POR encima del huésped
que ha dejado en tus ojos la balada del humo,
vuelves a ver el mundo.
Míralo:
con su polen la luz, la madrugada
abriéndose en las ramas de aquel árbol
y el cielo,
más turbio, como un cuerpo
que ha salido del mar y tiene frío.
Tiembla el amanecer
de la forma en que puede una pupila
medirse con la tierra,
palpar su corteza más húmeda,
la sensación de calles navegables
bajo las horas jóvenes del día.
Dulce olor a ciudad. Alguien que nos invoca
en el oscuro portal solitario
pasea junto al miedo. No contestes,
espera,
escribe con la fuerza todavía
de la piel memorable. Agoniza el invierno
sobre la mesa abierta y se deshace
la nieve como un beso discutido
entre la voluntad y la impotencia.
Citada hoy para decir que vive,
llega mi voz rompiendo
sobre el lomo templado de los libros,
en el solar envejecido
donde las tradiciones
escogieron su luz de corazón simbólico,
de pronto la conciencia
de páginas que sueñan y parecen
el humo edificado de los ojos,
el humo edificado.
Siempre estuvo cayendo en esta mesa
el humo edificado,
como tu propia sombra,
como mi voz que acude —porque tú lo demandas—
para citar el alba.
No hay palabras inútiles
cuando la soledad ha esgrimido su cuello
vigilante
y nos hace enemigos
del galope que viene a sorprendernos
desde el amanecer. Yo vivo en tus poemas.
Mira el mundo:
tus ojos y los míos no pueden separarse
en esta brisa de color impuro.
Siempre estuvo el vigía
de parte de la noche, siempre buscó el silencio,
siempre fuimos sus víctimas.
Aunque la sombra viva a los pies de esta casa,
una voz ha cambiado murmullos por palabras,
y tiembla sola,
y amanece contigo.