A Marga
Le ciel est par-dessus le toit.
PAUL VERLAINE
ESTA ciudad me mira con tus ojos,
parpadea,
porque ahora después de tanto tiempo
veo otra vez el piano que sale de la casa
y me llega de forma diferente,
huyendo del salón,
abordando las calles
de esta ciudad antigua y tan hermosa
que sigue solitaria como tú la dejaste,
cargando con sus plazas,
entre el cauce perdido del anhelo
y al abrigo del mar.
Si estuvieras aquí
nada hubiese cambiado sino el tiempo,
el cadáver extraño de sus ríos
que siguen sumergidos
como tú los dejaste.
Ahora
siento otra vez mi cuerpo poblarse de veletas
y lo veo extendido
sobre generaciones de ventanas antiguas
mientras la noche avanza solitaria y perfecta.
Somos de una ciudad
cargada de paciencia,
que no conoce el sueño de los invernaderos,
ni ha vivido la extraña presencia del amor.
Como pequeñas venas
los comercios esperan para abrirse mañana
y el deseo no existe
más allá de la luna de los escaparates.
Hemos soñado ya todos los sueños,
hemos vivido aquí
donde la historia olvida sus raíles vacíos,
donde la paz es negra y se recoge
entre plazas cerradas,
sobre tabernas viejas,
bajo el borde morado del misterio.
Alguna vez soñamos
con un mundo distinto:
era cuando el imperio perdido del azúcar
y llegaban viajeros
al calor de la industria.
Las calles se llenaron de motores rugientes
y la frivolidad
como una enredadera brillante por los ojos
nos ofreció de pronto
templada carne, lámparas de araña.
Parece que os recuerdo
abrazados al mundo entre trajes de hilo,
entre la piel hermosa de una época
que nos dejó sus árboles,
el corazón grabado
sobre las pitilleras, y su dedicatoria
en las fotografías.
Ahora
cuando el destino ya no es una excusa
sino la soledad,
y los cielos están bajo el tejado
como tú los dejaste,
todo recuerda un sueño sucio
de madrugada.
Aquí
no tuvimos batallas sino espera.
La guerra fue un camión que nos buscaba,
detenido en la puerta,
partiendo con sus ojos encendidos
de espía
y al abrigo del mar.
Más tarde
entre canciones tristes de marineros rubios
todo quedó dormido.
De balcón a balcón
oímos la posguerra por la radio,
y lejos,
bajo las cruces frías de las plazas,
ancianas sombras negras paseaban
sosteniendo en las manos
nuestra supervivencia.
Esta ciudad es íntima, hermosamente obscena,
y tus manos son pálidas
latiendo sobre ella
y tu piel amarilla, quemada en el tabaco,
que me recuerda ahora
la luz artificial del alumbrado.
Vuelvo hacia ti. Mi corazón de búho
lo reciben sus piernas.
Como testigos mudos de la historia
acaricio las cúpulas perdidas,
palacios en ruina,
fuentes viejas
que recogen la luna
donde van a esconderse los últimos abrazos.
Verdes en el cansancio
de todas las esquinas
esta ciudad me mira con tus ojos de musgo,
me sorprende tranquila
de amor y me provoca.
Amanece
moradamente un día
que las calles comparten con la lluvia.
La soledad respira más allá
de las grúas
y mi cuerpo se extiende
por una luz en celo que adivina
los labios de la sierra,
la ropa por las torres de Granada.
La madrugada deja
rastros de oscuridad entre las manos.
Oigo
una voz que clarea. Lentamente
los tejados sonríen cada vez más extensos,
y así,
como una ola,
entre la nube abierta de todos los suburbios,
esta ciudad se rompe sobre las alamedas,
bajo los picos últimos
donde la nieve aguarda
que suba el mar, que nazca la marea.