Un Monarca, un Imperio y una Espada
HERNANDO DE ACUÑA
OIGO una voz, me llaman por mi nombre,
y recuerdo aquel mapa de océanos y mundos
dibujado en el patio del colegio,
que era un charco, un imperio y una espada
en los pobres otoños nacionales,
y se fue deshaciendo con la lluvia
hasta sentirse tierra.
Oigo decir la luz, el árbol, las llanuras
teñidas por el cielo
de una tarde heredada con canciones
en la lengua de Roma,
compuesta y descompuesta,
crecida en español,
como niños vestidos de uniforme
que buscaban dos labios
para sentirse cuerpo.
El idioma, según nos explicaron,
salió del mundo hacia otro mundo,
y regresó con voces de leyenda.
Oigo el vuelo del cóndor en sus sílabas.
Pasa el viento, reúne
los nombres y el olvido,
no respeta el puñal de los kilómetros.
Naciendo de sus muertes y de sus lejanías,
reconoció los puntos cardinales,
comprendió los rumores
de las plazas usadas por la gente,
encontró la violeta del rincón apartado
para que yo viviese
en las calles de Borges y Neruda,
entre Machado y Juan Ramón Jiménez.
La lluvia, que no corta,
pero oxida los filos de una espada,
cayó también sobre el pasado,
como aprendiendo a hablar
en las hojas del bosque.
Oigo una voz,
recuerdo aquellos mapas de colegio.
Más constantes que el odio y la avaricia,
más fuertes que el rencor y las prisiones,
más heroicas que el sueño de un ejército,
más flexibles que el mar,
han sido las palabras.