Y qué decir de ti,
amiga mía,
compañera de curso en la Universidad
y más tarde serpiente vigilada
en las conversaciones,
igual que una epidemia por las calles.
Y qué decir,
sino que te conozco desde hace muchos años
y vivo de tu parte.
Cuando me arrastro solitario
por los extremos de mi vida,
da gusto coincidir,
hablar contigo,
porque después de las preguntas
y las lamentaciones,
el recuerdo es también palabra nueva,
y cambiar, decidir o sentirme yo mismo
no llega a confundirse con las ascuas
de un asunto penoso.
Tú que sabes reír, guardar silencio
o retorcer canciones al final de una noche,
nunca me fallas si te necesito.
Yo sé que te preocupa tu futuro
y que debes ahorrar en tiempos de imprudencia.
Por eso te defiendo de los calumniadores.
Cuando somos corruptos te llamamos corrupta.
Nuestra pobre avaricia tarda poco
en acusarte de avarienta,
y nada es más obsceno
que mentir en tu nombre
para después llamarte mentirosa,
a ti, mujer de mala fama,
que sólo has intentado quedar bien,
abrazar a la gente
en una fiesta rota.
No se puede decir que con nosotros
las manos de la vida modelaran
una historia de amor.
Nos conocemos demasiado.
Pero es verdad que alguna noche,
con las excusas de la soledad,
subimos juntos a tu habitación
y nos necesitamos.
Siempre me excita descubrir
la luz de mi inocencia en tu inocencia,
esa luz que apagamos
para buscar el resplandor,
lo que hay de entrega tímida
y de primera vez
en nuestro abrazo.
Y cuando los domingos santifican
la mañana orgullosa de este país de súbditos,
me gusta pasear
entre el rumor de las miradas.
Los que viven tranquilos pueden ver en tus ojos
la primavera de mi oscuridad,
y el color conmovido
de un mundo que no duerme.