ASÍ
como pasabas
en el amanecer
de la mitología a los teléfonos
para llamar de pronto,
o de las multitudes al desorden
solitario y esquivo de tu cuarto
en la calle Princesa,
pasas también ahora
de la muerte a la vida,
de los recuerdos al estar aquí,
habitando la mesa donde escribo.
En su rincón más nuestro,
ese que no depende del pasado,
la memoria es azul, y callejera,
y pura realidad, como los versos
que convierten el mar en la nevada
y los ríos de tinta en un amanecer
para que cante el gallo sobre el reino
de la metamorfosis.
Hablamos del amor y la poesía,
tal vez porque este cielo ha decretado
un violeta de Bécquer sobre el mundo,
que guardas en tu voz
como en las páginas de un libro.
Orgulloso de ti,
prefiero los aciertos a la mediocridad
del que cuenta los días y las sílabas
para evitar errores.
Los que han amado mucho
no desmienten su amor
con una mala boda.
Los que escriben poemas necesarios
continúan ardiendo
sobre la leña seca de los libros.
Da igual la perfección,
la irregularidad o la abundancia.
Orgulloso de mí,
vuelvo a ser el muchacho
que te ha visto llegar desde la historia,
con tu mitología
de poetas, república y exilios.
Y llamas por teléfono,
y preguntas la hora,
y sugieres la cita,
conmigo mano a mano,
busquemos otros montes y otros ríos,
para comer al sol de las afueras.
En aquel restaurante del pinar
han subido los precios.
Ahora no puedes invitarme.
Pago la cuenta solo,
pero volvemos juntos en el coche,
y te quedas dormido
sobre el último verso de algún clásico,
o quizás en la cumbre de una rama.
Una vez más me siento el elegido,
mientras el día se disuelve
en el retrovisor
como la inspiración en un poema.