le procuró el mismo terreno firme que al taller musical y a la teoría de ese taller. Pero en esto tiene la música una ventaja: se ha conservado –dejando aparte a Schopenhauer– más pura de la especulación estética de lo que los grandes sistemas filosóficos del siglo xix, y lo que a ellos siguió, cubrieron las demás artes, y en el taller musical existe aún hoy soterrado un canon bien acreditado de lo que vale y no vale. Pero ¿quién lo conoce y sabe respetarlo? Ante todo el buen músico: pero solo en su propia obra y respecto a sí mismo; y ocasionalmente en el trato no obligatorio con lo extraño. Solo que su saber, no perturbado por consideraciones teóricas, es y sigue siendo en cierto modo ciego; ni puede formularlo de manera suficiente y sólida, ni puede clarificarse a sí mismo y a otros, en su constitución estética, sus conceptos básicos, artesanalmente consistentes, de forma que adquieran críticamente la misma solidez que demuestran en la producción: el viejo problema de la «formación» del músico, al que por algo Hegel reprochaba en la Estética insuficiencia intelectual, se despliega aquí en todas sus facetas. No es este el lugar para desarrollar este problema: para una consideración de la crisis de la crítica musical, puede bastar con poner de relieve la alienación del propio crítico musical, y no desde la totalidad social, sino desde condiciones específicas: los presupuestos de la formación del crítico musical actual (no del compositor que ejerce alguna crítica), en los que cabe reconocer más que, inversamente, deducir el todo social, y que representan claramente la anormalidad de la crítica.
Dejando fuera al tipo del «músico fracasado», que desaparecerá cuando su correlato, el «periodista» capaz de escribir, pero indiferente a la objetividad, quede apartado, y también a aquellos aficionados a la música que en sus horas de ocio escriben «reseñas musicales», al crítico musical como es debido le quedan dos posibilidades de formación, cuya combinación, aunque desde hace tiempo resulta insuficiente, cuenta ya como excepción: el estudio académico de la musicología y el estudio en el conservatorio.
Pero los actuales estudios de musicología no pueden capacitar a nadie para juzgar de la calidad de la música: ni de la nueva ni de la antigua. No es necesario exponer la problemática de la formación universitaria en las «ciencias del espíritu». Antes está la bien conocida del historicismo filológico. Muchos estudiantes de ciencias del espíritu que participan en un seminario filosófico siguen lamentándose de que conocen los datos biográficos de los maestros, de sus precursores y de sus seguidores, sobre todo de aquellos que han trabajado sobre ellos, pero no las obras mismas, y menos aún su contenido. Es evidente que desde hace décadas están vivas en las universidades, por influencia sobre todo de la escuela de George y de las tendencias fenomenológicas, pero ahora también de enfoques más antiguos de las «ciencias del espíritu», corrientes opuestas a aquel tipo de docencia, y en la discusión oficial en torno a las ciencias del espiritu apenas se reconoce ya nada de él. Pero hay que guardarse de subestimar su tenacidad: especialmente cuando la vieja escuela de Scherer y sus correspondientes concepciones musicológicas, con sus modestas exigencias intelectuales y sus «estudiantes para los exámenes» –que no tienen por qué carecer de aptitudes, y frecuentemente no son sino estudiantes forzados– quieren aligerar el trabajo. El que en un seminario de estética musical en el que participen exclusivamente estudiantes de musicología, apenas pueda demostrablemente suponerse a dos de cada 20 un conocimiento suficiente del «Tristán» y del «Sigfrido», es algo que habla por sí solo. Aun suponiendo que la orientación a las «ciencias del espíritu» ponga fin al exuberancia de material, seguirá siendo dudoso que el estudio de la musicología legitime al crítico. El valor y la necesidad de la más rigurosa formación histórica no pueden cuestionarse seriamente, y menos aún sobre la base de unas concepciones inclinadas a ver la autenticidad de las obras de arte musicales en comunicación con el puesto histórico del material. Pero la interpretación musicológica de la historia, incluida la orientada a las «ciencias del espíritu», suele realizarse, con abstracción de las normas artesanales inmanentes, a una distancia del sistema de requisitos de la obra y de la adecuación a los mismos que le da la apariencia de superioridad propia de la mirada que recorre épocas enteras, pero a cambio pierde de vista el aspecto concreto de las obras, solo en el cual puede hallarse la respuesta a la pregunta de si estas son buenas o malas. En lugar de ello se mueve entre conceptos relativos al estilo. Cómo se llegó de las tonalidades eclesiásticas a las tonalidades mayor y menor y al bajo continuo; de la suite a la sonata, de Beethoven al «romanticismo»: estas son sus cuestiones más comunes, y la historia de la música orientada a las ciencias del espíritu contempla cada obra solamente como representante de un estilo o como umbral de otra obra posterior, mientras que, con todo, la desacreditada filología representa, bien que con falso afán exegético, a la auténtica conciencia estética de la unicidad de cada obra de arte. Pues las mónadas del arte carecen realmente de ventanas, y las obras de arte solo por su incomparabilidad y su aislamiento unas de otras pueden entrar en la historia. A partir de una obra no se «desarrolla» otra; la obra perfecta deja una material transformado, e impone al autor posterior nuevas exigencias que se traban con las suyas propias, «subjetivas», en el momento de producir la obra nueva. Pero cuando se hace una mala simplificación de este proceso, cuando se lo desplaza de los centros técnicos –a la vez que supratécnicos– de las obras a su sucesión y a los «cambios de estilo», se pierde de vista justamente el único lugar en el que podría buscarse la calidad de la obra: su forma integral. Solo por las categorías de su perfección devienen históricas las obras: toda otra interpretación de su historia, aunque sea la «historia de un problema», es ajena a ellas y no percibe siquiera su «importancia» histórica, por no hablar de su valor. Esto se muestra de manera drástica en el vacuo aparato de conceptos estilísticos con que justamente en la musicología se ocultaron las cuestiones de la crítica actual. Clasicismo y romanticismo, individualismo y arte comunitario, música lúdica y música expresiva –a tantos conceptos, tantas confusiones–. Apenas puede acusarse de exageración a nadie que rechace la moda neoclasicista, que esperaba poder resistir la presión del siglo xix negando su patrimonio, es decir, el rango del material: que sostenga que estas modas del arte comunitario, que no importa a nadie, de la música lúdica, que aburre, y del estilo concertat, supuestamente riguroso y en verdad aleatorio, en el que no hay nada clásico fuera de las tríadas y las figuras, y nada nuevo fuera de las notas falsas arbitrariamente añadidas, han llegado a constituir buena parte de la crítica histórica de los estilos usual en la musicología. Esta crítica intentaba liberarse de su resentimiento por no haber sido capaz de seguir la verdadera evolución musical, y ello por buscar, con abstracción de la forma de la obra coherente y de la realidad social –y en aras del ideal de lo colectivo–, en el acervo histórico estilos ideales de composición objetiva que son incompatibles con el estado evolutivo del material, con las exigencias del compositor para producir una obra coherente y, sobre todo, con las condiciones sociales bajo las cuales existimos, por lo que solo desde la más tosca exterioridad, la de las notas falsas, podían ser actualizados. El que se les ocurriera entronizar la figura demoniaca-fraccionaria de Stravinski, próxima a Cocteau y a Picasso, pero que no tenía nada que ver con ningún antiguo maestro, como iniciadora del neoclasicimso supraindividual, quizá haya animado al autor de la La historia del soldado, pero revela la desorientación que sufre la crítica musical fundada meramente en la historia de los estilos cuando se enfrenta al fenómeno concreto –y a uno intelectual y técnicamente tan complejo como Stravisnki.
Siempre que estos miran demasiado lejos, su objeto desaparece en la vacía lejanía de las ideas generales de la época, mientras que los otros, los formados en los conservatorios, se mantienen suficientemente cerca del objeto, pero se estrellan una y otra vez sin remedio contra sus sólidos muros. Ello hace que la formación en los conservatorios, incluso la mejor, ya no sea suficiente para iniciarse en los requerimientos de la práctica actual de la composición. Pues hoy como ayer, las escuelas que son los conservatorios únicamente pueden plantear esta cuestión: «¿Qué puedo hacer conforme a la regla?». Pero la respuesta de Hans Schasen –«Fijad vosotros mismos la regla y seguidla»–, hace ya tiempo que no caracteriza a la situación extrema de un Wagner en relación con la composición, sino que es el a priori de todos los compositores. El compositor no se halla frente a un material sólidamente establecido, sino esencialmente transformado; no solo debe realizar el trabajo de la composición propiamente dicha, sino reinventar desde sí mismo –o al menos volver a producir– todo lo que antes recibió con los nombres de tonalidad, formas tradicionales y sonido tradicional. Pero el saber que los conservatorios transmiten necesariamente basta solo en la medida en que bastan el conjunto de medios establecidos y las reglas de que vienen provistos; donde solamente el contexto de la obra acabada decide sobre lo auténtico y lo falso y las reglas se vuelven inútiles, inútil se vuelve también el conservatorio y las disciplinas «preestablecidas» que en él se imparten de la armonía, el contrapunto, la fuga y la teoría de las formas; no es casual que una disciplina teórica hasta cierto punto a ellas equivalente como la instrumentación (no el mero estudio de los instrumentos), que solo se desarrolló como técnica en el siglo xix, esto es, en el contexto de las reglas que imponían por sí solas, no exista en absoluto. ¿Qué puede enseñar la teoría «general» de la armonía en los primeros actos del Tristán? Ella toma las notas armónicamente características –en el segundo compás, re sostenido y sol sostenido, y en el tercero, la sostenido– como mera alteración adicional y como retardo rápidamente resuelto para el acorde de cuarta de tercera del segundo intervalo y retardo para el acorde de séptima de dominante de la menor, pero el fenómeno que los acordes fa-si-re sostenido-sol sostenido y mi-sol sostenido-re-la sostenido, que revolucionaron toda la música, queda sin explicar; a lo sumo son interpretados contrapuntísticamente con referencia a la escala cromática, pero no armónicamente. Pero estos acordes mismos, y no el dudoso «para» algo que se les supone, deben explicarse; ellos son lo esencial, y sus resoluciones meros accidentes. La realidad de la obra de arte invierte la norma armónica, y esto no lo puede tolerar la teoría armónica escolástica mientras le interese mínimamente, aunque solo sea pedagógicamente, afirmar su pretensión normativa, por lo que se ve obligada a reinterpretar forzadamente lo principal como algo accesorio y a la inversa –pero, para salvar la norma trascendente a la obra, lo que hace es perder la norma inmanente a la obra como instancia crítica originaria–. Huelga decir que, a la vista de la música posterior –acaso con la excepción de Reger, cuya armonía constituye, por así decirlo, un ensayo de ejemplificación de la teoría funcional de Riemann– esta dificultad se agrava sin remedio. Pero quien componga, y lo haga seriamente, de otra manera que la meramente receptiva y escolar, apenas reparará en otra normatividad que aquella; que es tan inadecuada a toda la música moderna como la física causal newtoniana a la actual mecánica cuántica. Hoy ya no se es un «músico» si solo se sabe combinar acordes, pasar de una tonalidad a la siguiente con acordes de séptima disminuida, elaborar un contrapunto, responder al tema de una fuga e incluso escribir una aceptable composición como las de Palestrina; toda composición que aspire a alguna validez impone por sí sola al autor exigencias para cuyo cumplimiento las disciplinas tradicionales ciertamente le ofrecen los medios indispensables, pero que no pueden dominarse sobre la base de dichas disciplinas. Entre las reglas universales transmisibles y la práctica de la composición se ha producido una ruptura radical. Quien en su formación solo percibe los requerimientos de aquellas reglas, pero conoce las obras por un simple «análisis» normativamente no comprometido, en lugar de fijarse en la necesidad de su coherencia, tiene que quedar perplejo frente a la cuestión de la calidad. Si el musicólogo centrado en la historia de los estilos se inclina hacia una «política musical» de tesis que automáticamente piensa en corrientes, el formado en el conservatorio, o bien se rige por su «gusto», o bien valora las obras según normas que en verdad solo pueden cumplir una función meramente pedagógica; percibe las disonancias como notas falsas (o, más comúnmente, como «parodia», bajo cuyo concepto encierra sin más todo lo que encuentra extraño); celebra todo comienzo de fugato de «polifonía» incluso si al final no resulta tal y elogia a un compositor como dotado de una fuerza elemental para el ritmo cuando lo único que hace es acumular corcheas –con lo que demuestra su carencia de fantasía y su debilidad en lo que al ritmo se refiere. O bien habla con incurable ingenuidad, como el pequeño burgués, de excentricidades y afectaciones e incurre en el pedantismo ofensivo –en lugar de entrar resueltamente en la obra, juzga indulgente sobre la obra que, sea buena o mala, no ha escrutado–. ¿Qué críticos son capaces de mostrar con exactitud en una pieza no tonal lo que es, por ejemplo, armónico y lo que dentro de lo armónico es correcto o falso, forzado o logrado, auténtico o inauténtico? Y, sin embargo, esto se puede mostrar de forma tan clara e inequívoca como en la armonización de un coral. Pero la decisión sobre la validez objetiva de la obra nace solo del conocimiento de su coherencia inmanente; en la mónada de la obra puede decidirse el destino de esa obra siempre que la mirada crítica sea capaz penetrar suficientemente en ella. La decisión no puede tomarse anticipadamente desde fuera, atendiendo al estilo. Las cuestiones de estilo se resuelven en los aspectos centrales de la composición, no en una estimación distanciada. Esto lo sabe muy bien el músico en su ingenuidad, y su desconfianza hacia la soberanía del crítico versado tiene su motivo sin que sus ojos experimentados puedan por lo general corregirla.
Esta situación debe reconocerse en toda su crudeza si verdaderamente se desea corregirla. Todas las propuestas de mejora recuerdan que la crisis de la crítica musical viene marcada por el hecho fundamental y generalizado del extrañamiento, y que solo puede superarse con su desaparición. Algunos tienen la esperanza de que una nueva voluntad de comunicación bastaría para cambiarla. Con todo hay que decir, sin ignorar la importancia de una modificación realista de la conciencia, que no se trata tanto del extrañamiento existente entre críticos y compositores cuanto del existente entre crítica y composición, y que la inmediatez humana no puede por sí sola superar situaciones tan profundamente arraigadas en el proceso supraindividual de producción como la crisis de la crítica musical –y todo extrañamiento.
1935