Las tres primeras charlas de esta serie no han sido especialmente ligeras. Ni lo será la última. Por eso es el momento de una ruptura. Pero aunque la materia que quiero tratar ahora es inherentemente absurda, el derroche económico que acarrea, el deterioro de esperanzas y emociones humanas que genera, me hace difícil «mantener la calma». Los cultos de la insensatez, las histerias organizadas, el oscurantismo, que se ha convertido en un rasgo tan importante de la sensibilidad y la conducta occidental durante estas décadas pasadas, son cómicos y a menudo triviales hasta cierto punto; pero representan una ausencia de madurez y una autodegradación que son, en esencia, trágicas.
Los fenómenos en los que pienso son tan amplios, tan diversos e interrelacionados que es casi imposible en el espacio de que disponemos ofrecer algo más que unas pocas indicaciones taquigráficas. Pero el hecho general es claro: en términos de dinero y de gasto, del número de hombres y mujeres implicados en mayor o menor grado, en términos de la literatura generada y de las ramificaciones institucionales, nuestro clima psicológico y social es el más infectado por la superstición y el irracionalismo de todo tipo desde el declinar de la Edad Media y, quizás, incluso desde la crisis del mundo helenístico. Una clasificación de los fraudes y aberraciones relacionados con el asunto sería útil, como fueron los compendios medievales de satanismo y maleficencia, pero está más allá de mi competencia, o de mi estómago; por eso, permítaseme proponer algunas rúbricas generales e imprecisas.
La estadística, ciertamente provisional, nos dice que la astrología es ahora un negocio que mueve algo así como unos veinticinco millones de dólares al año en las sociedades industriales occidentales. La inversión representada por las actividades astrológicas en el tercer mundo y en las comunidades emergentes semitecnológicas de Asia está, muy probablemente, más allá de cualquier cómputo seguro. La literatura astrológica inunda los puestos de libros; sólo en unos pocos periódicos de calidad no aparece actualmente una columna astrológica diaria o semanal. Las revistas, de las más infames a las más elegantes, publican sus horóscopos semanal o mensualmente. Haciendo un cálculo aproximado, el número de astrólogos en ejercicio en los Estados Unidos es el triple del número total de hombres y mujeres inscritos en el colegio profesional de física y química. La intensidad de la credulidad individual modula todo el panorama, desde la obediencia total –seres humanos adultos que se abstienen de ir al trabajo y se meten en la cama cuando las estrellas están en una configuración amenazantehasta el murmullo suavemente desconcertado y desaprobador de las almas elegantes que «realmente no creen en todo eso» pero sienten que podría haber algo de verdad en ello. «Después de todo, querido, ¿no afectan las manchas solares a los campos magnéticos, y no está la Tierra rodeada por la incidencia de los rayos cósmicos?» La analogía inferida es una absoluta tontería, pero no importa.
Subamos ahora por la escala de la necedad y lleguemos hasta lo astral o lo galáctico. Objetos voladores no identificados han sido observados en grupos iluminados girando, cerniéndose sobre el planeta Tierra. Sobrios pilotos han consignado avistamientos desde sus aviones en las profundidades del cielo. Platillos aerodinámicos han dado amable caza a automóviles que se apresuraban al hogar por las carreteras de Arizona o Nueva Gales del Sur. Pero esto son sólo naderías. Los ovnis han aterrizado, han dejado marcas de quemaduras con forma de huevo y la hierba aplastada. En cierto número de casos, seres extraños pero benignos han salido y se han llevado a los terrícolas en breve custodia. Han expresado sentimientos consoladores o de advertencia sobre el futuro del hombre, su destino político, su salvación ecológica. Han colaborado con ciertos individuos humanos dotados, concendiéndoles poderes de clarividencia y acción psicocinética (así al menos lo asegura el biógrafo de Uri Geller).
¿Alguien duda de estas visitas? Pues bien, no se podrá negar la «aplastante evidencia» de los visitantes extraterrestres del pasado. Miremos a nuestro alrededor: los dibujos en las rocas de los desiertos del Sahara o de Kalahari con su marcas de apariencia astronómica y las misteriosas siluetas o figuras con cabezas puntiagudas; los enigmáticos esquemas de líneas entrecruzadas y de sombreados que aparecen grabados en los valles andinos, alineaciones sólo perceptibles plenamente desde el aire; la calavera de un hombre de Neandertal atravesada por un supuesto proyectil metálico, de forma esférica; los dólmenes y menhires enigmáticamente colocados en parajes por otra parte sin más huellas; los fragmentos de escritos o pictogramas supuestamente indescifrables y más antiguos que la escritura de la Isla de Pascua o las runas de Mohenjo-Daro. Mírese a cualquier parte en las mitologías antiguas, por ejemplo el relato de cómo los hijos de Dios vinieron a las hijas de los hombres en Génesis 6. No hay ninguna religión, ningún cuerpo antiguo de mitos, ningún legado arcaico de creencia o ritual, que no muestre algún registro, alguna alusión, del descenso sobre la Tierra de criaturas más perfectas que la especie humana.
Una vez más, desde luego, se invoca un paralelismo totalmente espurio. Que nos encontremos ahora en un proceso de revisión de todos nuestros presupuestos sobre las técnicas de observación de las comunidades prehistóricas; que parezca como si los círculos y alineaciones megalíticas de piedras, desde las islas Baleares a las Hébridas, pudieran haber sido más bien indicadores estacionales y astronómicos; que nuestra idea de la evolución lineal esté siendo puesta a prueba en alguna medida por un modelo cíclico más sutil, éstos son hechos auténticos, susceptibles de investigación racional, susceptibles de crítica y refutación. No tienen nada que ver con las portentosas imbecilidades de la chifladura por los ovnis o con la fantasía de las embajadas galácticas. Sin embargo, estos temas han producido una moda de publicaciones, en realidad una industria editorial, que hace circular millones de ejemplares de revistas, folletos y libros.
El término «astral» se relaciona con una segunda clase de gran farsa. Lo oculto es ahora una vasta industria con subdivisiones múltiples. Fenómenos psíquicos, psicocinéticos, telepáticos, son estudiados con la mayor seriedad. Clarividentes de todo tipo, que van desde la señora de las hojas de té del parque de atracciones a grafólogos, quiromantes, geomantes y echadores del Tarot. Si el ectoplasma goza ahora de poco favor, al haberse detectado el fraude original en todos los casos examinados, no sucede así con los médium. Se trata simplemente de que la vieja rutina de la mesa, los golpes y la lámpara cubierta con un velo han cedido el paso a las técnicas más suaves del aura magnética y la hipnosis. La percepción extrasensorial está completamente de moda. Basada en acontecimientos tales como el déjà-vu, sacando toscas analogías de la existencia de los campos electromagnéticos en torno a los acontecimientos y objetos materiales, recurriendo de forma tremendamente ingenua a las hipótesis de la indeterminación y la complementariedad de la física de partículas, el lobby de la percepción extrasensorial prospera.
Se ha erigido todo un edificio de pseudociencia sobre los cimientos de ciertas anomalías indudablemente interesantes de la percepción humana y de las leyes de la estadística, que no son, por supuesto, leyes en ningún sentido irrevocable y transcendentalmente determinista. A coincidencias, muchas de ellas totalmente inverificables, se les asigna un peso misterioso. Repeticiones, o grupos aparentemente anómalos en lo que debería ser solamente una serie de sucesos fortuitos –la carta acertada que se vuelve hacia arriba, una adivinación mejor que el promedio de los símbolos ocultados, etc.–, todo esto se cita como evidencia de una visión animista u oculta del universo. Sin saberlo él mismo, pero de forma plenamente familiar a los adeptos de la Rosacruz, el Golden Lotus, o los Atlantes Ocultos, el hombre moderno está enredado en una red de fuerzas psíquicas. Hay inversiones o sincronismos del tiempo en los que pasado, presente y futuro se superponen. Las presencias astrales serán manifiestas; el dado mostrará siempre el seis; el número de la licencia de tu perro es tres veces el cubo partido por dos del número de teléfono del ser amado. Los constructores de las pirámides sabían, Nostradamus sabía, Madame Blavatsky transmitió el secreto a Willie Yeats. Mande a recoger gratis el folleto informativo.
También aquí existe una analogía racional que puede servir de contraste. Pero la cuestión ha de plantearse con sumo cuidado.
Supuesta una serie numerosa de complejidades, no es menos cierto que nuestro lenguaje cotidiano y nuestra imaginación rutinaria operan todavía con el dualismo burdo y rápido de mente-cuerpo. Recurrimos sin analizarlas a polaridades tales como psíquico y físico, mental y corporal, innato y adquirido, y en ese aspecto apenas hemos progresado respecto de los esquemas disociadores de la filosofía idealista y cartesiana. Hay, por apelar a un conocido modismo, un duende en la maquinaria y de alguna manera los elementos del par están sincronizados. Cuando nos tomamos la molestia de reflexionar, de considerar la evidencia, sabemos, por supuesto, que ese tosco dualismo no funciona. Las categorías son desesperadamente indistintas; las zonas intermedias, los modos de interacción y determinación recíproca son terriblemente numerosos. La capacidad de sugestión actúa sobre el dolor; las prácticas hipnóticas y de simpatía son seguidas con frecuencia por la desaparición de verrugas; la acupuntura no es ningún truco a menos que entendamos por tal la aquiescencia activa del sistema nervioso en un proceso analgésico. Éstos son ejemplos banales elegidos entre un amplio espectro de realidades psicosomáticas. Recientes estudios de la génesis del habla humana indican que hay una mediación crucial entre la matriz neurofisiológica o incluso neuroquímica, por una parte, y factores que sólo pueden ser llamados psiquicoculturales, por otra. Dondequiera que nos volvamos –a las teorías de la percepción humana, al estudio de la ansiedad y la psicopatología, a la lingüística, a la biología molecularencontramos revaluaciones correlativas de todo el modelo de cómo la mente y el cuerpo pueden corresponderse. Por ahora, sin duda es un honrado lugar común decir que la conciencia actúa sobre el entorno, que la conciencia es, en algún sentido, la estructura medioambiental, y que las relaciones recíprocas entre lo inmaterial y lo material constituyen una retroalimentación dinámica. En todas partes, el viejo divorcio de carne y espíritu está cediendo el paso a la metáfora mucho más compleja de un continuum.
Igualmente, se está llevando a cabo una revisión fundamental de nociones básicas como suerte, probabilidad o ley. El desarrollo de la física cuántica ha traído consigo un debate filosófico de gran intensidad y gran repercusión sobre las bases mismas de lo que llamamos objetividad. Lo que caracteriza a las hipótesis actuales sobre la energía, el espacio, la direccionalidad del tiempo, es una sutileza y una provisionalidad sin precedentes; incluso, diría yo, la licencia poética. El ataque de los ocultistas y vitalistas al determinismo mecanicista de las ciencias naturales es un ataque a un hombre de paja. El mecanicismo de Laplace, o de la termodinámica del siglo XIX, si tal era, ha sido profundamente socavado no por los traficantes de misterios, sino por las propias ciencias exactas y matemáticas. Muy recientes conjeturas cosmológicas admiten incluso la posibilidad de que las constantes físicas y las leyes de la relación masa-energía se hayan modificado en la historia del universo. La situación actual de la filosofía es de una amplitud especulativa incomparable.
Comparadas con estas consideraciones, las pretensiones de los nuevos magos, de los videntes, de los dobladores de cucharas, son completamente aburridas y mecánicas. Ésta es la cuestión crucial. Los avances del pensamiento matemático, los avances de la ciencia empírica en lo todavía desconocido, proporcionan respuestas teóricas, cada una de las cuales, a su vez, plantea preguntas en un nivel de complejidad aún más elevado, en un nivel superior de riqueza conceptual y de inteligencia. Las imágenes del mundo y del lugar de la conciencia en la realidad que emergen de la ciencia superan nuestras expectativas y medios de expresión. Por contraste, las explicaciones propuestas por los creyentes en las emanaciones astrales, en las colisiones cósmicas, en las fuerzas ocultas de la quinta dimensión, son completamente previsibles y reaccionarias. Hacen trampas con fichas y fantasmas tan viejos como el miedo humano. Pretenden imponer sobre la inconmensurable complejidad y agudeza de los hechos, cuando aprendemos a descifrarlos, una burda reglamentación. La antimateria y las estrellas de neutrones son hipótesis de trabajo tan profundas, tan elegantes, como la gran música; los hombrecillos verdes de orejas puntiagudas o la falsificación del ventrílocuo de las voces de nuestros muertos queridos son simplemente una lata. O, por decirlo de otra manera, sin duda hay mucho más en el cielo y en la Tierra de lo que soñaba la filosofía de Horacio. Pero ¿quién ha afirmado nunca que Horacio fuera una gran filósofo?
Hay, además, un lado más repugnante del tablero de la uija. El exorcista es solamente la más calculada y nauseabunda de las innumerables explotaciones de la moda de lo oculto. La basura satánica se expande ahora en libros, revistas, películas, sesiones de espiritismo, o en la pornografía homicida que sigue a acontecimientos tales como los asesinatos de Manson. La afirmación de que los agentes malignos están ahí afuera y deben ser calmados es una explotación deliberada de los miedos y las miserias humanas. Recuerden que en la magia hay siempre un chantaje.
La tercera de las esferas mayores de la insensatez es lo que podría ser denominado «orientalismo». El tema no es nuevo en absoluto. El recurso a la sabiduría de Oriente es habitual en el sentimiento occidental desde el tiempo de los cultos mistéricos griegos hasta la francmasonería. Registra un dramático movimiento ascendente durante la última década del siglo XIX. Inspira la obra de Hermann Hesse, de C. G. Jung y, al menos en cierta medida, de T. S. Eliot. Desde la Segunda Guerra Mundial, se ha convertido en una verdadera plaga.
Los chicos de las flores dirigieron sus pasos a Katmandú. Los pelados devotos de Hare Krishna dan saltitos por Broadway y Piccadilly, con sus túnicas azafrán, haciendo sonar sus panderetas. El ama de casa y el empresario contemplan su físico delicuescente en el triste estiramiento de la clase de yoga. Las barritas de incienso se consumen bajo el póster del mandala, junto al signo tibetano de la paz y la estera de oración en el estudio de Santa Mónica o Hammersmith. En la universidad de Bacon y Newton, de Darwin y Bertrand Russell, miles de estudiantes se amontonan a los pies, calzados con sandalias, del Maharishi. Meditamos; meditamos transcendentalmente; buscamos el nirvana en trances suburbanos. Bolas de mantequilla adolescente descienden a nosotros vía Air India, proclaman que son el Camino y la Luz, ofrecen clichés inefables sobre los poderes sanadores del Amor y esparcen pétalos de flores con sus dedos rollizos. Llenamos el estadio para escuchar su revelación. Resulta que son astutos charlatanes y especuladores. La Luz y el Tao brillan sin atenuarse. «¿Cuál es el sonido de una mano que aplaude?», pregunta el maestro zen. «La estrella es el loto; om mani padme...», mascullan unos lamas de pacotilla. Tanka y guru, haiku y dharma; una iridiscente insensatez se ha infiltrado en nuestro discurso.
No son tanto estas apariencias externas lo que cuenta; pueden pasar, como pasó la pasión por el «estilo chino» en las tiendas de muebles del siglo XVIII. Se trata de una idealización implícita de valores excéntricos o contrarios a la tradición occidental. Pasividad contra voluntad; una teosofía de la estasis o del eterno retorno frente a una teodicea del progreso histórico; la monotonía focalizada, incluso el vacío, de la meditación y el trance meditativo como opuestos a la reflexión lógica y analítica; ascetismo contra prodigalidad de la persona y la expresión; contemplación frente a acción; un erotismo polimórfico, al tiempo sensual y abnegado, como contrario a la codiciosa, y sin embargo también sacrificial, sexualidad de la herencia judeohelénica: éstos son los términos de la dialéctica. El estudiante que pasa las cuentas de su rosario o contempla un koan zen mientras vaga en una neblina melancólica, el ejecutivo apresurado que corre a su clase de meditación o a la conferencia sobre el karma, están tratando de ingerir elementos pre-envasados, más o menos de moda, de culturas, rituales, disciplinas filosóficas que son, en realidad, tremendamente remotas, distintas y de difícil acceso. Pero está también, y esto es más importante, articulando una crítica consciente o instintiva de sus propios valores, de su identidad histórica. El largo y difícil viaje a Benarés o Darjeeling es un intento de escapar de las sombras de nuestra propia condición.
Estas corrientes de irracionalismo –astrológico, oculto, oriental– son, evidentemente, síntomas. ¿Cuáles son las causas subyacentes? Al implicar fenómenos tan amplios y confusos, las generalizaciones están condenadas a ser forzosamente inadecuadas. Pero ya que nos situamos ante las fuentes mismas de lo que constituye el ambiente de nuestro mundo contemporáneo, y de nuestro tema en estas conferencias, vale la pena hacer algunas conjeturas.
Es una obviedad decir que la cultura occidental está sufriendo una dramática crisis de confianza. Las dos guerras mundiales, la vuelta a la barbarie política de la que el holocausto fue sólo el ejemplo más bestial, la inflación continua –factor que corroe la estructura de la sociedad y la persona de una forma radical y no plenamente comprendida todavía–, todo eso ha provocado un ataque de nervios generalizado. Ya minada por el racionalismo y el punto de vista científico-tecnológico, la religión organizada, y el cristianismo en particular, se demostró impotente, y realmente corrupta, frente a la masacre de la Primera Guerra Mundial, y frente a los terrores totalitarios y genocidas después. Es algo que no se dice con frecuencia de forma suficientemente clara. Quienes se dieron cuenta de que la misma Iglesia bendecía al asesino y a la víctima, de que las iglesias se negaban a hablar con claridad y desplegaban, bajo el peor terror que jamás azotó al hombre civilizado, una política de culpable silencio, quienes conocen estas cosas, no se sorprenden de la bancarrota de cualquier postura teológica a partir de ese momento.
Sin embargo, el mismo recrudecimiento de estos grandes terrores políticos homicidas y la vuelta a las técnicas de la mentira, la tortura y la intimidación, que a finales del siglo XVIII y en el XIX se habían considerado ingenuamente como pesadillas disipadas para bien de la humanidad civilizada, demostraron la insuficiencia de la Ilustración y de la razón secular. Tampoco aquí debemos olvidar que la predicción racionalista fue también terrible y trágicamente errónea. No es fácil tener de nuevo la convicción de Voltaire, convicción repetida con total confianza hace trescientos años, de que la tortura nunca volvería a ser un instrumento político entre los hombres europeos y occidentales. En otras palabras, ni siquiera ha habido opción de que volviera, pues nunca se fue. En el mismo momento en que, en forma de campos de concentración y estados policíacos, los hombres trasladaban el Infierno desde un mítico mundo subterráneo a la realidad mundana, la promesa de un Cielo compensatorio –promesa de la Iglesia– estaba casi disipada. Al mismo tiempo, el contrato humanista liberal había sido roto. Ese contrato suscribe el pensamiento occidental desde Jefferson y Voltaire a Matthew Arnold y quizás Woodrow Wilson. Ahora, ha quedado hecho pedazos. El impacto de este doble fracaso sobre la psique occidental –que yo he intentado analizar más detalladamente en escritos anteriores– ha sido, evidentemente, destructivo.
Afectados por la catástrofe, viviendo bajo la amenaza palpable de la autodestrucción a causa de las armas atómicas y los al parecer irresolubles problemas de la superpoblación, el hambre y el odio político, hombres y mujeres comenzaron a mirar, literalmente, fuera de la Tierra. El platillo volante –cuya aparición en el panorama mental había predicho precisamente Jung– representa una infantil pero perfectamente comprensible satisfacción de los deseos. Incapaz de arreglárselas por sí mismo, el hombre confía desesperadamente en una supervisión benevolente y preclara y, en última instancia, en la ayuda llegada del exterior. Las criaturas del espacio no permitirán que la especie humana se destruya. Dado que están infinitamente más evolucionados que nosotros, los extraterrestres traerán respuestas a nuestros desesperados dilemas. La humanidad puede haber sufrido rupturas apocalípticas antes de ésta. Por alguna razón, se nos dice, las especies sobrevivieron y la espiral de progreso comenzó de nuevo. Nuestros guardianes del espacio jugaron sin duda un papel salvador en esos cataclismos anteriores; testimonio son las huellas de sus visitas; testimonio, el homenaje del hombre a esos auxiliares sobrenaturales tal como registran las religiones, las mitologías y el arte primitivo. Así, justo antes de que nuestros lunáticos políticos aprieten el botón termonuclear, algún personaje galáctico saldrá de su ovni y nos mirará con severa, pero en definitiva terapéutica melancolía.
El sentimiento occidental de fracaso, de potencial caos sociopolítico, ha provocado también una reacción contra el centralismo étnico y cultural que marca el pensamiento europeo y anglosajón desde la antigua Atenas hasta el período de 1920-1930. La suposición de que la civilización occidental es superior a todas las demás, de que la filosofía, la ciencia y las instituciones políticas occidentales están manifiestamente destinadas a dominar y transformar el globo, no es ya evidente por sí misma. Muchos occidentales, especialmente jóvenes, la encuentran aberrante. Horrorizados por la locura de las guerras imperialistas, ultrajados por la devastación ecológica que lleva consigo la tecnología occidental, el hijo de las flores y el freak-out, el militante de la New Left y el vagabundo del dharma han vuelto su mirada a otras culturas. Son las tradiciones de Asia, de la América india, del África negra, las que le atraen. Es en ellas donde encuentra aquellas cualidades de dignidad, solidaridad comunal, invención mitológica, armonización con los órdenes vegetal y animal, que el hombre occidental ha perdido o erradicado brutalmente. En esta búsqueda de la inocencia existe a menudo un legítimo impulso de reparación. Donde el padre colonialista masacró y explotó, el hijo hippy trata de conservar y hacer el bien.
Con todo lo poderosos y ubicuos que sean estos grandes reflejos de miedo y compensación de la dañada sensibilidad de Occidente, me parecen no obstante un fenómeno secundario. La vuelta a lo irracional es, antes de nada, un intento de llenar el vacío creado por la decadencia de la religión. Por debajo de la gran oleada de insensatez está en acción esa nostalgia del Absoluto, ese hambre de lo transcendente, que observamos en las mitologías, en las metáforas totalizadoras de la utopía marxista, de la liberación del hombre, en el esquema de Freud del sueño completo de Eros y Tánatos, en la punitiva y apocalíptica ciencia del hombre de Lévi-Strauss. La ausencia de una teología dominante de un misterio sistemático tal como estuvo encarnado en la Iglesia, es igualmente gráfica en las fantasías del seguidor de los ovnis, en los pánicos y esperanzas del ocultista, en el adepto aficionado al zen. Que la búsqueda de realidades alternativas mediante el uso de drogas psicodélicas, mediante un abandono de la sociedad de consumo, mediante las manipulaciones del trance y el éxtasis, están directamente relacionadas con el hambre de absoluto es algo obvio, aunque la dinámica particular de la relación, especialmente en el caso de los narcóticos, es más compleja de lo que se supuso al principio. Y yo preguntaría de pasada: ¿Tiene un correlato genético? ¿Refleja el destino real de la elite educada, especialmente en Francia e Inglaterra, en la Primera Guerra Mundial? El sueño de la razón llena este vacío con pesadillas e ilusiones.
Por eso, yo creo, las teologías posreligiosas o sustitutas y todas las variedades de lo irracional han demostrado no ser otra cosa que ilusiones. La promesa marxista ha fracasado cruelmente. El programa de liberación freudiana se ha cumplido sólo muy parcialmente. El pronóstico de Lévi-Strauss es de irónico castigo. El zodíaco, las apariciones y las simplezas del gurú no saciarán nuestra hambre.
Queda otra alternativa. La fundamentación de la existencia personal en la búsqueda de la verdad científica objetiva: el camino de las ciencias filosóficas y exactas. Pero ¿tiene futuro ese camino?