¿SIGUE siendo mía la ciudad?
Para el paseante que dobla el cabo de la plenitud y descubre las sombras y la picadura envenenada de la memoria, sólo hay un recurso: la dignidad de ser mortales.
Para la ciudad que se duele de sus cicatrices y recuerda otros mundos en su propio paisaje, sólo hay un camino: la dignidad de lo transitorio.
Y tú, metáfora que pervives en la ola de un bosque, palacio del deseo y la melancolía, ten piedad del pez de plata que acaba en la dureza seca de los adoquines; ten piedad de los ojos asustados que desde lejos te miran. Ten piedad, porque el caminante sabe que está condenado a ser extranjero en su propio deseo, en su propia ciudad.