CON palabras manchadas de café
y en tibias sobremesas familiares
intuí, por los ecos
de la vida en la paz de los manteles,
esa misma certeza que luego me enseñaron
los tilos y el paraguas
en las conversaciones del otoño.
Sobrevivir
tiene pasos de zorra,
la cordura amarilla del secreto.
Una extensa mañana de cristales helados
me procuró lecciones y maestros,
fórmulas matemáticas y palabras divinas
que no llegué a entender, porque al oírlas
reconocí de nuevo
que el arte de la edad es ser noviembre,
hilvanar los disfraces
con seda ambigua del amanecer
y costuras de luz al mediodía.
Al salir a la calle,
después de visitar algunos bosques
y ver que se convierten en frutas consumidas,
aprendí que no debo
nombrar la soga en casa del ahorcado,
discutir la traición con los traidores,
responder las preguntas del político.
Apoyado en la barra, lentamente
he apurado la copa
de los jardines amarillos
y paso entre los cuerpos de la fiesta
sin despegar los labios.
Ya no tengo opiniones. Cierro la puerta y voy
en dirección al mundo de mi casa.
He aprendido a callarme cuando me quedo solo.