A Regina y Miguel
A fuerza de llevar los ojos muy abiertos
por ciudades extrañas,
ahora puedo ver lo que me dices,
y sin cerrar los ojos
comprendo tu desnudo,
aunque sé que un desnudo
sólo nos pertenece con los ojos cerrados.
Será porque soy parte de tu luz
y de tu oscuridad,
y voy desde las sierras a las plazas
con el mismo silencio de tus árboles.
La luz no es inmortal, pero nadie ha vivido
nunca más que la luz, más que los firmamentos
que yo aprendí a mirar bajo tus noches
de canciones descalzas entre cristales rotos,
ciudad de noches descubiertas
por los pasos heridos de la imaginación,
bella ciudad que guardas
un ciprés en la música de un piano
como yo guardo rosas en la mirada fría.
En una de las tardes que me dejaste solo,
corrí a espiar tu bolso y encontré
dos pañuelos de agua, dos certezas de pájaro,
un hilo de carmín sobre paredes negras
y cielos limpios,
unas gafas de sol para mirar la luna
de las torres perdidas,
y el monedero desgastado
que dobla los billetes y las cartas de amor,
los campanarios y las azoteas.
Desde una lluvia nítida y lejana,
muy al norte del Norte,
te llamo por teléfono.
Una voz familiar
me responde y comenta que florecen
las sombras de la casa,
que hace sol, un buen día
sobre los puentes viejos, los pasillos
de la Universidad,
la fauna de los bares con paisaje,
el registro civil y sus incertidumbres.
Decente y necesaria
como una biblioteca de provincias,
tiemblas en el abrigo del viajero
igual que un pasaporte que no quiere perderse,
ciudad, calor nevado,
puro contraste impuro.
Conmigo vas, porque me buscas
en la luz descosida de tus atardeceres,
y sin cerrar los ojos
abro en cada regreso mi equipaje,
mi colección de fugas,
que corren por el mundo
hasta que algún espejo les devuelve
la estatura de un niño.
Hay recuerdos y árboles forzados a crecer
con la madera deshojada
de un lápiz de colores.