A veces los insomnios se comportan
como trenes pacíficos.
No viajan a la duda, no recorren
las estaciones del dolor, no insisten
en la daga obsesiva de la culpa,
no muerden el paisaje de lo que se ha perdido.
Para llamar al sueño
el optimismo escucha caracolas.
Un murmullo de almohada envuelve las razones
del amor a la vida.
Ese primer paseo en alguna ciudad
que tiembla todavía en manos del viajero.
La luz del aire limpio después de haber querido
un pacto sin demonios
con la serenidad de los recuerdos.
Una puesta de sol en la Bahía
cuando el cielo se pierde como las aves rojas
que vuelan con sigilo hacia la oscuridad.
El desnudo paciente que nos cierra los ojos
para vivir por dentro una camisa.
El desnudo impaciente que nos abre las sábanas
y llega a convencernos de que a pesar de todo
es noble la mirada de este mundo imperfecto.
Una conversación donde ella me cuenta
las cosas de su día
antes de que yo cuente las horas de su noche.
La amistad, esa luna que rueda por el tiempo
y que brilla redonda hasta la madrugada.
El whisky inolvidable de los libros
y las conversaciones.
El viejo mar cansado que hace preguntas grises
y espera las respuestas azules que le damos
a cualquier inocente.
Los sueños que respiran junto a mí
sin pegarme codazos cuando se dan la vuelta.
Los sueños que hoy aprenden a dormir en mi cama
mientras sigo despierto.
Aquel rincón sin prisas en el río Genil
con un atardecer a precios populares
que llenó mi reloj de otoños y alamedas.
El agua lujuriosa de la ropa empapada,
el frío que persigue los pezones.
La ley de los borrachos,
las leyes del humor y de la gravedad.
El nombre de mis hijos.
La humedad de la fruta y el orden alfabético.
El muchacho que vio la nieve pensativa
en la ventana de un poema.
El tigre que ha pasado por el puente de Brooklyn
para que se refleje su piel en los cristales
tardíos de Manhattan.
La rosa en duermevela del insomnio pacífico.
La loba de la vida
que insiste con su amor.
La loba con su amor innumerable
confundido en mi cuerpo.