Berg y Webern

La dimensión en que evoluciona el estilo de Arnold Schönberg es de profundidad más que de extensión. No es que alguna vez le haya faltado, como la caracterización de abstracto compositor programático quiere hacer creer, sustancia natural original. Al contrario: en ningún otro compositor vivo hay tanta abundancia de ella; en ningún otro ha aprovechado tan completamente la evolución musical todos los elementos del material de la música, melodía y armonía, contrapunto y construcción formal, composición y sonoridad instrumental, como en Schönberg. Pero al ser todos estos elementos utilizados y transformados desde un centro, estos se juntan e interpenetran de forma cambiante en un proceso de condensación que elimina sin contemplaciones cuanto de las posibilidades de composición queda al margen de la particular evolución del estilo de Schönberg, y ello sin disolverse completamente dichos elementos en su denso fluir. El cauce de esta corriente es inexorablemente estrecho, semejante a un desfiladero excavado en el llano de la producción musical. A cada fase dia­léctica de su evolución corresponden muy pocas obras, a menudo una sola; donde se le ofrece la posibilidad de hacer un tipo concreto de música, Schönberg se contenta con definir de forma ejemplar sus contornos y traducirlos a la práctica para al punto abordar la nueva cuestión técnica que le plantean. Planes de obras enteras perfectamente trazados, desaparecen cuando la idea original de la pieza correspondiente ya ha sido realizada; de ahí que un quinteto con piano, y sobre todo una segunda gran sinfonía de cámara, quedaran incompletos. Ello adjudica desde el principio a las obras de los discípulos funciones incomparablemente más importantes que las que les cupo a las de los epígonos de Wagner, que no habían añadido nada nuevo a la obra extensiva y abundante en repeticiones de su maestro. Pero en el caso de Schönberg, las obras de los discípulos constituyen necesariamente un muestrario que presenta la comunicación de su obra con la historia de la música en toda su amplitud. Ello indica, por un lado, su rigurosa coordinación con la obra del maestro, a la que ellos deben no una vaga diversidad de estilo y de medios técnicos, sino la posición exacta del estado del conocimiento; y, por otro lado, la exigencia de máxima independencia, solo con la cual pueden realizar concretamente lo que Schönberg presenta y concibe como posibilidad, que solo puede afirmarse en las líneas de su proyecto cuando el plan del proyecto adquiere sustancia propia.

No es así sorprendente que con esta doble norma: la de la máxima fidelidad de los discípulos y la de su resuelta independencia, muy pocos pudieran perseverar. Mientras el pedagogo Schönberg influía en la reproducción musical en una medida apenas hoy estimable y formaba a toda una generación de directores, muy pocos de sus discípulos continuaban siendo compositores; a los demás les desanimaba el ejemplo del maestro, de quien circulaba la declaración de que no quería «educar peniques». Quedan principalmente Berg y Webern, ambos solo unos diez años más jóvenes que Schönberg, ambos vinculados a él de por vida, ambos al mismo tiempo, y en el sentido más estricto, discípulos y compositores autónomos. Y si de los de su generación añadimos a Horowitz y, dentro de un círculo más amplio, a Jemnitz, y de la generación más joven a Eisler y últimamente a Zillig y Skalkottas, agotamos el número de discípulos de Schönberg considerados seriamente como compositores. Todos ellos comienzan en estrecha comunicación con Schönberg, y no alcanzan su independencia separándose de él en el estilo, sino satisfaciendo, sin pensar en su «personalidad», las exigencias derivadas de la comunicación técnica con el maestro.

Berg y Webern definen los polos extremos del ámbito schönbergiano. Ambos se forman en obras concretas del maestro, cuyo círculo de problemas amplían en su ámbito específico de composición: Berg en la sinfonía de cámara, Webern en el estilo «disuelto» del op. 11 al op. 20; y hay que decir que la forma de las piezas «breves», dado que ese estilo se lo encuentra en el Schönberg de la obra para piano op. 19 y en los Herzgewächse, en pura lógica la habría creado Webern antes que Schönberg; lo cual, por lo demás, nada esencial demuestra, pues la tarea técnica de este estilo viene ya formulada en la última pieza para piano del op. 11, mientras que, a la inversa, también en obras tempranas de Webern, como el doble canon Entflieht auf leichten Kähnen, todavía en la tonalidad «perifrástica», se encuentra el pianissimo weberniano, lo delicado, flotante, monológicamente sosegado. Para llegara a comprender en lo esencial los estilos de Webern y Berg conviene no empezar por el asunto de la independencia. Pues la independencia no reside en la superficie del estilo, sino en la sustancia más secreta de la composición; la homogeneidad del estilo que impera en Schönberg, Berg y Webern no es tanto dependencia de escuela cuanto exigencia de un estado del conocimiento que prescribe la configuración radical de todos los elementos de la composición, y en cuya configuración las características del «estilo» se aproximan unas a otras. Tanto Berg como Webern ofrecen comentarios a la evolución de Schönberg, a través de los cuales esta se afianza en la totalidad histórica: Berg conecta a Schönberg, por así decirlo, a posteriori, por un lado con Mahler, y por otro con el gran drama musical, y lo legitima desde esa conexión; Webern lleva el subjetivismo schönbergiano, que a partir de Pierrot el maestro empieza a disolver en un juego irónico, hasta las últimas consecuencias, y es el único que constituye un expresionismo musical en el sentido más estricto, un expresionismo que lleva hasta un punto en que lo invierte desde sí mismo en una nueva objetividad. Pero ambos excursos no permanecen ligados a la obra del maestro; en su pura ejecución se muestra la sustancia original del comentador, del mismo modo que en los grandes comentarios de textos filosóficos, los de Platón y Aristóteles, por ejemplo, en cada nuevo comentario se manifiesta, en el material textual, la conciencia nueva y diferente del comentador.

El op. 1 de Berg, la Sonata para piano –que se compone de un solo tiempo sin recoger el esquema de varios movimientos– parece en una primera impresión un parergon de la sinfonía de cámara schönbergiana. La melodía y la armonía de cuartas, la función constructiva de la escala de tonos enteros, e incluso un tema (el «tema de transición») lo indican claramente; aún mas profunda es la relación de la construcción interna de la pieza con la sinfonía de cámara; una y otra vez expone breves «modelos» y cobra su extensión superponiendo brevísimas variaciones de los modelos; de ese modo, la forma sonata es atravesada por la forma variación, y el principio del desarrollo adquiere comple­ta primacía en la sonata. No obstante, aquí las diferencias son ya claras. No solo por una cierta delicadeza de la armonía, que bastantes veces refiere los acordes de tonos enteros a grandes acordes de novena y, en general, dota al acorde de novena de un significado que nunca Schönberg le atribuyó, recordando así a Debussy, a Skriabin, y hasta a Reger. Esta delicadeza de la armonía, que en ocasiones adquiere francamente el tono erótico del Tristán, no es accidental. Es fruto de una armonía esencialmente cromática de dominante que no impone la independencia de los grados conjuntos tan resueltamente como lo hace Schönberg, sino que refiere los nuevos acordes a un continuo de nota sensible o de transición de tipo wagneriano. Esto se aprecia aún más claramente en los tres primeros lieder del op. 2, de construcción menos rigurosa que la Sonata. Es cierto que posteriormente la armonía de Berg se emancipó por completo de la oculta coerción de la tónica y la dominante. Pero en él se anuncia un aspecto esencial: podría denominarse el principio infinitesimal de Berg, el principio de la transición mínima. Mientras que en Schönberg el principio de la «conformación» incesantemente cambiante y contrastante encierra en su origen mismo un principio de construcción que domina incluso en las transformaciones motívicas y en las transiciones de la Sinfonía de cámara, en Berg tiene originalmente la primacía el principio de transición, de una transición imperceptible, y los residuos de armonía cadencial-tonal que su música contiene hasta hoy no son sino indicios de este principio. Las unidades de que su música se compone son, podría decirse, infinitamente pequeñas, y como infinitamente pequeñas pueden ser transformadas unas en otras a voluntad; sus diferencias son despreciables: así, la música de Berg es como un ser que se desarrolla al modo de la planta. Su esquema es el del organismo, mientras que en Schönberg el ser orgánico queda desde el principio dialécticamente paralizado por el motivo de la construcción. Este ser «orgánico» en la música de Berg es lo que conecta al compositor con el siglo xix y el romanticismo; su misión consistía en ir poco a poco clarificándolo, concebirlo tectónicamente, sin desterrar de él a la naturaleza, que en él se presenta originariamente oscura, amorfa, de desarrollo inconsciente y semejante al sueño. Todo esto no es ajeno a Schönberg; La espera tiene bastante de ello, y ambos convergen aquí con elementos del psicoanálisis, que no por casualidad nació en la ciudad de Schönberg y Berg. Pero en Berg todo esto es adialéctico, pasivo, casi se diría que más schubertiano, que en Schönberg, y por eso, más que superado por una dinámica enérgica, es sublimado en un conocimiento progresivo. Cuya primera etapa es el Cuarteto op. 3. Armónicamente más independiente de la nota de transición que la Sonata, temáticamente más disuelto y también libre de secuencias por efecto de la incesante variación, desarrolla de forma imprevista el principio de la transición mínima mediante la ingeniosa división de los motivos: a menudo los temas quedan reducidos a una nota única que los conecta con la siguiente unidad motívica; el «resto» temático resultante de esta reducción, introducido en cada transición, es el medio formal primordial; también la construcción formal del todo se atiene constantemente, repitiéndose en el procedimiento reductor, a ciertos complejos armónicos, en vez de introducir incesantemente, como hace Schönberg, cursos nuevos. Si en los primeros trabajos lo que une es el intervalo de semitono, la nota de transición como unidad mínima, lo que aquí une es la partícula motívica. La intención de la unidad motívica mínima conducirá luego, en las piezas para clarinete y piano, a un empequeñecimiento del espacio formal mismo: Berg se aproxima en apariencia a la miniatura expresiva de Webern. Pero solo en apariencia: pues las miniaturas de Webern tienen su razón formal en la unicidad de todo lo motívico, mientras que Berg se atiene, también en las piezas para clarinete, al principio de la transición motívica, estableciendo así una dinámica que pide formas mayores porque en ella lo particular motívico nunca tiene el carácter de lo definitivo que Webern le otorga. Así no puede sorprendernos que ya la obra siguiente, los lieder de Altenberg, se ocupe con tipos formales preexistentes: que el camino de Berg, que una vez se cruzó con el de Webern, siga ahora un curso completamente distinto. En los lieder de Altenberg hay ya una passacaglia que anticipa principios formales del Wozzeck. Al mismo tiempo, Berg conquista aquí la gran orquesta. Las Tres piezas para orquesta dedicadas a Schönberg que luego compuso, una de las obras capitales de Berg y aún no debidamente conocida, muestran ya su plena maestría orquestal. En ellas se produce el choque productivo de Berg con Mahler. El despliegue sinfónico de Mahler, la concentración de grupos de metal y la riqueza coral de los instrumentos de viento de madera son aspectos perceptibles, como también la particularidad rítmica de los motivos; pero todo esto es transferido a una armonía desembarazada, multitonal, y a un estilo polífono, cuya abundancia no tiene igual ni en Schönberg. El modo de proceder específico de Berg, la construcción con partículas mínimas y en transiciones mínimas, queda aquí plenamente salvaguardado; el preludio está ya todo él compuesto en el modo cancrizante, como más tarde el Adagio del Concierto de cámara. El final, una marcha cuya polifonía de acordes no tiene igual, es sencillamente grandiosa. La pieza intermedia –compuesta en último lugar–, una «ronda» en el sentido de los scherzi mahlerianos, muestra ya una cierto relajamiento del patrón sonoro, que luego se organizará en el Wozzeck hasta adquirir perfecta transparencia. En el Wozzeck, el peso relativo de los elementos formales de Berg queda perfectamente determinado en virtud de una concepción original y central. La abundancia ciega, inconsciente y vegetal es obligada: está aquí al servicio de una representación de la ciega e inconsciente esencia humana; el folclor mahleriano, que estaba en conflicto con la libre atonalidad, se convierte, igualmente bajo el dictado de la idea dramática, en un folclor infernal, onírico, que solo el carácter disonante de la armonía y el forte amortiguado de la orquesta revelan su verdadero tono; el impulso psicológico de la música de Berg y el rigor de su construcción se unen en la forma dramática, en la cual cada momento psicológicamente implicado quiere ser único e irrepetible, al tiempo que la totalidad está enteramente construida: una suite, una severa sinfonía con el poderoso Scherzo de la escena de la taberna, una sucesión de cinco «invenciones» que llevan cada una al primer plano un momento de técnica de composición –todo esto constituye la forma musical del Wozzeck, a la que también se suman contextos de leitmotiv y merced al arte desinhibido de la variación tiene la libertad de seguir el instante dramático a voluntad. De manera completamente orgánica se integran formas musicales como la fuga, la passacaglia, el lied y la marcha. No es este el lugar para describir su entero desarrollo. Sobre el desarrollo del Wozzeck decide su tono: la voz del hombre orpimido, cautivo en su oscuro mundo onírico, que hundiéndose sin esperanza clama por la transformación de la existencia humana. Después de la ópera, que hasta el día verdaderamente la pieza maestra de la producción dramática de la nueva música, Berg vuelve al terreno de la música instrumental. En el Concierto de cámara, los resultados constructivos del Wozzeck son transferidos a una idea que consiste en un juego: las variaciones para piano e instrumentos de viento comienzan, a ellas responde el Adagio cancrizante simétrico que ejecuta el violín, y ambas partes en contrapunto hacen el rondó final. Las grandes dimensiones se dominan soberanamente; aun la más atrevida combinatoria guarda su transparencia, y la profundidad expresiva del Wozzeck se hace instrumentalmente fecunda. Y aún más en la Suite lírica para cuarteto de cuerda, lo más íntimo y denso que Berg hasta hoy ha compuesto. También ella tiene su propia idea formal: el despliegue de los extremos. Consta de tres pares de movimientos: los dos primeros, Allegretto y Andantino, aún bastante cerca uno del otro en delicadeza lírica, y los siguientes, el fugitivo y susurrante Allegro y el apasionado Adagio, aumentan de constraste, y los últimos llevan a la catástrofe en un Presto demoniaco y un desconsolado Largo que, tras su última entrada continúa sin fin. A la construcción expresiva corresponde la construcción material, que toma sus contrastes de la técnica dodecafónica y de la composición libre. Profundamente significativo es en Berg el que la técnica dodecafónica de la última pieza deje resueltamente espacio a una cita del Tristán con la que Berg una vez más invoca su propio origen. La Suite sobrepuja en concentración y sustancia temática incluso al Wozzeck, y se muestra segura del resultado más inmediato. A la Suite le sigue como obra dodecafónica pura el aria de El vino de Baudelaire. Actualmente trabaja Berg en una segunda gran ópera, de nuevo basada un gran original literario: Lulu, de Wedekind. Esta ópera se desarrolla a partir de una única serie dodecafónica y sus derivados.

Al igual que Berg, Webern parte del Schönberg anterior. Mas no del artista de la variación de la Sinfonía de cámara, sino del armonizador de su anterior música vocal con su riqueza de grados. Si Berg transfiere la técnica schönbergiana del motivo a la armonía cadenciada, Webern toma de Schönberg justamente la perífrasis o evitación de la cadencia. Por eso tampoco existe en él la dinámica bergiana, sino que sus obras parecen mónadas sin ventanas; no por caso emplean casi siempre, especialmente las maduras, el pianissimo como matiz dinámico básico. Ya el op. 1, la Passacaglia, es así una pieza maestra; el Coro op. 2 sublima la técnica de Paz en la Tierra de Schönberg en flotante sonido etéreo. Los Lieder de George op. 3, con una tonalidad completamente oculta en segundo plano, guardan una relación pareja con los Lieder de George de Schönberg; disuelven su contornos en arabescos y en el movimiento incorpóreo del piano muestran a Webern con toda explicitud. El siguiente ciclo, op. 4, igualmente de George, con el magnífico Welt der gestalten lang lebewohl es algo más material: de ahí que se produzca en él la irrupción armónica y el perfilado característico de la línea de la voz. De las Cinco piezas para cuarteto de cuerda, op. 5, la primera invita a la comparación con la Sonata para piano de Berg. Es un movimiento de sonata y, como todo el opus; construida de forma estrictamente temática. Pero, mientras que en Berg la construcción se representa y une las partes, aquí se oculta; la técnica de la variación se maneja desde el principio de manera tal que el oído apenas pueda percibir directamente relaciones motívicas, pues asume una producción temática fresca e ininterrumpida cuya organización temática se despliegue de manera imperceptible para el oyente. Por eso son las dimensiones incomparablemente más pequeñas; el movimiento entero consta de apenas 50 compases, el sonido «normal» de cuarteto es dispersado en sus extremos: pizzicati, armónicos de cuerda y efectos col legno, y así destruido; los temas quedan fragmentados en partículas, pero no como las bergianas, superpuestas en grandes planos, sino cada una en sí única, necesaria y definitiva. En las cuatro piezas siguientes, la forma se contrae a la miniatura. También ellas conocen –como las Piezas para orquesta op. 16 de Schönberg– el trabajo motívico, pero ya no permiten ninguna estructura externa de la forma en el sentido tradicional. Incluso la forma de lied se encuentra apenas aludida. Ellas conforman ya la miniatura expresionista, a la que Webern permaneció fiel durante mucho tiempo. Esto se aprecia ya claramente en las Seis piezas para orquesta op. 6 –con la estremecedora marcha fúnebre en la que Webern coincide por una vez, a su manera, con Mahler. El grupo siguiente de obras es completamente atemático, como la La espera de Schönberg; se queda en las dimensiones más pequeñas; desustancializa el material hasta quedar solo el hálito, el suspiro; en las Piezas para violín y piano op. 7 hay todavía con ciertos contextos melódicos; y de la forma más consecuente en la asombrosa magnitud de lo mínimo en las Bagatelas para cuarteto de cuerda op. 9 y las Piezas para orquesta op. 10, que en una delicadeza crepuscular los tonos dispares tan solo se tocan ligeramente y subordinan monológicamente la música a la interioridad solitaria; pero en cuya hechura adquieren tal pureza de intuición, que la música más alislada, paradójica, tiene poder de penetración. En las Piezas para violonchelo op. 11, punto de inflexión de la evolución de Webern, la música se reduce al punto, pierde su extensión temporal. Desde ese punto se alza vivaz: apoyada en la palabra poética, que es lo único que aquí puede darle continuidad. Los Lieder con piano op. 12 muestran a veces, por lo demás, ligaduras de una rara sencillez; su sencillez y su fuerza expresiva es como el dulzor que dejan escapar los arrugados frutos de las obras instrumentales precedentes. En los Lieder de cámara op. 14 se produce el encuentro de Webern con el poeta Trakl, al que como ningún otro es afín, aunque aventaja al poeta del yo abandonado y sin eco por la fuerza de la objetivación formadora con que vence la soledad dándole forma acabada. El último lied concluye con las palabras «Strahlender Arme Erbarmen / umfängt ein brechendes Herz»1 –nada podría caracterizar más verdaderamente el tono de la música de Webern, que se inclina hacia el abismo de la tristeza para en una caída sin fin guardar la esperanza–. Este ser kierkegaardiano de Webern –kierkegaardiano a pesar de su catolicidad, ya que también a Karl Kraus, el ejemplarmente único, le debe algo esencial– produjo después de la lírica de los Lieder sobre Trakl, que hasta hoy posiblemente sea la más perfecta, un grupo de composiciones religiosas cuya interioridad lo distingue de la música sacra oficial tanto como el fiel radicalismo del estilo, que a pesar de los textos latinos se despliega sin ninguna inclinación arcaica, sin la ficción de una comunidad que canta. Los Cinco Lieder religiosos para voz y cinco instrumentos solistas op. 15 constituyen la obra principal del grupo. En dos ciclos vocales extraordinariamente difíciles: tres Lieder para voz, clarinete en mi bemol y guitarra op. 18 y dos Lieder corales con acompañamiento de cámara sobre textos de Goethe op. 19, la voluntad constructiva de Webern encuentra la técnica dodecafónica. Son difíciles en un doble sentido: para la ejecución, por los grandes intervalos que la técnica dodecafónica de Webern emplea, y para el compositor, porque este se enfrenta a la tarea de afirmar su estilo disuelto, que prescinde de todo apoyo en la superficie de la composición, que no conoce ninguna secuencia, y en general ninguna repetición rítmica, frente a las exigencias de la técnica dodecafónica. Pero lo consiguió: solo el análisis del conocedor, no la impresión acústica permite distinguir las obras dodecafónicas de Webern de las anteriores: por así decirlo, Weber ha llenado la grieta que separa el modo de proceder libre y el dodecafónico, y que la dialéctica de Schönberg había abierto. En el momento en que dispone libremente de la técnica dodecafónica –libremente en el sentido de su expresión personal–, Webern retorna a la música instrumental, y por vez primera desde el op. 1 vuelve a ocuparse con dimensiones mayores, que la técnica dodecafónica le permite emplear, sin que el carácter definitivo del acontecer motívico particular sufra la menor merma. El Trío de cuerda en dos movimientos op. 20, una pieza maestra de la nueva música, se empareja en cierto respecto con la Suite lírica de Berg. Si en esta Berg emuló la delicadeza weberniana del sonido, el expressivo weberniano de lo particular, Webern ha adquirido una habilidad para emplear la forma extendida equivalente a la de Berg. De ese modo, en la cumbre de su carrera de compositores, ambos maestros se aproximan uno a otro como lo hicieron originariamente, y muestran el contenido objetivo de verdad de un estilo que las determinaciones de las diferencias individuales no disuelven. La obra comienza con un movimiento más lento, en sí más móvil, de delicada fluencia; el finale tiene carácter de sonata, y termina fundiendo por completo el esquema de sonata en la expresión de la libertad subjetiva sin renunciar ni al más tenue de sus rasgos: prototipo de lo que sería una sonata actual y aceptada. La utilización soberana del material conducirá luego, en la Sinfonía op. 21, a una asombrosa simplificación del estilo entero. Esta sinfonía solo lo es en un sentido impropio: por el –pequeño– aparato orquestal y cierta orientación objetiva del todo, que contrasta con la técnica expresionista de Webern, pero sin extrañar su origen en ella. El primer movimiento es un sumamente ingenioso doble canon; el segundo emplea variaciones sobre un tema delicado, relajado, que se juntan y se simplifican en combinaciones desconcertantes y hasta generan indirectamente repeticiones de grupos. La obra entera llega a producir, con los medios más complicados, una impresión de absoluta naturalidad, de fluidez natural. Las dimensiones son muy escasas. Una nueva y extensa obra, un cuarteto de escogida composición camerística es la última hasta ahora de esta producción.

Tal ha sido la evolución de estos dos maestros comprables. En el estricto desempeño de su tarea como compositores, los discípulos de Schönberg han sido herederos suyos que recibieron lo que poseen y encauzaron su herencia hacia una meta oscura, apenas entrevista y, sin embargo, segura, que es la meta de toda música. La consumación de la historia de la música no está en mejores manos que las suyas.

1930

1 Brazos radiantes rodean un corazón que se parte [N. del T.].