NO detiene la muerte su larga enredadera,
ni las hojas de plata del invierno científico
que suben como tallos de araña rodeando
la soledad del mundo, el ojo y las estrellas.
Y de silencio muere la palabra en el verso;
lo sé, porque no pudo empapar con su vientre
la savia envenenada, el fuego de raíces
que llamean oscuras debajo de la tierra.
Metáforas gastadas que saben a metáforas.
Lo sé: la luz, el día, la vocación del sol
que nunca se arrepiente, son viejos voluntarios
de los primeros versos escritos a la vida.
Metáforas gastadas, pero también la muerte
se acomodó a las suyas: un alacrán nocturno
y el grito de la espada que levanta en su lámina
las cosas que nos duelen y son el enemigo.
Porque a veces el aire es pólvora, los sueños
se convierten en turbia pesadilla, las balas
aprenden de memoria su destino y el cuerpo
a su destino acude, en busca de la bala.
Entonces yo regreso a vosotras, palabras;
tal vez como el muchacho que recoge la sangre
caída de un amigo, y corre hasta la brecha
y sigue resistiendo desde la barricada.
O quizá como el náufrago que se amarra en un mástil
luchando con las olas y con su agotamiento.
En pie de paz, yo vuelvo, regreso a las palabras,
a vosotras antiguas camaradas del mundo,
camaradas del hombre que os pide y os levanta
hechas lirio, consigna, empeño de futuro,
mientras la luz nostálgica y el arado del día,
todas aquellas cosas que son más que palabras,
siguen amaneciendo con la misma impaciencia
que la muerte utiliza para fijar sus víctimas,
que la muerte utiliza para hacer su comercio,
que la muerte utiliza. Yo regreso a vosotras,
cómplices en la noche de los enamorados,
pequeñas como un nombre que apenas se pronuncia,
oídas en el sótano de las calles más tristes,
canción de retaguardia. Yo regreso a vosotras,
porque busco hasta el límite roto de mi conciencia
esa ciudad oculta debajo de la mano
que me llama sin nieve a la mitad de un sueño
para hacer el amor o darme una noticia.