LA nieve no comprende, nunca espera
los ojos del que mira.
Impasible y perfecta cae como un murmullo
en la ciudad de la memoria.
Nadie me llama hoy desde el jardín,
pero tomo conciencia de que ya no me abriga
la voz que nos regaña por bajar a la calle,
y busco calcetines gruesos,
y salgo a caminar
junto a los álamos del río.
Aquí está la estación. Están aquí
los amarillos del tranvía,
el pájaro nervioso entre los juncos,
la fuente del verano con la fruta en el agua.
Tiembla el rosal de frío.
La nieve, igual que el tiempo,
no comprende los ojos del que quiere saber.
Sólo roba las huellas del que pasa.
Nadie viene conmigo,
pero al volver descubro
otras huellas al lado de las mías.
Van hablando tranquilas, silenciosas.
Como el otoño piden
su luz color de leña
y apenas si saludan al muchacho más tímido,
aquel tímido Luis
que cuidaba el pesebre
donde comían los caballos.
Unas huellas acaban en mi casa.
Las otras continúan,
siguen como una espalda hasta perderse
en la ciudad de la memoria.
¡Qué habitados están los lugares sin nadie!
Igual que estas palabras escritas con orgullo.