¿Qué pensaba Hermann Bremer cuando se volvió a meter en la cama de Lena Brücker? ¿Tenía miedo?
¿Remordimientos? ¿Dudas? ¿Pensaba soy un traidor, un cerdo con mis camaradas? Con cada vuelta que daba el segundero en la esfera luminosa de su reloj, se iba alejando, la cabeza apoyada en el hombro de Lena Brücker, de la tropa, abandonaba a sus camaradas, que en aquel momento estaban subiendo a los camiones, los motores se ponían en marcha, una sacudida, aquel pestazo a gasóleo, esperaban agachados en la superficie de carga. El teniente miraba —como Bremer— el reloj, había que esperar un poco más, los soldados estaban allí sentados, mudos, unos fumaban, otros dormían, la lona de campaña sobre la cabeza: hombres de la Volkssturm, soldados de Marina, los dos músicos militares, hacía frío y seguía lloviendo. El teniente levantó el brazo en el aire, subió al primer camión. Los cuatro camiones se pusieron en movimiento, en dirección a los puentes del Elba, a Harburg, a Buchholz. Allí niños, mujeres y viejos ya habían cavado trincheras, trincheras que un par de años más tarde recorrería yo con otros niños. Con una pala sacamos un poco de la tierra que se había desprendido de los bordes y encontramos ollas abolladas, cantimploras, cascos de acero oxidados, cartuchos, bayonetas, de vez en cuando una carabina. Georg Hüller incluso encontró en una ocasión una MG42, la sierra de Hitler y, en otra, una cruz de hierro roñosa salvo el filo plateado. No tenía restos de uniforme, tampoco había rastro de ningún esqueleto. La condecoración estaba entre hebillas de cinturón oxidadas, ganchos de carabina, máscaras antigás, cartuchos y cantimploras de las que goteaba un líquido parduzco que recordaba al té. Despojos de una guerra que se acercaba a su fin. En esta, como en otras líneas, ya no se iba a librar la lucha final, una refriega, una, dos escaramuzas, y luego los alemanes, cuyas unidades hacía tiempo que habían dejado de existir, se replegarían.
Pero Bremer no lo podía saber. Bremer tenía miedo; tenía miedo de quedarse en casa de Lena Brücker y tenía miedo de marchar al frente. Debía elegir: desertar y posiblemente ser llevado al paredón por su propia gente, o ir al frente y acabar destrozado por un tanque inglés. En ambas alternativas tan solo contaba una cosa: salir ileso. Pero ¿cuál ofrecía mayores posibilidades? Esa era la cuestión, y la búsqueda de una respuesta no lo dejaba tranquilo ni siquiera en la cama.
Dos semanas antes, cuando había terminado su permiso en Braunschweig y regresaba a Kiel, se había detenido justamente en Plön. Allí se había presentado en la comandancia para mostrar sus papeles. Para sobrevivir a la guerra, y más en su fase final, en la que todo se disolvía, resultaba cada vez más importante cuidar las formas burocráticas. Era necesario acreditar cuándo, cómo y adónde iba uno para no caer en manos de cualquier consejo de guerra itinerante. Se le asignó alojamiento en el gimnasio de una escuela, en el que se había instalado un cuartel general de división. Por la mañana temprano le habían despertado voces, órdenes, botas claveteadas que marchaban por el corredor. Había cogido sus cosas de afeitar y salido al corredor. Aquel olor a escuela le resultaba desagradable, un olor a cera para suelos, sudor y miedo. En el corredor le salieron al paso tres soldados; dos llevaban fusiles, el del medio, un hombre joven, de unos dieciocho o diecinueve años, tenía las manos a la espalda, y —algo que llamó la atención de Bremer enseguida— el joven no llevaba el uniforme correctamente abrochado y tenía una brizna de paja en el pelo despeinado. Los tres vinieron hacia él, ninguno de los tres, simples soldados, hizo el intento de apartarse ante él, un contramaestre, con el rango de un sargento primero, de modo que se vio obligado a aplastarse contra la pared para dejarlos pasar. El hombre, no, el joven de en medio miró al suelo al pasar a su lado, como si buscara algo, cuando llegó a la altura de Bremer levantó la cabeza y lo miró, una mirada tan solo, sin miedo, sin horror, no, una mirada que parecía absorberle a él, a Bremer, en toda regla, luego el joven volvió a hundir los ojos, como si tuviese que estar atento para no tropezarse. Tenía las manos sujetas a la espalda con esposas. Mientras Bremer se lavaba bajo un grifo demasiado bajo para él, pues estaba hecho para niños, pensaba van a acabar con él —y también conmigo—. Al cabo de un rato, acuclillado en la letrina, oyó la descarga.
En su cabeza, que reposaba en el blando hombro de Lena Brücker, las preguntas daban vueltas: ¿quedarse tumbado o levantarse? No debería intentar partir a toda prisa en el último, en el ultimísimo momento, no porque pensase en su juramento a la bandera, porque considerase indigno desaparecer sin más, sino porque sopesaba sus posibilidades de sobrevivir si se quedaba y esperaba aquí a que la guerra terminase, o combatía en el campo, en cualquier lugar de Lüneburg, del lado de los bosquecillos, y se dejaba coger prisionero por los ingleses, lo que, como había oído, era mucho más difícil de lo que parecía. Se pasa de un sistema de organización a otro, opuesto. Y esto provocaba fácilmente malentendidos, a veces mortales. ¿O tal vez debería esperar aquí el final de la guerra, con la amenaza de ser descubierto y fusilado? Porque, pasase lo que pasase, a partir de ese momento dependía de aquella mujer, a la que hacía apenas un par de horas que conocía.
Hacia mediodía lo despertó un dolor de cabeza. Se aseó en el lavabo del baño y durante un buen rato tuvo la cabeza bajo el agua fría. Se puso el uniforme. Se contempló en el espejo, la cinta de la cruz de hierro de segunda clase, la medalla de Narvik y la insignia ecuestre de plata. Pensó que, si lo descubrían, aquello ya no le serviría de ayuda. Había hecho algo definitivo, esto es, en rigor no había hecho nada. He tomado una dirección y no puedo volverme atrás en este ático. No podría abandonarlo hasta que los ingleses tomaran la ciudad. De pie junto a la ventana de la cocina, miraba abajo a través de las cortinas. Allí había una calle tranquila y estrecha, sin nada de verde, y, atravesándola, un callejón. De vez en cuando veía pasar mujeres con barreños vacíos bajando por la calle; cuando regresaban, el agua rebosaba de los barreños. En aquella calle debía haber una boca de riego. En una ocasión cruzó un soldado mayor, un miembro del Landwehr, con polainas sobre los borceguíes, del cinturón colgaba el zurrón y la cantimplora, iba arrastrando los pies, encorvado, pies planos y torcidos hacia dentro. A la espalda llevaba una carabina vetusta, si Bremer no se equivocaba, una carabina polaca. Un capitán se dirigía hacia él, y los dos se encontraron en medio de la calle. El miliciano levantó un poco la mano, ni siquiera hasta la gorra, con un gesto desganado que apenas insinuaba lo que debía ser un saludo militar. Y el capitán, envuelto en un largo abrigo gris de talle ceñido, probablemente hecho por un sastre de uniformes, no reconvino a aquel hombre, no le dijo: Soldado, haga el favor de cuadrarse correctamente, la mano se lleva recta al borde de la gorra, tocándola ligeramente, con el canto de la mano formando un ángulo de 70 grados, etcétera, no, el capitán pasó a su lado y se limitó a hacerle un gesto con la cabeza. En la mano derecha llevaba una bolsa de la compra con patatas. Un capitán que llevaba una bolsa con patatas por la calle —no había duda: la guerra estaba perdida.
Qué tranquila estaba la ciudad. A veces escuchaba voces. Niños que jugaban. Y, de vez en cuando, a lo lejos, fuego de artillería. Allí, en el suroeste, estaba el frente. Entonces descubrió a la mujer. Estaba de pie a la entrada de una casa, una mujer joven con un abrigo marrón. Lo llamativo en ella eran las medias de seda claras, algo raro de ver tras seis años de guerra. Medias de seda color carne. Bremer recorrió la casa, examinó el armario del salón, madera de abedul bruñida, la parte central con cristales parduzcos emplomados. En el armario había algunos vasos de vino de cristal tallado, color rojo borgoña. Una mesa con sillas recubiertas de un barniz oscuro. Los muebles hubieran podido estar en cualquier vivienda grande y cara. En un revistero de madera había varias revistas. Las hojeó, vio las fotografías de acontecimientos que se remontaban a meses, años atrás. Tanques a las puertas de Moscú. El teniente-capitán Prien con la cruz de caballero al cuello. Sauerbruch visita un hospital de guerra. Bremer encontró un crucigrama y comenzó a resolverlo. De vez en cuando se volvía a levantar y miraba a la calle. La mujer aún estaba allí. Los niños pasaban corriendo, y constantemente mujeres con barreños de agua, tanto vacíos como llenos. De tarde en tarde un hombre, una vez un cabo en bicicleta, probablemente un mensajero. Después de una hora, la mujer se marchó. Una vieja y una joven empujaban una carreta llena de trozos de madera astillados. Bremer leía una noticia sobre el Afrikakorps. La revista era de hacía tres años. Una noticia de un mundo lejano. Soldados alemanes freían huevos al sol africano en la plancha de acero de sus tanques. Una foto mostraba al general Rommel bajo unas palmeras. Tropas alemanas iniciando la marcha hacia el canal de Suez. John Bull contuso, decía el pie de una de las fotos. Un soldado inglés herido al que venda un enfermero alemán. Al fondo, un tanque destruido, de cuya escotilla sale un humo oscuro. Ahora John Bull estará en el Elba, pensó Bremer.
Escuchó el ruido de un motor y corrió a la ventana. Abajo, a ritmo muy lento, pasaba un coche-cubo. En el coche iban sentados tres soldados de las SS. El vehículo se detuvo. El conductor hizo una seña a una mujer y se dirigió a ella. La mujer señalaba aquí y allá. Y entonces lo hizo en dirección a la casa en cuyo piso superior, detrás de la ventana, se encontraba él. El coche-cubo retrocedió lentamente. Fue el momento en el que, presa del pánico, como le contó más tarde a Lena Brücker, casi se tira por la ventana. Se preguntó horrorizado si la casa tendría una salida trasera, aunque a lo mejor los de las SS ya estaban subiendo las escaleras cuando él bajase corriendo. Así se le ocurrió la descabellada idea de huir por la buhardilla para salir al tejado por un tragaluz y quedarse allí tumbado con los pies apoyados en el canalón. Y a todas estas agitadas reflexiones que le bullían en la cabeza se unió otra, una sospecha, la más loca de todas, pero que ahora que estaba allí, manifestándose en toda su locura, era en realidad la más evidente, ella le había denunciado a la policía, por miedo, por un miedo mortal, pues quien ocultase a un desertor era fusilado o ahorcado. O también había pensado que alguien le había visto subir por la noche con ella, alguien que no podía dormir y que, como él antes, había estado mirando por la ventana. Recordaba a una mujer, de pie junto a la ventana y con la mirada fija en la calle nocturna, y se vio entrando en la casa con Lena cubiertos por la lona. Escuchó tras la puerta. Unos pasos recelosos hacían crujir las escaleras de la casa. No, en la escalera todo estaba tranquilo. Solo abajo, muy lejos, se podían escuchar algunas voces. Así estuvo un buen rato, y como nada se movía, nada se escuchaba, se fue calmando y se pudo tranquilizar pensando que había sido una casualidad que aquella mujer señalase en dirección a la casa. Volvió de nuevo a la ventana de la cocina. De vez en cuando veía mujeres y niños con los barreños, peatones. Y a lo lejos, procedente de la Wexstrasse, oyó el motor de un camión del ejército.
De madrugada, Lena Brücker había hecho una seña a uno de esos camiones. El vehículo se detuvo, en la cabina iban sentados dos soldados de la Luftwaffe y, en medio de ellos, una mujer. ¿Adónde? A Eimsbüttel. Sube y ponte cómoda, dijo el conductor. Lena Brücker subió. Nada más arrancar el camión, comenzó un ir y venir de manos en busca del roce; el copiloto, un cabo, magreaba a la mujer y su mano desapareció bajo la falda de esta, cuya mano derecha acariciaba con gesto algo mecánico el muslo del cabo, esa tela basta de uniforme de un horrible color gris, mientras la izquierda se perdía en la bragueta abierta del conductor, que, cuando no tenía que cambiar de marcha, se ponía también a trajinar bajo la falda, y cuando el cabo, sin mirar, tocó con la mano derecha la rodilla de Lena Brücker, esta le agarró por la muñeca y le dijo: No quiero. Los tres se pararon a la vez, solo un momento, sonriendo y comprensivos, sin malos gestos ni reproches, el copiloto y la mujer miraron a Lena Brücker y continuaron con lo suyo. Una risa entrecortada, jadeos, gritos. No dejaba de pensar: Ojalá no se estampe contra una farola, conducía despacio, pero con bastante brusquedad. Pero hasta se desvió y, como un taxi, me dejó delante del negociado.
La señora Brücker se echó a reír, dejando un momento el punto en su regazo.
Bah, dijo, a ese respecto, yo no era una mojigata, pero sí un poco mirada. No me faltaban ofertas. Pero, dijo la señora Brücker, aquellos tipos eran tan burdos y directos, enseguida te echaban mano, o tenían un olor que no me gustaba, por entonces los hombres olían más fuerte, de verdad, a tabaco barato, comida fría y sebo, había poco jabón. O te echaban una mirada como los granujas del vecindario. Yo estaba libre. Mi marido, lejos. No tenía que preguntar a nadie, no tenía que dar cuentas a nadie, únicamente a mí. Pero en esos seis años solo una vez estuve con un hombre. Fue en la Nochevieja del 43. Se habían reunido unos cuantos del negociado, muchas mujeres y también el par de hombres que estaban libres del servicio. Ella había estado bailando mucho tiempo con uno que estaba encargado del reparto de harina. Un buen bailarín, que sabía bailar el vals a derecha e izquierda, que la cogía con firmeza y seguridad, aunque ya estaba un poco mareada, por lo que podía echarse bien hacia atrás y dejar caer la cabeza. Hasta que el hombre no pudo más y empezó a jadear. A las doce todos brindaron, y alguien gritó: ¡Por un Año Nuevo feliz y lleno de paz! Luego había bailado varias veces más con aquel hombre, lento y bien juntos, aunque ella hubiera preferido algo más rápido. Pero él ya no podía más, tenía asma. Y entonces ella se había ido con él a su casa, una pequeña vivienda provisional. Habían bombardeado la suya, y su mujer con los cuatro niños habían sido evacuados a Prusia Oriental. Él vivía en una habitación que tenía una cama de matrimonio destartalada.
Luego se puso mala, no porque sintiese asco, no había motivo para ello, el hombre era un asmático amable y tímido. Ya lo había observado con anterioridad en el comedor. Los días bochornosos de verano bebía mucha agua y a veces inhalaba aire por la boca con una pequeña pera. Se despertó por la noche y encontró a su lado a aquel hombre respirando con dificultad, roncando. Estaba totalmente desilusionada. Junto a ella gemía un cuerpo extraño. Se levantó y salió sin hacer ruido, y luego atravesó la noche andando desde Ochsenzoll hasta su casa, un trayecto de tres horas. Un camino necesariamente largo, pues la había agotado, que lentamente puso tierra de por medio con lo sucedido. Como si hubiese hecho un experimento cuyo resultado no la había dejado satisfecha. Podía pensar tranquilamente en ello, pero lo que la atormentaba era el primer día de trabajo del nuevo año, cuando volviera a ver a aquel hombre. Su primera mirada fue tal como la había esperado: preñada de significado, una complicidad molesta, una familiaridad estúpida.
Se había esforzado para no reaccionar de forma agresiva. Lo evitaba intencionadamente y, cuando no podía hacerlo, procuraba que siempre hubiese cerca otros amigos y conocidos, un complejo entramado de preguntas, llamadas, consultas, mientras él estaba allí al lado y la miraba, esperanzado, no, con una tristeza llena de reproches. Hasta que un día la esperó solo en la calle, delante del negociado, y le preguntó qué pasaba. Qué había hecho mal. Nada. Todo había estado muy bien, ¿no?
Sí, dijo ella, dejémoslo así.
No, no estuvo bien, dijo la señora Brücker. O mejor, durante un momento todo está muy bien. Pero antes y después no. Era completamente libre y, sin embargo, fue como un desliz, por decirlo de alguna manera. Tal vez lo hubiera hecho más veces si después los hombres hubieran desaparecido, si la tierra se los hubiera tragado sin más. Pero así, cuando uno se los encontraba, cada movimiento, cada olor, cada mirada, era un recuerdo de lo que no le gustaba de ellos.
¿Y Bremer?
Con Bremer no. Me gustó nada más verlo. ¿Por qué una persona le gusta a otra? Quiero decir, antes de que abra la boca. De inmediato. No después de ese pesado proceso de acercamiento. Lo he escuchado muchas veces. El amor, fruto de la familiaridad. ¡Tonterías! Eso es aburrido. Con Bremer fue otra cosa, algo muy distinto.
Hugo entró en la habitación, el objetor con cola de caballo y arito dorado en la oreja, bata blanca, empujaba un carrito. Las ruedas de goma chirriaban sobre el suelo de plástico gris. En la bandeja esmaltada había botes, cajas y frascos con pomadas, pastillas, jarabes.
Ah, ya viene el forrajero de ancianos, dijo la señora Brücker. Hugo le puso tres pastillas rosas en la mano abierta, se fue a la pequeña cocina situada en el rincón y trajo un vaso de agua. Con la ayuda de Hugo me mantengo aquí, dijo, ellos quieren mandarme a la sección de cuidados. Pero como digo siempre: sin fogón, el hombre no vale nada. Una vez quise hacerle a Hugo una salchicha al curry, pero, como es natural, prefiere el kebab. No, dijo Hugo, si se trata de comer algo rápido, mejor una pizza.
Hugo cogió la delantera del jersey: el fondo era marrón claro, en un valle se juntaba un poco del azul del cielo y, a la derecha, el tronco marrón oscuro de un abeto se elevaba hacia el azul. De primera, dijo, con un poco más de cielo y las ramas del abeto estará perfecto. Me volveré a pasar más tarde.
¿Tenían curry en el comedor?, pregunté para retomar la conversación.
Curry, no, no había. Pero era la guerra. No, no era tan sencillo. Cogió su labor, palpó el borde, contó los puntos, en silencio, luego un murmullo, treinta y ocho, treinta y nueve, cuarenta, cuarenta y uno. Comenzó a tejer. Aquel día no esperaba más que el momento de volver a casa. Me puse la bata, entré en la cocina. Holzinger ya estaba esperando. Hoy tenemos que hacer pescado, dijo. El gauredner viene de visita. Quiere soltarnos un discurso para que no cejemos en el empeño. Holzinger había trabajado durante años en el Erzherzog Johann como segundo cocinero de salsas. Y más tarde fue primer cocinero de salsas en el Bremen, un barco de pasajeros. Debió de ser un cocinero aventajado, que hoy seguramente regentaría un dos estrellas.
Al principio de la guerra, lo llamaron para prestar sus servicios en el comedor de la radio del Reich de Königsberg. El espíritu necesita menús de primera, había dicho Goebbels; si no, se queda sin ideas, se vuelve criticón. Un estómago vacío ahonda cualquier duda. Los gases, los ardores, hacen que las sombras se tornen negras de verdad. Por eso en las centrales de propaganda tienen que trabajar buenos cocineros. Ningún colectivo profesional es tan sobornable por la buena comida como los trabajadores del cerebro.
Holzinger se hizo cargo del comedor de la radio del Reich. A los pocos meses, varios locutores y redactores padecieron gastroenteritis, curiosamente siempre que había que comunicar victorias militares. La victoria sobre Francia se celebró, se enarbolaron banderas, se tocaron marchas, la avenida de la Victoria de Berlín se cubrió de flores, el Führer presenció el desfile con sus ojos azules, pero el comentarista de la radio del Reich de Königsberg estaba arrodillado en el retrete vomitando. Como sucedió lo mismo a la hora de comunicar las victorias sobre Dinamarca y Noruega, y se repitió con la conquista de Creta y de Tobruk, empezaron a desconfiar de Holzinger. Nadie había escuchado de su boca una palabra crítica, lo que reforzó aún más la sospecha de una perfidia sin parangón. Hay —me la pusieron— una grabación de radio en la que un locutor empieza a sofocarse con las palabras nuestros victoriosos paracaidistas, después de Creta viene un vacío acústico, el micrófono es desconectado un momento por el locutor, y luego sigue un conquistado a modo de eructo que concluye en ruido de vómitos. Y fuera.
Cuando hubo que informar de que el Elbrus había sido coronado por victoriosos soldados alemanes del regimiento de cazadores alpinos, y el locutor de turno se estaba retorciendo en el sofá de la redacción víctima de dolores de estómago, ordenaron llevar a Holzinger al cuartel de la Gestapo. Él echó la culpa a los alimentos que le habían proporcionado. Al final, no había podido desinfectar la lechuga, ni tampoco el suero de mantequilla. Además estaba el agua. En la ciudad hay muchos casos de gastroenteritis, había respondido Holzinger. Él mismo había tenido dolores de estómago, como el locutor. Esto convenció al agente de la Gestapo. Soltaron a Holzinger. Por el momento tenía que quedarse en su habitación y guardar silencio sobre el interrogatorio. Lo sacaron de la radio y lo trasladaron al negociado de alimentos de Hamburgo. Nadie, ni siquiera Holzinger, sabía por qué lo habían trasladado precisamente a Hamburgo.
A las tres semanas de que Holzinger comenzase su trabajo, llamaron a la señora Brücker al cuartel. Un agente de la Gestapo le dijo que había sido propuesta como encargada del comedor. Le preguntó si había algo en Holzinger que le hubiera llamado la atención, si se había manifestado en términos poco favorables sobre el Partido o el Führer. No, nada de eso. ¿Le gustaba la comida? Es un mago, había dicho Lena Brücker, casi sin nada saca algo y, cuando tiene algo, hace maravillas. ¿Y cómo? Su secreto está en el modo de condimentar. El agente, un joven amable y tranquilo, se mordía el labio inferior, absorto en sus pensamientos. Ella debía informar en caso de que Holzinger hiciera comentarios derrotistas. ¿Era miembro del Partido? No. Hmm. El hombre la obligó a guardar silencio. Y ella se marchó. Dijo a Holzinger que la habían interrogado acerca de él. Desde entonces, pedía pescado siempre que, como hoy, venía el gauredner Grün. El padre de Grün tenía una pescadería, y Grün había insistido varias veces en que el solo olor del pescado lo ponía malo. De joven, tenía que coger los peces de un barril de agua fresca, aturdirlos con un golpe en la cabeza, abrirlos y quitarles las tripas.
Lena Brücker telefoneó a la lonja y le dijeron que no había venido ni un solo pez. Los pesqueros ya no subían por el Elba porque allá, en la otra orilla, ya estaban los tommys. Llamó al matadero, y tenían varios kilos de tripas. Ayer por la noche habían caído algunas bombas en Langenhorn, una justo encima de una granja, una mina aérea. El establo había quedado en pie, pero sin ventanas ni puertas. Todas las vacas yacían muertas, muy apetitosas. Los pulmones era lo único que les habían quitado.
Tripas, envíen veinte kilos de tripas.
Muy bien, dijo Holzinger, podemos hacer callos.
Nosotros tenemos patatas.
Lena Brücker puso la mesa de los dirigentes. Lo hizo personalmente. Hasta había servilletas de papel. Hacía seis meses que había entrado un cargamento suficiente para los próximos mil años. Las servilletas también las utilizaban como papel higiénico.
A mediodía todos los empleados del negociado de alimentos se reunieron en el comedor. El gauredner Grün, que con su uniforme marrón causaba un efecto gris y deslucido, llegó con el director, el Dr. Fröhlich, también con el uniforme marrón del Partido, botas altas de color marrón, camisa marrón clara almidonada, gemelos de oro, impecable. Grün no se andaba por las ramas. Comparó la cultura europea con el antiespíritu judeo-bolchevique. Aquí el pensamiento global, allí la división, la descomposición, la crítica. Positivo, negativo. Así pues: confianza y valor como determinantes del pensamiento alemán. Por el contrario, inconstancia, crítica y derrotismo como características de lo judío. A continuación, de la boca de Grün salieron diversas comparaciones: Leningrado y Hamburgo, Moscú y Berlín. Todos escucharon con atención y él se expresó sin tapujos: cuando parecía que los rusos habían llegado a su final, defendieron Leningrado, cercada, durante tres años; los rusos habían defendido la ciudad con uñas y dientes, obteniendo una victoria de la mayor de las derrotas. Así tenemos que hacer nosotros ahora. Grün salió con lo de la victoria final, señalando que, quien yace en el suelo, cuando se trata del patrio, lo puede defender mucho mejor, puesto que lo conoce. Así se defenderá Hamburgo, calle a calle, casa a casa. Quienquiera que se aparte, que desaparezca como un cobarde, es un traidor al pueblo, un ser repugnante, un foco infeccioso que debe ser cauterizado. La voluntad común. Los ingleses se sorprenderán de la fanática resistencia que les saldrá al paso. Y para ello es importante que este negociado, responsable de la distribución de alimentos, también colabore, que cada compatriota reciba su ración correspondiente, por consiguiente, fuerza, fuerza para la victoria final: eso es lo que son los cupones de alimentos. Y entonces Grün citó a Hölderlin, no para Lena Brücker, que solo dirigía el comedor, cuadraba las entradas de alimentos con cupones, controlaba que se lavasen los cacharros, ponía la mesa a los jefes, sino que citó a Hölderlin especialmente para todos los jefes de departamento, economistas, juristas. Para apoyar y fortalecer su parecer, conforme a la gravedad de la situación. ¡Sieg Heil!
El gauredner Grün se sentó y se secó el sudor de la frente. El Dr. Fröhlich se puso de pie y prometió que aquel negociado cumpliría con su obligación hasta la victoria final, a saber, abasteciendo a la población de víveres, y que, si era necesario, lo defenderían empuñando las armas. Se sentó con Grün y los demás dirigentes a la mesa del comedor. Lena Brücker sirvió a los señores. El gauredner Grün dijo que tenía que irse enseguida, que en media hora debía pronunciar otro discurso al personal de la fábrica de pilas Habafa. Todos tenían que trabajar por la victoria, un último, ultimísimo esfuerzo.
No se te ocurra coger nada hoy de la fuente de la mesa presidencial, le había dicho Holzinger, quiero ahorrar un discurso a los compañeros de la fábrica de pilas. Fue la única vez que Holzinger dio señales de su sabotaje cocineril. Lena Brücker sirvió al gauredner un plato hasta arriba de callos y escuchó: Detener, sí, pero naturalmente luchar, con armas antitanque, claro, pero ¡qué bien huele esto!, dijo. Callos. Ahh, y cominos, ahh. Muchos «ahhs», pero también muchos «peros»; me llamó la atención entonces, aquello era nuevo. El placer es el placer, y el trabajo es el trabajo, dijo un consejero del Gobierno en la mesa. Tal vez, si se hubieran mezclado más, las cosas no habrían llegado tan lejos.
El gauredner Grün se levantó de repente y salió corriendo, tapándose la boca con la mano. El Dr. Fröhlich, ahogándose, se precipitó tras él.
Bremer estaba sentado con su uniforme de marinero a la mesa de la cocina y esperaba. Parecía que quisiera levantarse e irse. Allí estaba, como en una sala de espera.
Se puso de pie, fue hacia ella como si regresara de un largo viaje, la abrazó, la besó, primero el cuello, luego la barbilla, el lugar que, aún no lo sabía, le ponía la carne de gallina en el hombro correspondiente, detrás del lóbulo de la oreja izquierda, de la derecha. Estaba recién afeitado, y ella lo sintió, se había lavado los dientes, y ella lo olió, se había hecho la corbata con cuidado, a diferencia de su marido, que solo se la ponía cuando salía de casa y se la arrancaba del cuello nada más entrar. Él le quitó el abrigo y comenzó a desabrocharle el vestido hasta que ella —impaciente— se lo sacó por la cabeza de un tirón.
Más tarde, ella puso las patatas encima de la estufa, mientras él leía en voz alta el periódico, que tan solo tenía una página: En Breslau continúan los combates, los rusos han rodeado Berlín, sangrientos combates callejeros, las tropas alemanas se han replegado una vez más por cuestiones tácticas ante las divisiones inglesas y norteamericanas. Un ayudante de correos había sido decapitado porque había robado en la estafeta paquetes militares.
Noticias del frente de Harburg. En Vahrendorf se había producido una escaramuza. En la zona de Ehestorf se desarrollaban tenaces combates. El enemigo, como siempre, sufría elevadas y sangrientas bajas. Nuestras pérdidas eran, naturalmente, escasas.
Nada ponía allí del grupo de Borowski. Borowski, a quien una ráfaga de ametralladora le había seccionado una pierna. Y nada de los diecisiete caídos en una trinchera, en la que seguramente también habría estado Bremer aquella mañana, pues le habían destinado al grupo de Borowski.
Pero él estaba encendiendo un cigarrillo que le había traído Lena Brücker. Dijo: ¡Tosca! Se recostó en el sofá, dijo: Como en Navidad, y eso que estamos en mayo. Con su cartilla de racionamiento, había comprado un paquete de Overstolz en la tienda del señor Zwerg, quien se había quedado un poco sorprendido, pues ella había dejado de fumar hacía seis años y desde entonces cambiaba los cupones de cigarrillos por alimentos, a saber, con mi tía Hilde.
La señora Brücker contó un momento los puntos.
Tu tía Hilde era una fumadora empedernida.
Aún me acuerdo, dije, de cuando me comí la primera salchicha al curry en su puesto con mi tío Heinz, que en realidad solo era medio tío. ¿Verdad que, probándolas, podía adivinar la procedencia de las patatas?
Ella volvió a murmurar, puso el dedo en el sitio exacto en el que el tronco marrón oscuro del abeto surgía del suelo marrón claro, cogió el hilo marrón oscuro, tejió siete puntos, luego cogió el hilo marrón claro y dijo: Verdad. En aquella época, ese Heinz estaba en el frente oriental, que pasaba por Mecklemburgo. Era un experto en patatas, como otras personas son expertos en vino. Podía adivinar la procedencia de las patatas por su sabor. Y lo más sorprendente, lo hacía estuviesen cocidas, asadas o en puré. Incluso sacaba su emplazamiento, como les sucedía a otros con las uvas.
Hacía que le vendasen los ojos: Esta patata con su monda venía de la agreste región de Glückstadt. Este puré de patata fue una vez la célebre granada de Soltau, una patata como una piedra, muy pesada, compacta, pero nunca fibrosa; o la bizarra alma, que se deshacía en la lengua como harina fina, una patata que solo se encontraba en los suelos arenosos de los brezales. Estos pequeños cuadraditos de patata de la sopa de nabos (con taquitos de morro) eran trufas de Bardowiek, una variedad pequeña de color marrón oscuro, de bocado consistente, con un gusto a, sí, a trufa negra. Y luego el incomparable cornezuelo de Bamberg. Bremer no se lo creía, y entonces le dije, espera a que esté aquí de nuevo.
Este «espera» condujo a una pausa, a un visible desconcierto por su parte. A ella, aquel «espera» le había salido sin más, pero a él le hizo ver que ella pensaba en el futuro, que seguramente tenía planes. Pero no los tenía, me aseguró la señora Brücker. Al menos no conscientemente. No era más que eso: una persona está sentada con otra, habla con ella y se siente bien, y así debe seguir. No había pensado en el futuro, ni en vivir juntos, ni en casarnos —yo aún estaba casada—. Estar juntos, nada más, y nada menos. Mientras que él solo esperaba salir de allí, volver a su casa.
Enseguida trató de restar importancia a la frase, diciendo, mientras ponía la mesa, bueno, de una manera u otra, esto ya no durará mucho. Ojalá Heinz regrese sano y salvo. Y sin solución de continuidad cambió de tema y le contó lo que el gauredner había proclamado hoy en la reunión de la empresa: Hay que defender Hamburgo. Hasta el último hombre.
Eso es absurdo, dijo Bremer.
Pinchó las patatas. Aún estaban algo duras. ¿Cuánto tiempo se puede defender una ciudad? Lo suficiente, dijo Bremer, para que no quede piedra sobre piedra. Leningrado la defendieron durante tres años. Pero con la diferencia de que, aquí, los tommys emplearán sus bombarderos. Que ya no tienen que volar muy lejos. Despegan de Münster, Colonia, Hannover. Y aquí, de tropas nada, viejos, oficinistas, músicos militares, jóvenes de las Juventudes Hitlerianas, mutilados, con los que pocos alardes se podían hacer. ¡Eso es, alarde!, gritó y se levantó, esa me faltaba. Se fue a la sala y escribió la palabra en el crucigrama.
En aquel momento sonó el timbre. Por un instante se quedaron allí de pie, petrificados. ¡Vamos! ¡Platos fuera! ¡Cubiertos fuera! ¡Los vasos! Volvió a sonar el timbre, más tiempo, con más insistencia. ¡Un momento! Voy enseguida, grita ella, empuja a Bremer al trastero, fuera están llamando a la puerta, más que llamando, martilleándola. Corre al dormitorio, recoge las cosas de Bremer, la gorra, un jersey, calcetines, lo arroja todo al trastero donde está Bremer, pálido, rígido, suena el timbre con reiteración, golpean la puerta, hola, grita una voz de hombre, la voz de Lammers, el vigilante de la manzana y de la protección antiaérea, estoy en el retrete, grita ella, va de puntillas al aseo, sale, pues, naturalmente, Lammers está escuchando al otro lado de la puerta, va de puntillas al baño, allí aún están sus cosas de afeitar. ¿Qué hago con esto? Al cesto de la ropa sucia. Cierra con llave la puerta del trastero. Hola, grita la voz de Lammers, en la puerta la tapa del correo se levanta, los dedos, luego la voz de Lammers, grita por la rendija: ¡Señora Brücker! Sé que está ahí. ¡Abra! La estoy escuchando. ¡Abra inmediatamente! ¡Le he dicho que abra!
Ya voy, un momento. Descorrió el cerrojo de la puerta.
En el trastero, Bremer se había sentado con cuidado sobre un baúl y, como un niño escondido, miraba fijamente al pasillo por el ojo de la cerradura, un par de borceguíes, negros, uno de ellos, el de la izquierda, más pequeño, más abombado, un calzado ortopédico, encima polainas de cuero, un abrigo militar gris deshilachado, en el cinturón un casco de la protección antiaérea y el depósito de una máscara antigás. La voz de un hombre mayor dice: Hay que controlar el oscurecimiento de la vivienda. Pregunta si los cubos con arena para apagar incendios están llenos. Puede caer una bomba incendiaria en la casa, dice la voz. O un obús, dice ella, los ingleses disparan ya desde el otro lado del Elba. Pero Lammers no quería oír nada de esto. Nosotros les respondemos. Pues no se siente nada de eso, dice Lena Brücker. Están siendo rechazados. ¿O acaso tiene usted alguna duda al respecto? Hamburgo es una fortaleza. ¿Vuelve a fumar?, pregunta la voz, y Bremer cree escuchar un olisquear ilustrativo. Sí, una recaída. He oído decir al señor Zwerg, comenta el abrigo militar deshilachado, que usted ha intercambiado de nuevo cigarrillos por sus cupones. Antes ya lo había hecho con patatas.
Sí, ¿y?
Y entonces Bremer ve cómo los borceguíes y el abrigo con el casco y el tambor de la máscara antigás desaparecen en la cocina, seguidos por Lena Brücker. Encima de la mesa de la cocina está el mechero de Bremer, un cartucho antiaéreo de dos centímetros transformado en encendedor, con un grabado noruego. Ella había reparado en el mechero con el que él encendía los cigarrillos, pero no le había prestado mayor atención. Pero ahora está ahí, como una pieza de un museo del ejército. Un pedazo de latón pulido, reluciente por el uso, redondo, alargado: un cartucho. También Lammers lo mira fijamente. Ella saca un cigarrillo de la cajetilla, se concentra para que su mano no tiemble, coge el mechero, en la mano lo siente pesado y liso. Trata de encenderlo, una vez, otra. Es difícil hacer girar la ruedecilla. Finalmente sale la llama. Lammers la ha estado observando. Ella ve en su rostro una desconfianza meditabunda. Su mano ha temblado un poco, de un modo apenas perceptible, pero a ella le ha parecido que daba sacudidas. Fuma el cigarrillo con cuidado para no toser. Hacía casi seis años, cuando llamaron a filas a su marido, que había dejado de fumar. Y sin ningún esfuerzo, como si con su marcha también se hubieran ido las ganas de encender un cigarrillo. Un trofeo ese encendedor, dice Lammers. Sí, dice ella, viene de Normandía, un regalo. Lammers trata de descifrar la inscripción. No es francés, dice él. Por supuesto que no. ¿Polaco? No lo sé. Huele bien. Sí. ¿Carne? ¡Carne! Ella ve aquella mirada hambrienta del viejo, llena de desconfianza, pero también avidez, la boca reprimida, asexual, se afana contra la salivación. Ella remueve la olla con los callos. He oído voces, dice Lammers. ¿Está su hijo en casa? ¿Cómo?, dice ella, está en los antiaéreos, en la región del Ruhr, es decir, estará prisionero. La cuenca del Ruhr ha capitulado.
Naturalmente, él se dio cuenta de que, con aquellos nombres que decía, Normandía, la cuenca del Ruhr, batallas perdidas, quería sacarle de sus casillas, pero era precisamente esa actitud la que conducía a las batallas perdidas, esa actitud: Camarada, dispara tú, yo voy por el rancho, todas aquellas observaciones críticas, vacilantes, subversivas. Chapuzas por todas partes, en las fábricas, en el frente, incluso en la defensa del suelo patrio. Chistes subversivos: ¿Cuál es la diferencia entre el sol y el Führer? El sol sale por el este, y el Führer se pone por el este. Chistes estúpidos. Bombas que no explotan, fallos en la trayectoria de los torpedos. Los sabotajes habituales, cotidianos, en el frente patrio, también en el entorno más próximo del Führer, todo aquello había conducido a que el enemigo estuviese ahora en nuestra propia tierra.
Lammers se acercó a la ventana, examinó la persiana para oscurecer, tiró de ella, dijo, aquí hay una rendija, por ella pasa la luz. Los bombarderos del terror pueden localizarla. Eso no es posible. ¿Por qué? Apenas hay luz. Entonces se inclinó, miró debajo de la mesa. ¿Qué está buscando? En el edificio, dijo Lammers, la gente se ha quejado. ¿De qué? Gritos, ¡por la noche! Él la miró. Ella pensó: Ojalá no me ponga roja, pero naturalmente se puso roja, lo noto, pensó ella, un calor ardiente que sube por todo el cuerpo, toda la sangre se acumula en el rostro. ¿Por qué? Duermo mal. Me despierto de noche, me siento en la cama y grito. No es nada extraño, dijo, los ingleses están a las puertas de la ciudad. ¿Qué quiere usted decir con eso?, preguntó Lammers. ¿Cómo que yo? Lo dice el periódico, aquí, vea la línea de frente. Le tendió el periódico. Bremer vio venir los borceguíes desde la cocina, las polainas, el abrigo militar, más cerca, más cerca, hasta que solo vio gris, luego otra vez el cinturón, el casco de acero, los borceguíes. Lammers se inclinó en el pasillo sobre los tres cubos llenos de arena. ¿Tiene dudas sobre la defensa de la ciudad?, le preguntó. No. Hoy he escuchado el discurso del gauredner Grün. Lammers entró en la sala, en el dormitorio, cuando se arrodilló allí —con algo de esfuerzo, primero una rodilla, luego la otra, para mirar debajo de la cama—, Lena Brücker dijo, ya basta, ahí no tiene por qué haber ni palas apagafuegos ni arena.
Bien, dijo él, me ocuparé de que aloje a alguien en su casa. Dos habitaciones y una cocina para una persona, mientras fuera hay miles de compatriotas en la calle, refugiados, víctimas de los bombardeos.
¿Quiere decir con eso que el Führer no ha sabido dirigir la guerra? Vaciló, se dio cuenta de que le estaba tendiendo una trampa para que cayese en ella.
Si su hijo está aquí, será mejor que informe a la policía. Si no, lo haré yo. Y entonces será peor para ambos. Lammers volvió a atravesar el pasillo cojeando. Huele a algo. Bremer lo vio pararse en el pasillo y olisquear. Un olor a cuero, a mili. Como viejo soldado, conozco este olor.
Fuera, dijo Lena Brücker, fuera de aquí inmediatamente, vamos. Le cerró la puerta de un golpe, llegó incluso a tropezar con el talón de su bota ortopédica. Se apoyó un momento en la puerta, oyó sus pisadas bajando la escalera, renegando, pero solo alcanzó a escuchar palabras sueltas: fuego de barrera, Kyffhäuser, Verdún. Ella pensó, se acabó, va a ir a la Gestapo, te va a denunciar, a decir que tienes a uno escondido en casa.
Se fue al trastero, abrió la puerta. Bremer salió, pálido, con la frente sudorosa, aunque el trastero era una nevera. Se quedó allí de pie, y, a pesar de los anchos pantalones azules, ella vio cómo le temblaban las rodillas. Fueron a la cocina, se sentaron. Y le dijo al rostro angustiado, no, aterrado de Bremer: Era Lammers.
Ella apoyó los brazos en la mesa de la cocina, con la cabeza entre las manos, y se rio, una risa forzada, que estaba al borde del sollozo.
Lammers es el vigilante de la manzana, vive en la casa de al lado, trabajaba en la oficina del catastro, ahora está jubilado y colabora con la vigilancia antiaérea. Quitó las patatas del fuego, que se habían pasado. Bremer dijo que se le había quitado el hambre, pero comió, a toda prisa, incluida la parte de ella, solo se paraba de vez en cuando y escuchaba, como ella, en dirección a la escalera. Está bueno, dijo ella, sencillamente, tosca.
Qué curioso, dijo la señora Brücker, ¿no?, ese Bremer, cuando algo estaba bueno, esto es, muy bueno, decía: tosca. Pero no pudo disfrutar los callos a gusto. El miedo se le había metido en los huesos. Y yo no pude comer nada de nada. Tampoco sabíamos si Lammers no volvería a subir. Y, además, tenía una llave de mi casa, por el peligro de incendio, así que podía venir en cualquier momento, cuando yo estuviese en el trabajo. Lammers no solo era vigilante de la manzana, también lo era de la protección antiaérea. Había ingresado tarde en el Partido, pero, eso sí, a fondo, a un ciento cincuenta por cien. En Verdún, la metralla de una granada le había alcanzado en el pie, y él afirmaba que un ángel, no uno cristiano, sino el espíritu de su tía abuela muerta, una campesina, había desviado la metralla hacia su pie; de otro modo, le hubiese dado en la cabeza. Esa tía abuela tenía un pie zambo. La gente se reía de Lammers. Él creía en la reencarnación. Contaba a todo el mundo que se podía acordar de una vida anterior, cuando era capitán de la artillería bávara y había acompañado a Napoleón a Moscú en 1813. Se había ahogado en el paso del Beresina. Se veía atravesando el río helado a caballo, cuando una bala de cañón cayó a su lado, el hielo se rompió en mil pedazos y él se precipitó a las aguas heladas y negras con su caballo. Aún tenía en sus oídos los relinchos del animal y su propio grito de muerte.
Todos lo llamaban nuestro bávaro de hielo, pero solo cuando no estaba cerca. Y todos se reían de él, hasta el 36, entonces detuvieron en la casa de al lado a Henning Wehrs. Wehrs trabajaba en Blohm y Voss construyendo barcos, y hasta el 33 había estado en el Partido Comunista. Cuando se emborrachaba los viernes, Wehrs comenzaba a insultar a los nazis: panda de asesinos era lo más suave. Todos decían: Cierra la boca. Si esto llegase a los oídos que no deben. Y entonces, un día, llamaron a la puerta. La señora Wehrs la abre. Fuera hay dos señores, preguntan si podían hablar con el señor Wehrs. Y como Henning Wehrs acababa de llegar de su jornada matutina, se había aseado y se había puesto una camisa limpia, pudo acompañarlos enseguida; los tres bajaron la escalera, hablando del tiempo, del Elba, que llevaba poca agua, y se fueron al ayuntamiento. Wehrs tardó en volver tres semanas. Wehrs era Wehrs y no era Wehrs. Él, cuya risa se podía oír dos pisos más allá, que se burlaba del zoquete de Lammers, que era el que se reía de él con más ganas, ya no reía. Era como si le hubieran robado aquella risa. Era como en el cuento: Wehrs no estaba herido, no tenía moratones, ni uñas con sangre, ni marcas de pinchazos, nada, pero ya no reía, tampoco explicó por qué ya no reía. Simplemente, dijo la señora Brücker, había perdido la risa. Un silencio sombrío. No reía, no insultaba, no lloraba. Parece un alma en pena, dijo uno de los vecinos de la casa. A su mujer tampoco le decía nada. Desde entonces, no la tocó más. Se quedaba tumbado en la cama, despierto, a veces suspiraba. Y otra cosa más: dejó de roncar. En ocasiones, arañaba en sueños el borde de la cama, aquello siempre la despertaba, tan penetrantes eran los arañazos, le contó la señora Wehrs al lechero y se echó a llorar.
¿Qué te han hecho? Nada, decía él.
Continuó bebiendo los viernes. Pero ahora en silencio, hasta que había que llevarlo a casa. Una vez dijo: Hay que haberlo visto. ¿El qué? Pero no dijo lo que había que ver. Un día se cayó de un dique de construcción donde no se le había perdido nada. Murió en el acto. Decían que se había suicidado. Su mujer recibió una pensión. Accidente de trabajo. Algunos compañeros habían declarado que tuvo que subir a cambiar una abrazadera de hierro. Por entonces circulaba el rumor de que Lammers lo había denunciado. Lammers acababa de ingresar en el NSDAP. Eso era todo. Nadie podía fundamentar aquel rumor en algo concreto. Y, sin embargo, el rumor se mantuvo. En la calle decían: Ha sido Lammers. Ya no saludaban a Lammers, o solo lo hacían de pasada. Cuando entraba en una tienda, las conversaciones enmudecían, o se hablaba en voz alta de esa lluvia eterna, del sol o del viento. Sin que le preguntasen, Lammers contaba en todas partes que él no había denunciado a Wehrs. La gente se volvía. Casi lloriqueando, insistía en que no era capaz de hacer algo así. Pero al cabo de medio año, cuando aquel silencio lo iba rodeando más y más, comenzó de súbito a preguntar a la gente, que, al acercarse, se callaba en la escalera, en la carnicería, en el restaurante, qué es lo que pensaba. Pero no disimulando, sino de un modo directo. ¿Encuentra correcto que se quemen las sinagogas? ¿Compraría algo a un judío? ¿Escondería a un comunista? La gente respondía con evasivas, pero él insistía, no se dejaba distraer, y le acababan respondiendo, asentían titubeantes, con vaguedad, y uno veía cómo mentían los demás, y se escuchaba a sí mismo mentir. Así volvieron a saludar a Lammers, primero de un modo sucinto y moderado, luego, Polonia había sido arrollada por la Wehrmacht, con amabilidad, tras la conquista de Noruega y Dinamarca, con más amabilidad, y, cuando Francia capituló, casi con entusiasmo. Algunos que no saludaban, que se mostraban vacilantes a la hora de responder, fueron citados en la Gestapo, y allí les preguntaban dónde habían conseguido el aguardiente en la última celebración. En 1942, cuando se desalojó la Fundación Levy en la Grossneumarkt, la gente le saludaba brazo en alto, gritando ¡Heil Hitler, señor Lammers!, incluso desde el otro lado de la calle.
Lammers se convirtió en vigilante de manzana, Lammers organizaba la evacuación de niños hacia el campo, el Socorro de Invierno, más tarde la protección antiaérea. Dos años antes se había jubilado debido al pie tullido, algo del todo innecesario, pues estaba bien, visiblemente bien, para ser exactos cada vez estaba mejor. Nada de extrañar, pues en la carnicería pesaban el embutido de tal modo que la tendera podía decir un poquito más, no pasa nada, algo que en absoluto le estaba permitido, ya que el embutido solo se daba por cupones. El panadero aún tenía panecillos para Lammers, cuando ya hacía tiempo que no había. Solo Lena Brücker, que tenía fama de ser una cabezona de Schleswig-Holstein, saludaba siempre: Buenos días, señor Lammers. Y Lammers siempre decía: Heil Hitler es el saludo alemán, señora Brücker. Bueno, señor Lammers, Heil Hitler. Un día la llamaron para que se presentara en la Gestapo, pero la interrogaron sobre Holzinger, y Lammers no tenía nada que ver con él.
Tal vez deberías haberle ofrecido callos, dijo Bremer, ha olido la comida a través de las puertas.
No, dijo Lena Brücker, ese no pone sus pies debajo de mi mesa. Habrá desconfiado porque no estuve en el refugio ayer, durante la alarma aérea. Por lo general, siempre he bajado. Pienso en los niños. Ojalá el muchacho esté bien. Y Edith, qué estará haciendo. Tenemos que ser especialmente cuidadosos. No te muevas tanto. Y, sobre todo, si llaman a la puerta, enciérrate en el trastero.
No podía dormir. Ella estaba boca abajo, como siempre, con sus pechos haciendo las veces de pequeños cojines, y dormía. Con cuidado, se puso la mano en las rollizas caderas. Así se quedó en silencio, mirando de vez en cuando los números luminosos de su reloj de pulsera y esperando a que, finalmente, por fin se hiciera de día.