A Alfredo y Chus
SON de arena escondida.
Los pasos que perdimos al cruzar
por el desierto ambiguo de una fecha
o por el interior
de una fotografía en blanco y negro,
son de arena escondida,
una luz que nos sigue
vieja y al otro lado del presente.
Será porque en algunas ocasiones
la vida nos conduce
hasta una densidad
que es demasiado nuestra para pertenecernos,
o porque somos agua,
o porque los navíos de la luz consumida
mueven sus grandes velas
en el mar imposible del recuerdo.
Serpiente arriba pasan por mis manos
las tardes y los mástiles en busca de su historia.
Estoy en Lima, la ciudad
del aire gris herido
y los pasados luminosos,
entre antiguas mansiones coloniales
en las que vive la miseria,
un extraño vacío de vigas y de yesos
que sale a la ventana,
observa nuestros pasos,
como se mira al mar o al infinito,
y detiene el reloj de la tristeza.
Hasta el tumulto de la calle guarda
un rumor de secretos aplazados.
Hay tiendas y sonrisas,
miradas enigmáticas
y restaurantes desabastecidos,
soles de rayos húmedos,
el oro humilde del Perú
o la emoción lluviosa del planeta,
doblegada a las leyes
de los nuevos soldados del turismo.
Pero ante los comercios
en los que se adormece la madera
con sequedad de barca corrompida,
no paso yo,
sino el rostro del niño
que cruzó por las tardes de Granada
con el abrigo triste de los años sesenta,
heredero de nieves,
en la melancolía temerosa
de sus antepasados.
Estos escaparates de la nada
viven llenos de peces amarillos,
arenas escondidas
en un país de templos y camiones Pegaso,
de himnos y jazmines,
de miseria que anuncia el desarrollo,
a mitad de camino
entre el final amargo de una guerra
y la nueva sintaxis de los televisores.
La máquina del tiempo
no necesita más. Cuarenta años
y el color de mis ojos.
Difícil soledad la de este mundo,
porque mueve sus alas
en el aire mezquino de la Historia,
y, sin embargo, vuela
por la luz asombrada de mi melancolía.