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El 1 de mayo, la Radio del Reich de Hamburgo comunicaba: Esta tarde, en su puesto de mando en la Cancillería del Reich, el Führer Adolf Hitler ha entregado su vida por Alemania, luchando hasta el último aliento contra el bolchevismo.

El comandante encargado de la defensa de Hamburgo, general Wolz, quiere entregar la ciudad sin lucha, los ingleses han cruzado el Elba, marchan sobre Lübeck, el mariscal Busch da orden de resistir, el gran almirante Dönitz da orden de resistir, Wolz envía parlamentarios. En secreto, pues las SS fusilan a los parlamentarios. El gauleiter Kaufmann quiere rendirse, pero no se atreve a decir nada, pues no sabe si el comandante de la ciudad, Wolz, que también quiere rendirse, quiere rendirse; y también el comandante del puerto, el almirante Bütow, quiere rendirse, pero asimismo no se atreve a decir nada, ya que no sabe si Kaufmann o Wolz quieren rendirse, o si solo uno de los dos, o si ninguno de los dos. Y así, con independencia unos de otros, todos trabajan en la entrega de la fortaleza de Hamburgo. Wolz retira del frente de Harburg a las tropas leales, poco fiables para sus planes, y las traslada al noreste: la unidad de combate de las SS Panzerteufel. Los tres, Wolz, Kaufmann y Bütow, refuerzan las guardias personales para que los oficiales partidarios de resistir no puedan detenerlos. El gauleiter Kaufmann vive en la fortaleza de Hamburgo, en una fortaleza dentro de la fortaleza. Rodeada de alambre de espino. Por las mañanas se emiten consignas que invitan a la resistencia, partes meteorológicos, incluso se mide el nivel del agua, un metro por encima de lo normal. En Eutin han sido fusilados tres soldados de Marina que se habían alejado de la tropa. Revientan un tanque inglés a poca distancia de Cuxhaven, la tripulación muere abrasada.

Justo después de la noticia de la muerte de Hitler, Holzinger había anunciado para el 2 de mayo sopa de guisantes, el plato favorito del Führer: las trompetas de Jericó, ja, ja. El día anterior, Lena Brücker se había enterado del cierre de un almacén de víveres de las SS en Ochsenzoll, y logró hacerse con veinte kilos de guisantes secos y una pieza de tocino. Lena Brücker puso la mesa para los jefes de departamento. Entonces irrumpe alguien y grita: ¡Escuchad! Conecta el altavoz del comedor.

En la radio, la voz del gauleiter Kaufmann: ... se dispone a atacar Hamburgo por tierra y por aire apoyado por la inmensa superioridad de su poderío militar. Para la ciudad, para sus habitantes, para cientos de miles de mujeres y niños, esto significará la muerte y la destrucción de las últimas posibilidades de existencia. La suerte de la guerra ya no se puede cambiar; luchar en la ciudad significará su destrucción total y sin sentido.

Se han dado cuenta un poco tarde, dice Lena Brücker, pero aún no demasiado, y se quita la bata.

El locutor lee una proclama: Todos los medios de comunicación quedan garantizados. Hamburgueses, mostraos dignos alemanes. Ni una bandera blanca. Los órganos de seguridad de Hamburgo continuarán con su actividad. El mercado negro se perseguirá sin descanso. Hamburgueses, permaneced en casa. Guardad el toque de queda.

Lena Brücker coge su bolsa, en la que lleva una tartera con sopa de guisantes, y dice: Entonces, adiós. Así se acaba para ella el Reich de los Mil Años.

Se apresura en ir a casa. A las personas con las que se encuentra les grita: La guerra ha terminado. Hamburgo se va a rendir sin luchar. Ninguno de los que se iba encontrando lo sabía. Aún temían que se produjesen combates en la calle, como en Berlín, Breslau y Königsberg. Casas arrasadas por morteros, incendios pertinaces, combates cuerpo a cuerpo en las alcantarillas.

Pero entonces, en la Karl-Much-Platz, pensó que también tenía que decírselo a Bremer: ¡La guerra ha terminado! Hamburgo ha capitulado. Cuando se lo diga, imaginaba ella, primero se quedará perplejo, luego, cuando esté sentado, se pondrá de pie, cuando esté de pie, alzará las manos, su rostro se transformará, los ojos, esos ojos gris claro, se oscurecerán, él, pensaba ella, estará radiante, realmente radiante, se le formarán pequeñas arrugas alrededor de los ojos, arrugas que normalmente no se le ven, salvo cuando se ríe. A lo mejor me coge y me da vueltas por la habitación, gritando: ¡Fantástico!, o, lo que es más probable: ¡Tosca! Hay algo de infantil en su alegría. Y también resulta infantil su manera de escuchar, ese ¡Ahí va! de asombro que balbucea cuando le cuento alguna cosa. Se quedará un tiempo, lleno de impaciencia, pues todavía no se podía andar por la calle. Había toque de queda. Los trenes no circularían aún. Los ingleses controlarían las calles. Él estaría aquí, pero ya no aquí, haga lo que haga, estaría siempre a punto de marcharse, a Braunschweig. Esto es lo que hay, pensó ella, no se puede cambiar nada, era, si pensaba en ello, como una visión que le dejaba contemplar su vida futura sin ofuscarse. Una etapa de su vida de la que, en circunstancias normales, habría ido saliendo sin apenas darse cuenta. Había sido un periodo de tiempo breve, solo un par de días, pero con él algo en su vida llegaba definitivamente a su fin. La juventud no podía decir que fuera, pues ya no era joven, no, después de aquello se haría vieja. Y tal vez era esa serena certeza que le provocaba inquietud, sí, rabia, la idea de que se llevaría prestado el traje de su marido. Un deseo evidente y comprensible, que, sin embargo, la llenaba de indignación.

Él diría: Te lo devolveré en cuanto pueda. Te enviaré un paquete, diría, tan pronto como se pueda volver a enviar paquetes. Él pensaría en ella, pero siempre en relación con un incómodo paquete que había que llevar al correo. Un traje que esperaba a ser doblado, lo que seguramente haría su mujer, con cuidado y, si hubiera, envuelto en un poco de papel de seda. Llevaría el paquete a la oficina de correos. Él contaría una historia a su mujer. Diría que, después de la capitulación, le había pedido prestado aquel traje a un compañero. No sabe mentir, porque no sabe contar buenas historias. Lo único que sabe hacer bien es callar. Eso sí que sabe. Su marido podía mentir porque sabía contar historias maravillosamente. Bremer contaría una historia sencilla, tal vez algo así: que en el último momento se había podido alejar de la tropa, junto con un compañero. Le pondrá un nombre, Detlefsen, de Hamburgo, una casa en Hamburgo cerca del puerto, buzo de la Marina. Se habían refugiado en su casa. Una mujer, que sabía hacer un espléndido sucedáneo de sopa de cangrejo. No, pensó ella, él no me mencionará, o quizá dirá —pero esta idea la desechó rápidamente— que su compañero tenía una madre que sabía cocinar bien. No, pensó, ella odiaba la idea de aquel paquete, ella pensaba, él no me ha mentido directamente, lo único que ha hecho es no decirme que estaba casado, pero odiaba aquel paquete y la idea de que en el futuro, cada vez que pensase en ella, la relacionaría con aquel paquete. Abrió la puerta, no gritó: En Hamburgo la guerra ha terminado. Fin. Se acabó. Solo dijo: Hitler ha muerto. Durante un mínimo instante, me dijo, vaciló, quiso decir que la guerra había terminado, aquí, en Hamburgo, pero para entonces él ya la había cogido entre sus brazos, besándola y arrojándola contra el sofá, aquel sofá gastado. A lo mejor se lo habría dicho luego. Hubiera sido fácil, pero entonces él dijo: Ahora van a ir contra los rusos, junto con los amis y los tommys. Y dijo: Tengo un hambre feroz.

Puso a calentar la tartera con la sopa de guisantes encima de la estufa de hierro.

Sus manos eran en cierto modo curiosas, dijo ella, no, no resultaba desagradable, al contrario. Era realmente un buen amante. Por un momento vacilé, consideré la conveniencia de preguntar a una mujer como esta, con casi ochenta y siete años, qué entendía ella por un buen amante.

¿Podría preguntarle algo personal? Cuando quieras. ¿Qué quiere decir usted con eso de buen amante? Dejó de hacer punto un momento. Bueno, él se tomaba su tiempo. Hacíamos el amor durante un buen rato. Y podía con frecuencia. Sí, y entonces titubeó un poco, también de formas diferentes. Yo asentí con la cabeza, a pesar de que ella no podía verlo. Y aunque, lo confieso abiertamente, me interesó lo de las diferentes maneras y también, de lo contrario mentiría, lo de la frecuencia, no hice más preguntas. Lo que sí le pregunté fue si había tenido mala conciencia por no decir nada a Bremer de la capitulación.

Pues sí, dijo ella, sí, al principio, los primeros días, tuvo que hacer grandes esfuerzos para no soltar la verdad. Y naturalmente más tarde, pero eso era otra historia. Pero en pleno asunto lo cierto es que no. No, entonces lo disfruté; sí, me lo pasaba bien con él, para ser sincera. Además, nunca me ha gustado mentir. En serio. Mentirijillas, claro, de vez en cuando. Pero mentiras, mi madre siempre me dijo que las mentiras enferman el alma. Aunque en ocasiones también son saludables. Pienso que yo oculté algo, y que él ocultó algo: su mujer y su hijo.

Sí, dijo ella. Él andaba sin zapatos. La guerra en Hamburgo se había terminado definitivamente. Pero él continuaba yendo de un lado para otro sin zapatos para no hacer ruido. Ya no se combatía, y yo tenía a una persona que rondaba por la casa en calcetines. No es que yo me burlase de él, pero lo encontraba cómico. Se rio. Cuando se encuentra a alguien cómico, no hay que dejar de tenerle cariño, pero ya no se le toma tan en serio.

A la mañana siguiente, ella bajó la escalera, abajo estaba el vigilante de manzana Lammers, todo gravedad: Adolf Hitler ha muerto. No dijo: El Führer ha muerto. Dijo: Adolf Hitler ha muerto. Como si el Führer no pudiese morir, sino solo Adolf Hitler. ¿Lo ha oído usted? Lo han dicho en la radio. Dönitz es su sucesor, el gran almirante Dönitz, corrigió. No puede salir, hoy no, los ingleses han decretado toque de queda. Los ingleses ya están en el ayuntamiento, el comandante de la ciudad general Wolz ha entregado la ciudad sin luchar, esto es, sin honor, dijo él y se la quedó mirando fijamente con sus ojos azules hinchados. Usted puede continuar la lucha, señor Lammers, de guerrillero de los Werwolf, dijo Lena Brücker. Bueno, y ahora devuélvame la llave de mi casa. Ya no necesitamos ningún vigilante para la protección antiaérea. La boca de Lammers se contrajo, y de aquella boca de funcionario del catastro salió un gemido, un suspiro, un lloriqueo. Sacó la llave del manojo que tenía. Ella subió las escaleras, mientras oía por detrás: ideales, traición, Verdún, patria, caballeros sebosos, y luego, apenas imperceptible, siemprefielsíseñor.

Una vez arriba abrió la puerta. Bremer salió del trastero, pálido y con el miedo en el rostro, pensé ahí viene alguien, el vigilante de la manzana. No, dijo ella, está abajo, izando el luto por los caídos en combate.

Si perdemos la guerra, perdemos nuestro honor, dijo Bremer. Tonterías, me río yo del honor, dijo Lena Brücker. La guerra está a punto de acabarse. Dönitz es el sucesor de Hitler.

El gran almirante, dijo Bremer, ahora de nuevo contramaestre con la medalla de Narvik y la cruz de hierro de segunda clase. Eso está bien. ¿Ha negociado Dönitz con los americanos? ¿Y con los ingleses? ¿Al final van a ir contra Rusia?

Le puso la respuesta en bandeja. Sí, creo que sí, dijo Lena Brücker y no estaba tan lejos de la verdad, pues Hitler había hecho una oferta a los aliados a través de un mediador sueco: una paz por separado con Inglaterra y los Estados Unidos para, a continuación, marchar juntos contra Rusia. Eso es precisamente lo que necesitamos: jeeps, corned beef y Camel.

Claro, dijo Bremer, Dönitz lo hará. Sí, dijo ella, aunque por el momento aún no estaba negociando, sino transmitiendo a todo el mundo órdenes de resistir y fusilando a los desertores. Bremer clavó su mirada en el crucigrama. Caballo con alas: seis letras. Estaba clarísimo. Miró a lo alto, al fin, dijo él, al fin Churchill se ha despertado. Ahora, dijo y se puso en pie, vamos contra los rusos. Una paz negociada con Occidente, clarísimo, volvió a decir. Ella no entendía. Él se había levantado, había dicho, aquí, y puso el atlas escolar sobre la mesa. Hasta ese momento no se había dado cuenta de que él había sacado el atlas del armario. Así que había estado buscando, registrando trastero, armarios, baúl y mesillas, pues aquel atlas estaba en el cajón del armario, abajo del todo, y encima las cartas, un par de su hijo y, sobre todo, atadas con esmero, las de él, Klaus, el representante de botones. ¿Quién es ese?, pregunté. Esa es otra historia, dijo la señora Brücker. No tiene nada que ver con la salchicha al curry. Habrá leído las cartas, pensó ella, ha estado revolviendo y lo ha leído todo. Y no se lo puedo preguntar. Una pregunta así resulta totalmente estúpida, y él simplemente diría no, igual que le había mentido cuando le preguntó si estaba casado. La cartera con la foto estaba allí sin más; él, sin embargo, debía de haber estado rebuscando entre sus cosas en su ausencia, algo muy diferente. Y ni siquiera trató de explicar por qué tenía el atlas en la mano, él estaba allí, de pie, y ella pensaba, ahí está como tantos hombres de uniforme de los que se veían en fotos e imágenes en los últimos años, el Führer, los comandantes en jefe de la Wehrmacht, de la Kriegsmarine, inclinados sobre mapas extendidos sobre planeros bajo lámparas de lectura, doblados y con un dedo enguantado encima, en coches-cubo, pequeños y arrugados en trincheras, en medio del barro, entonces se están preparando, dijo él. Los ingleses, dijo él, siempre lo subrayaba el almirante en jefe, también perderán esta guerra, aun en el supuesto de que la ganen. Después, se acabó el imperio, los rusos estarán en el mar del Norte. Empezarán aquí, reconquistarán Berlín, luego Breslau, y Königsberg, una ofensiva en tenaza desde arriba, gigantesca, la cuenca de Curlandia se reforzará, nuestras unidades zarparán, protegidas al fin por cazas, aún hay muchos barcos intactos. Era la primera vez que lo veía tan excitado, tan ajeno y tan entusiasmado, pero entonces, de repente, se dejó caer en el sofá y, no se podría decir de otro modo, su rostro se oscureció, una nube se cernió sobre él, una nube negra como un cuervo, ahora está pensando, pensó ella, que él estará aquí sentado, que no podrá salir, que no podrá tomar parte en el avance. No es que hubiera sido un héroe, él nunca se había visto a sí mismo como tal, pero había una diferencia en luchar cuando todo iba hacia delante, se celebraban victorias, comunicados especiales: tatatá, submarinos en el Atlántico, el teniente-capitán Kretschner ha hundido 100000 toneladas de unidades enemigas. Hoja de roble con espadas. Les Préludes. Pero, si uno estaba de retirada, entonces de lo que se trataba era de ponerse a salvo del mejor modo posible.

Ya, dijo él, cavilando, ensimismado en el sofá gastado, por eso ya no se escuchan disparos.

Ella podía imaginarse lo que estaba pensando, pero no lo dijo, que había desertado, que tendría que continuar sentado en aquella casa, que a lo mejor tenía que quedarse allí meses, tal vez años, que no era impensable que se pudiera ganar la guerra, que, en consecuencia, ya no saldría de allí. De repente, el atlas abierto pasó a un segundo plano. Al cogerlo, vio que él había marcado con cuidado las líneas del frente del día que desertó. En el norte habían tomado Bremen, los ingleses habían cruzado el Elba por Lauenburg, en Torgau los americanos habían estrechado la mano de los rusos. No era mucho lo que quedaba del Reich alemán. Lammers decía abajo: Lo que le ha pasado al Führer es que no quiso escuchar a las estrellas. Estaba claro, cuando Plutón y Marte se cruzaron, había que haber lanzado las V2 sobre Londres, sobre Downing Street. Las estrellas no mienten, decía Lammers. Roosevelt muere, una persona que odia a los alemanes, judío, naturalmente. Truman, por el contrario, ese tenía perspectiva. Churchill igual, es verdad que bebía mucho, pero se había dado cuenta de adónde iban a parar todos. Comunismo, bolchevismo. Enemigo de la humanidad. Todos hablaban del cambio. Cambio, esa era también una palabra de los nazis. Se acerca el cambio. Bremer, el contramaestre, dijo: Con el cambio hay que esconder la cabeza. Él estaba allí sentado, en su rostro había una sombra de miedo, una arruga se marcaba interrogante en la frente, un poco sesgada, una arruga que se alzaba, algo curvada, aún sin perfilar. Yo me senté a su lado en el sofá y él apoyó la cabeza en mi hombro, poco a poco se fue deslizando hacia abajo, sobre mis pechos, y así la sostuve. Pensé, si empieza a llorar, se lo digo. Le acaricié el pelo, ese pelo fino, rubio, corto, peinado a la derecha. Y lenta, muy lentamente, fue bajando la cabeza hacia mi seno, metió la mano bajo mi falda, rogando lentamente, tuve que ponerme de pie una vez para dejar suelta la tela.

Más tarde, en la isla de colchones, escuchaba con atención. Extraño, dijo. Ni alarma ni disparos. Inquietante, el silencio. Tan repentino. Y dijo lo que le habían dicho durante su periodo de formación, fruto de muchos años de experiencia de combates en tierra: lo extraño es siempre el silencio. Ayer por la mañana los ingleses no habían dejado de disparar en todo el día desde el otro lado del Elba. Hoy, aquel silencio intranquilizador.

Interrumpió su labor y levantó el jersey: ¿Está así bien el tronco?

Marrón oscuro, casi negro, el tronco, que había de convertirse en un abeto, se alzaba en el marrón claro del paisaje montañoso. En el valle ya se veía el azul de un día despejado.

¿Puedes ver el horizonte?

Sí, dije.

Ahora, con las ramas del abeto, va a ser más difícil.

¿Cómo se las apaña para hacerlo?

Yo he hecho mucho punto. Un gato delante de una farola, un velero. En una ocasión un globo. Entonces ya apenas podía ver. Y siempre paisajes con montañas, soles y abetos. Hasta con nubes, yo he hecho nubes perfectas. Pero no creo que me las apañe ya para eso.

¿Te gusta el paisaje?

Muy bonito. Tal vez faltan aún dos, tres filas de azul con tronco. Bien, dijo ella y miró por encima de mí, contó, cogió un hilo azul y, luego, uno negro que debía seguir creciendo en el cielo.

Bueno, veamos, al día siguiente Bremer me pidió que le dejara bajar a la calle, aunque solo fuese un momento. Que si no podía encontrar una válvula para la radio.

Ya lo he intentado, y no hay nada que hacer.

Pero ella bajó y dio una vuelta a la manzana. En las casas destruidas de la Grossneumarkt colgaban sábanas blancas. Los ingleses habían decretado el toque de queda.

Volvió a subir las escaleras.

En el tercer piso, en el marco de la puerta, esperaba la señora Eckleben. ¿Ha visto a los tommys?

No.

¿Qué hace usted por las noches? La lámpara de la cocina se mueve y el techo tiembla.

Estaba oscuro, por lo que no pudo ver cómo me ponía roja. Hago gimnasia.

Bremer estaba esperando arriba. Las calles están completamente vacías. Hay toque de queda.

Vamos a esperar, dijo él, es mejor no hacer nada; si no, llamaremos la atención, aquí se está bien. Yo era casi tan alta como él, uno ochenta más o menos, él no necesitaba agacharse, boca y ojos al mismo nivel, sin tener que levantar la cabeza.

Estaban tumbados en aquella balsa de colchones, tapados, la cocina solo se podía calentar un rato, como para estar desnudos, y le hablaba de su marido, de Gary, que en realidad se llamaba Willi y era piloto de barcazas, capitán de una pequeña embarcación, como quien dice, y cruzaba el Elba a los trabajadores del puerto, de Astilleros Alemanes y de Blohm y Voss. Por la mañana, cuando los niños estaban en el colegio, ella bajaba a los embarcaderos, no estaban muy lejos, y le acompañaba, a su lado, delante en la cabina. Cruzaban el Elba, nada más. El viento levantaba olas. La barcaza cabeceaba. La espuma golpeaba en los cristales. Él la cogía en brazos y le decía: Cualquier día nos vamos, cruzamos el Atlántico, a América, y nos buscamos una isla. Esa sensación: un hormigueo en el estómago, olas, las olas de verdad son algo maravilloso.

Llevaban cinco años casados cuando Gary empezó a hacer travesías nocturnas. Al principio no pensó nada, luego en una mujer. No obstante, lo extraño era que, cuando volvía de madrugada, se acostaba con ella. Tengo turno de noche, decía. La barcaza no era suya, así que no podía salir cuando quisiera. En aquella época ganaba mucho. Las travesías nocturnas se pagaban el doble. Pudieron comprarse algunas cosas: los muebles de la sala, un armario, dos sillones, un espejo y cuatro sillas, todo en madera de abedul y barnizado. Él se compró trajes, caros. Paño inglés, lo mejor de lo mejor. Y zapatos. Zapatos americanos. El lord del Trampgang le llamaban en el vecindario. A mí me resultaba molesto. Aquello no iba con el barrio. Andaba por ahí como un director, fumaba cigarrillos, Loeser & Wolf, también habanos auténticos. A veces lo despertaban por la noche. Venía uno y decía: Vamos, tienes que venir. Se vestía, a toda prisa, y le daba un beso. Y no volvía hasta por la mañana. Tengo que llevar a marineros a sus barcos, decía. Aquello era extraño. Una noche, ella ya estaba durmiendo, dijo su voz: Vamos, Lenita, tienes que acompañarme, vístete rápido. Me puse el abrigo por encima y un sombrero. Fuera llovía. No, no solo llovía, había tormenta. Abajo había un taxi. Al puerto, a los embarcaderos. Allí estaba su barcaza. El ayudante que le solía acompañar no había venido. Siempre tiene que haber alguien para echar las amarras a la hora de atracar. Aquella noche salieron al Elba, había oleaje, el agua estaba picada. Y luego, una oscuridad total. Era peligroso, lo vi al mirarle, el modo en que estaba allí, abrazado al timón, con un cigarrillo apagado en la boca. ¿Qué pasa? No dijo nada, estaba ocupado en coger bien las olas.

Una motora surge de la lluvia. Se acerca lentamente y navega a su lado, en dirección al puerto. Una señal luminosa procedente de la motora: tres cortas, dos largas. Gary coge la linterna: cuatro cortas, una larga, se pega a la lancha, detrás de la popa, se balancea con fuerza. ¡Ahora!, ruge, ¡coge la cuerda! Nos tiraron una cuerda. ¡Amárrala en su sitio! Conozco todos los nudos por mi padre, que había estado a bordo de gabarras, así que la amarro, estoy empapada, empapada de lluvia, empapada de agua, la espuma nos caía encima, y Gary mueve el timón, tenía que cortar las olas limpiamente para que la barcaza no se llenase de agua. Y eso sin contar las olas que provocaba la popa de la motora. Y entonces, ¡zas!, arrojan algo por la borda. La lancha se aleja. Vamos, grita Gary. Siempre he tenido mucha fuerza, tiré de aquello, era amarillo.

¡Dios, Lena!, pienso, ¡es un hombre!, está sujeto por un chaleco salvavidas, tiene el rostro pálido, es un niño, y grito. ¿Qué pasa?, ruge Gary. ¡Vamos, maldita sea, vamos! ¡Y cógelo con fuerza! Sigo tirando, saco el bulto del agua. ¡Cógelo con fuerza!, ruge él. Lo subí a bordo, una cosa clara, un paquete, con tela encerada, por eso era tan claro. Comprendí qué era lo que Gary estaba haciendo allí: contrabando. ¿Qué es eso?, le pregunté cuando volví a su lado en la cabina. Nada, dijo, no sabes nada, no has visto nada. Estaba helada y hecha una sopa. Me castañeteaban los dientes. Él me había pasado el brazo por los hombros y silbaba. Estaba de buen humor. Ahora ya no tenía que mover tanto el timón porque íbamos a favor del viento y las olas venían de popa. Fuimos al Tante Anni. Allí entregó el paquetito a un tipo, un medio gigante. Bebimos un grog. Y luego otro. Gary se puso a tocar el peine en la taberna. Elige una, dijo él. La paloma, dije yo. Sabía tocar el peine como nadie. Un trozo de papel de seda encima y tocaba La Internacional, Brüder zur Sonne zur Freiheil, un montón de canciones de moda. Hubiera podido actuar en un espectáculo de varietés. Nunca había aprendido a tocar un instrumento. Solo lo hacía con el peine. Pero eso lo dominaba, tanto, que las mujeres se derretían. Sus escapadas se fueron haciendo cada vez más largas. El lord del Trampgang. Pasaba fuera noches enteras, luego volvía, se metía en la cama caliente y se dejaba cuidar. Mentía. Decía, no pasa nada, de verdad, y me abrazaba. Y yo lo creía porque quería creerlo. Sabía que no iba a servir de nada, absolutamente de nada, que le dijera: No me lo creo. No hay que engañarse. El amor es hermoso porque es cosa de dos, pero eso es también lo malo, dijo la señora Brücker, por eso resulta tan difícil separarse. Y la mayoría no lo hace hasta que ha encontrado a otra persona con la que poder ser dos. Se acostaba a su lado, despierta, desde entonces sabía cuándo dormía profundamente, cuándo soñaba y cuándo roncaba. Eso también tiene su orden. Pero bueno, aquel día, después del viaje tormentoso por el Elba, se fueron a casa, cogidos del brazo y ligeramente alegres por el grog, ella con su vestido empapado. Pero por dentro me sentía muy caliente. Él sabía hacerlo.

Dos meses después, por la noche, él está sentado en la cocina, bebiendo su cerveza y comiendo patatas asadas, cuando llaman a la puerta, y fuera están los de la judicial. Se lo llevaron con ellos. Le cayeron tres años. Cumplió uno. Pero se le acabó lo de capitán de barcaza. Por suerte, también tenía el carné de camiones. Así que se puso a viajar, por tierra. Capitán de las carreteras. A Dinamarca, Bélgica, la mayoría de las veces a Dortmund y Colonia. Y allí tenía algunas mujeres. Venía a casa para coger ropa interior limpia. Era, se paró, me miró con sus ojos azul lechoso, un hijo de puta. Sí, dijo ella, piensas que no soy justa, pero no, era un hijo de puta, pero un hijo de puta que «tocaba» el peine maravillosamente.

Así me lo contó ella, así se lo habrá contado también al desertor Bremer, que estaba tumbado junto a ella en los colchones de la cocina, probablemente con apenas rastro de aquellos ecos dialectales que se irían acentuando con la edad, algo que, por lo demás, también yo pude observar en mi madre, que cuanto más mayor se hacía, más hamburgueseaba. ¿Y Bremer? Bremer estaba allí y escuchaba. Tenía veinticuatro años y, salvo un par de experiencias de guerra que ella no quería escuchar, no tenía mucho que contar. Pero estar así, tumbada junto a él, era muy bonito. Cuerpo a cuerpo. También se puede hablar sin decir palabras. Mi cuerpo estaba mudo y sordo. Casi seis años, con la excepción de la Nochevieja del 43. También se lo había contado a Bremer. Era tan bonito poder hablar de los tiempos pasados. Él escuchaba. Es verdad que había ocultado que tenía una mujer. Y un niño pequeño. Tal vez por eso no podía decir nada. Yo le hubiera acogido y escondido igual. Aquello no tenía nada que ver con la simpatía. Hubiera ayudado a cualquiera que ya no quisiera tomar parte en aquello. Escondiéndolo sin más. Lo pequeño es lo que hace tropezar a los grandes. Basta con que seamos muchos para que caigan. Tu abuela, esa sí que era valiente. En una ocasión intervino. ¿Conoces la historia de la porra? No, mentí, para escucharla una vez más de labios de la señora Brücker. Una historia que le había oído muchas veces a mi tía siendo niño y que había sucedido en el verano del 43. La abuela, una mujer enérgica de pelo gris, con una gran tripa reforzada por un corsé, hija de un panadero de Rostock, poseedora de la Cruz de la Madre, nunca había mostrado interés por la política. Bastante tenía con criar a cinco hijos. Aunque más tarde se manifestó en contra del rearme. Vivía en la Alter Steinweg y, como era una mujer tan resuelta, la pusieron al cargo de la protección antiaérea. Tras la primera gran incursión sobre Hamburgo, en julio del 43, había salvado a dos niños del fuego; se le había chamuscado el pelo y las pestañas se habían convertido en pequeños grumos de un color pardo amarillento. En la Alter Steinweg, prisioneros de guerra rusos quitaban con palas los escombros de la calle, figuras hambrientas, con las cabezas al cero. Soldados letones de las SS armados con porras de goma los obligaban a trabajar. Entonces tu abuela, con el casco colgado del brazo como si fuera una cesta de la compra, se fue hacia uno de los SS que estaba golpeando a los prisioneros y le quitó la porra de la mano, dejándole con un palmo de narices. Ya está bien, había dicho. Luego continuó su camino como si tal cosa, y nadie se atrevió a tocarla. Hay que saber decir no, dijo la señora Brücker, como Hugo. Él es valiente. Cambia los pañales a los ancianos en el área de cuidados. Hice muchas cosas mal. Y a menudo miré para otro lado. Pero entonces tuve una oportunidad, al final de todo. Tal vez sea lo mejor que he hecho, esconder a una persona para que no la matasen y tampoco pudiese matar a otras. Lo que vino a continuación tuvo que ver con la rapidez con que pasó todo. ¿Entiendes? No, no lo entendía, pero le dije que sí para que continuase con la historia.

Estaban en la cocina, tumbados en la isla de colchones, y escuchaban. Qué silencio. Pasó un coche con megáfonos. Una voz chillona y gastada, lejana. Escucha, dijo él. ¿Entiendes algo? ¿Qué dice? ¿Es alemán? Ella escuchó atentamente. Tonterías. Y comenzó a contarle cómo en los primeros días de la guerra habían hecho ejercicios para que no se viesen las luces, entonces siempre había por ahí coches con megáfonos. Ahora lo harán por los rusos. También tienen aviones. Pero he oído decir que son unos pájaros no muy ágiles. ¡Silencio!, dijo él, ¡cállate, por favor!

¡Maldita sea!, por un momento se enfadó de verdad. Pero ella siguió hablando, porfiada y en voz alta. Se puso en pie de un salto y corrió a la ventana. ¡Cuidado!, le gritó ella, ¡no abras la ventana! El megáfono enmudeció. Se oía algo parecido al inglés, dijo él. Tonterías, era alguien que hablaba la jerga del puerto, era el jefe de distrito, lo conozco. Se llama Frenssen. Levantó la colcha. Pero él ya no quería acostarse, se puso por encima su chaquetón de la Marina y se fue a la ventana. Allí estaba, con sus delgadas piernas desnudas, mirando atentamente a la calle.

Un silencio lejano, profundo. De vez en cuando algún bombardero sobrevolaba la ciudad. Ninguna explosión. Ella estaba dormida. Chasqueó la lengua en sueños. Volvió a acostarse. Aquella noche, las sirenas aullaron un instante, como si la ciudad suspirase al despertar de un sueño lleno de árboles en llamas, asfalto derretido y antorchas estridentes. Él había servido muy al norte, en su patrullera, hasta que lo habían trasladado gracias a su insignia ecuestre. Montar a caballo le gustaba. Solo tenía que acariciar la grupa de un caballo, de un caballo que hubiese sudado, y luego oler la mano; aquel olor que quedaba a aire, a sudor de caballo y a piel, le recordaba a Petershagen, al Weser; allí los prados llegaban hasta la orilla y el río serpenteaba a lo largo de ella, no muy rápido, aunque se podía ver la corriente, con muchos remolinos pequeños.

Se despertó por la mañana. Llegaban voces de la calle. Incluso de un auto en la travesía, pero no de los de gasógeno, era otro ruido, más suave que el de un Diesel. La gente está en la calle, dijo desde la ventana. Han levantado el toque de queda. Ella podía bajar y echar un vistazo, por favor, sin tardanza. Ya. Él insistía, como si no pudiera esperar a salir de la cocina, de la casa. Ni siquiera le dejó hacer un café, no hubo abrazo. Allí estaba, vestido, como si quisiera marcharse, largarse, miraba hacia la Brüderstrasse como si se fuera a tirar por la ventana.

Ella fue a la Grossneumarkt. La gente formaba corros y hablaba de los ingleses, que habían llegado el día anterior. La ciudad había pasado de un general en jefe vestido de gris a otro con uniforme caqui. Se habían producido un par de actos de pillaje, pero no molestaron a las mujeres. Aunque tampoco dieron chocolate a los niños. Como siempre, se habían formado colas en las bocas de riego. Sin embargo, ya no se veían uniformes alemanes, ni grises, ni azules, ni marrones. Se dirigió a la Rathausmarkt. En el Michaelisbrücke vio al primer inglés. Estaba sentado en un vehículo blindado de reconocimiento y fumaba. Una gorra en la cabeza, los hombros del jersey reforzados con cuero. Aquel jersey le recordaba un poco a una cota de malla. Llevaba pantalones marrones anchos, polainas y borceguíes. En el vehículo había otro tommy que tenía puestos unos auriculares y hablaba por un aparato de radio. El que estaba encima tenía la cara al sol. Así que estos son los vencedores, pensó ella, sentados y tomando el sol. Al lado del blindado había un grupo de soldados alemanes. Estaban en el bordillo. Uno tenía a su lado una carretilla y, encima, un petate y dos mochilas. Unas mochilas como las del Reichswehr, forradas de becerro. Eran hombres mayores. Su impedimenta estaba hecha de retazos. A uno de ellos, un viejo con un emplasto en la nariz, le colgaba de los hombros una manta de lana como si fuera una salchicha gigante. Estaban sin afeitar y parecían cansados. El inglés no miraba a los alemanes, los alemanes no miraban al inglés. Solo que ellos no tenían el rostro al sol. La mayoría estaban sentados y miraban fijo hacia delante. Uno se había quitado la bota, había puesto el calcetín agujereado sobre el empedrado y se estaba hurgando entre los dedos. De vez en cuando se olía el dedo de la mano.

Cuando llegó a la Brüderstrasse, vio el gentío delante de la casa. Allí había vecinos, extraños y también dos policías alemanes. Su primer pensamiento fue: Han a arrestado a Bremer. Tal vez alguien lo había descubierto, pero también podía ser que se hubiese aventurado a salir de la casa y hubiese sabido por la señora Eckleben que la guerra había terminado. Lena Brücker se abrió paso entre la gente hasta la escalera. Allí estaban la señora Claussen y mi tía Hilde, que vivía abajo, en el primer piso y en cuya cocina me gustaba tanto sentarme de niño. Pobre hombre, dijo la señora Eckleben, no ha soportado la deshonra. ¿Qué ha pasado?, preguntó Lena Brücker, por amor de Dios, ¿quién ha sido?, y notó que su corazón estaba helado. Tía Hilde señaló en dirección a la casa de Lammers, que vivía en el bajo, donde más tarde se alojaría el relojero Eisenhart. Un hombre trataba de coger a la grajilla de Lammers, que se había escapado de la jaula abierta y revoloteaba nerviosa de un sitio para otro. ¿Dónde está Lammers? La señora Eckleben señaló al zaguán; allí, en la oscuridad, delante de la puerta del refugio antiaéreo, Lammers colgaba de una soga atada a la barandilla de la escalera. Llevaba su uniforme de vigilante de manzana y tenía la cabeza ladeada, como si quisiera apoyarse en alguna parte, en el hombro o en el pecho de alguien. Debía de haberse puesto el gran casco de acero de la Primera Guerra Mundial, pues se le había caído de la cabeza y ahora estaba a los pies como un orinal.

Abrió la puerta de su casa, pensó si no debería decírselo ahora, la guerra ha terminado, al menos para Hamburgo, en la escalera el vigilante Lammers está colgado de una soga; entonces Bremer preguntó: ¿Están los ingleses en la ciudad? Sí, dijo ella, los he visto, sentados en el Michaelisbrücke, con soldados alemanes. Están tomando el sol.

¿Lo ves?, dijo él, lo sabía, se han puesto en marcha, contra los rusos.

Sí, dijo ella, tal vez. ¿El periódico? Aún no hay periódicos, las noticias se divulgan por altavoces y por la radio. El gobierno de Dönitz ha instado a mantener la disciplina, nadie puede abandonar su puesto. Él la abrazó. Las tiendas volverán a abrir. La administración está en marcha. Mañana iré al trabajo. Lo besó.

Y yo, dijo él, ¿qué debo hacer?

Lo primero, esperar.