A tres millas de este sitio podéis verlo. Lo repito, un bosque en marcha.
SHAKESPEARE
ENTRAMOS en Santiago.
Parecido
al olor a caballos de la infancia
algo nos atrapó seguramente.
El sol llegaba frío
y apenas por el patio.
Desde los arcos
nos miraban caídos los párpados del tiempo,
y nos sentimos débiles en medio
de la vida.
Rompimos el asedio
de repente. Después de unos segundos,
indecisos y alegres,
rápidamente fuimos abriéndonos el paso,
divisando
el polvo y las palomas sobre el púlpito,
de par en par la historia
—como un cielo de lluvia—
su paisaje arrugado en los cajones.
Y casi sorprendiendo
una postura obscena de los mitos,
traspasamos ocultos corredores,
huellas abandonadas, naves
y escaleras flotando torcidas sobre un mar
de escombros que descansan,
charcos de tiempo,
vidrios,
que nos dejaron solos
en las entrañas turbias de su reloj
varado.
Como cuando se crece de repente
todo fue más pequeño
y una lejana sensación de asombro
se adueñó de nosotros.
Úbeda estaba al pie del campanario.
El olivar
desfilaba pequeño buscando las murallas
de una ciudad en sitio
y se acercaba lento con banderas de cal.
Parecidos
a los caballos blancos de la infancia
pisamos las ruinas de un imperio,
los restos de su paso,
o acaso fue peor lo que faltaba,
aquella intimidad con las ausencias.
Pues mientras se derrumban los tejados
y los muros
con el color de todos los secretos
esperan temerosos
a que se vaya el sol,
algo vigila allí,
algo
tan sólo semejante
a la pequeña
tranquilidad de un pájaro
de piel adolescente
entre las cicatrices de un viento que pasaba
tal vez para decirnos
de qué manera crece la hierba del silencio,
cómo tiemblan sus patios de soledad y tarde.
Después
de la primera cita morada en el amor,
ya nada importa tanto.
Todavía en el tren
y campo arriba,
en medio de la noche, mientras las luces últimas
de la ciudad se abrían
para mezclarse débiles, violetas
con nuestras sucias sombras
de viajero,
en el cemento enfermo de las primeras casas;
todavía en el tren
y noche arriba,
llevaba yo en los ojos
esa mirada seca con que nos despedimos,
y me puse a escribir para contaros
que aunque crezca la hierba silvestre del silencio,
aunque tiemblen sus patios de soledad y tarde
y exista una pequeña tranquilidad de pájaro,
el viento sigue triste,
seguramente triste y dolorido,
ajeno a los olivos dorados por el sol.
Serán sólo tres millas.
Serán sólo tres millas.
Después vendrá tu cuerpo y la ciudad.