Capítulo VIII
Cómo fue torturado
realmente Jesús
Através de la historia se ha escrito mucho acerca de la crucifixión y muerte de Jesús, e incluso se ha hecho de este tema el eje central de algunas películas, como en el caso de La Pasión de Cristo del actor y director de cine Mel Gibson, que tanta resonancia y controversia causó en su mo men to.
Pero en ninguna de estas expresiones artísticas y literarias encontramos la verdadera naturaleza de lo acontecido durante su padecimiento, es decir, la descripción científica de las heridas físicas y psicológicas que realmente sufrió Jesús durante su calvario. Ni siquiera al leer los Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan (que narran lo sucedido durante su arresto, interrogación y crucifixión), logramos hallar una clara descripción de lo acontecido con él durante estos procesos y, menos aún, desde el punto de vista en el que nos interesa profundizar.
En esa época se suponía, simplemente, que los lectores conocían perfectamente cómo llegaba a la muerte el crucificado, y no creían necesario dar detalles al respecto. Debemos tener en cuenta que Jesús no solo sufrió heridas en su cuerpo que, evidentemente, tienen su correlato en lo psicológico, sino que además llevaba la carga, si seguimos el planteamiento de la religión cristiana, de la función de redimir a toda la humanidad de sus pecados. Sea esto cierto o no, lo interesante es ver que se le atribuía una responsabilidad enorme que debe haber aumentado, sin lugar a dudas, su dolor psíquico.
Si seguimos la serie de acontecimientos que llevaron a Jesús a padecer heridas de variada consideración y que culminaron con su crucifixión, debemos remitirnos al momento en que se encuentra “orando” en el huerto de Getsemaní, enterado ya de su inminente captura por parte de sus enemigos, devenida de la supuesta traición de Judas; momento en el que comienza todo este proceso.
Lucas (22:43-44), es el único que describe la primera manifestación de dolor de Jesús en Getsemaní, y lo hace de esta manera:
…y se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle. Y estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra…
No podemos dejar de destacar que Lucas era médico, lo cual implica que sabía que este sudor de sangre (hoy conocido como hematohidrosis, hemohidrosis o hematidrosis) constituía un hecho sumamente relevante y que debía ser considerado. Y es por esto que solo él lo menciona. La hema tohidrosis consiste en una extremada dilatación y contracción de los vasos sanguíneos subcutáneos que llevan a su ruptura y a la consiguiente hemorragia. Como estos capilares se encuentran en la base de las glándulas sudoríparas próximas a la piel, la sangre se mezcla con el sudor y se exterioriza a través de los poros como si se sudara sangre. Esta combinación se va acumulando y, según la intensidad en la que se produzca, puede llegar a ser lo suficientemente considerable como para correr sobre el cuerpo hasta caer antes de llegar a la coagulación. Este es un fenómeno que raras veces aparece y que ocurre cuando la persona se encuentra en un estado de extremo estrés físico y emocional, que causa una gran debilidad y ansiedad, la que puede surgir, por ejemplo, cuando se acerca el momento de la muerte y se es consciente de ello. Esta hemorragia provoca que la piel quede lesionada, muy sensible a los golpes y con una sensación de gran dolor en todo el cuerpo.
La inspiración de Mateo, por Michelangelo Merisi da Caravaggio. Mateo el apóstol fue uno de los doce escogidos por Jesús. El cristianismo le atribuyó la autoría del evangelio de Mateo, pero en la actualidad se descarta esto.
En la obra Le supplice de la Croix (París, 1925), el Dr. Le Bec lo explica así:
Es un agotamiento físico acompañado de un trastorno moral, consecuencia de una emoción profunda, de un miedo atroz.
Este hecho, acontecido en el huerto de Getsemaní, nos muestra el estado emocional al que se hallaba sometido Jesús al saber que se aproximaba su captura y posterior crucifixión, es decir, su posible muerte inminente. Lo que implica que las pruebas que debería afrontar, los castigos que se aproximaban y la extrema soledad en la que se hallaba, habían comenzado a dejar sus huellas en este ser humano que, aún siendo un Maestro Iniciado, comenzaba a sufrir las consecuencias del salvajismo de los hombres que no podían ser capaces, por su condición de profanos, de comprender su misión en el mundo.
El segundo momento en el que podemos situar la serie de padecimientos que sufrió Jesús lo encontramos cuando, luego de ser capturado, es presentado frente al sumo sacerdote y abofeteado durante su interrogatorio. Juan (18:22) lo expresa de esta forma:
Aquí se encontraba Jesús frente al sumo sacerdote y al contestar a una pregunta fue abofeteado por un alguacil.
Esta “bofetada” o “bastonazo” (como han traducido algunos estudiosos del tema), provocaron la ruptura de la nariz de Jesús. De la manera en que fuera dado este golpe, lo cierto es que produjo una lesión en el cartílago de su nariz, capaz de desviarla de su plano normal. Este tipo de traumatismo suele causar una abundante hemorragia y trae como consecuencia dificultades importantes para respirar.
Luego de ser interrogado y abofeteado, Jesús recibió su condena sin juicio previo, bajo la excusa de ser un “blasfemo” cuando declara:
…y además os digo, que desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viviendo en las nubes del cielo. Entonces el sumo sacerdote rasgó sus vestiduras, diciendo: ¡ha blasfemado! ¿Qué más necesidad tenemos de testigos? He aquí ahora mismo habéis oído su blasfemia. ¿Qué os parece? Y respondiendo ellos, dijeron: ¡es reo de muerte! (Mateo 26:64-66)
Y en el versículo 67 Mateo agrega:
…entonces le escupieron en el rostro, y le dieron de puñetazos, y otros le abofeteaban…
Al estar la piel de Jesús sumamente sensible, estos golpes debieron haberle causado un intenso dolor, mayor al que podría haber sentido en condiciones normales, sumado al hecho de que sus capilares sanguíneos, aún debilitados y rotos, deben haber producido abundantes hematomas. Algunos investigadores le atribuyen a Isaías la profecía del calvario de Jesús. Si tenemos en cuenta lo que él escribió al respecto, debemos sumar al tormento que estaba recibiendo el que los pelos de su barba también fueron arrancados:
…di mi cuerpo a los heridores, y mis mejillas a los que me mesaban la barba; no escondí mi rostro de injurias y de esputos. (Isaías 50:6)
Luego llegamos al momento de su presentación ante Poncio Pilatos, quien declara no encontrar nada malo en Jesús como para justificar un castigo mayor; lo envía a ser azotado para luego dejarlo en libertad. Pero ante la presión del pueblo que pedía su crucifixión, Pilatos cede y entrega a Barrabás.
Dice Mateo (26:27):
…entonces les soltó a Barrabás; y habiendo azotado a Jesús le entregó para ser crucificado.
A partir de aquí, comienza el momento de la flagelación.
EL CAMINO DE LA CRUZ
Se dice que dos verdugos, con mucha experiencia en su oficio, ubicados uno a cada lado de Jesús, se encargaron de propinarle más de ciento veinte latigazos a lo largo de todo su cuerpo: tórax, abdomen, brazos y piernas, exceptuando la zona del pecho en que se encuentra el corazón (porque la intención no era que muriera en ese momento), sin dejar espacios libres entre cada golpe.
El elemento de tortura que utilizaron para hacer este trabajo era el llamado flagellum taxillatum, una especie de bastón con tiras de cuero cuyas puntas contenían trozos de hueso y de plomo. Esto explica que cada latigazo arrancara la piel de Jesús en jirones, dejándolo en lo que comúnmente se llama “carne viva” y haciéndole brotar abundante sangre.
Cualquier persona que hubiese sido expuesta a este tormento, no hubiera resistido tanto como lo hizo Jesús, habría rogado clemencia y se hubiese arrepentido de sus dichos y sus actos (blasfemos ante los ojos profanos de la gente). Y sin embargo él no lo hizo. Resistió increíblemente y con una entereza admirable todo el castigo a pesar de saber que era totalmente injusto. Su sensibilidad era mayor a la de cualquiera por el estado emocional y físico en el que se encontraba ya en el huerto de Getsemaní, y sin embargo se mantuvo sufriendo en silencio. Destacamos este hecho para demostrar que solo alguien preparado física y psicológicamente para algo semejante puede ser capaz de soportar tanto en las condiciones en las que él se encontraba al ser capturado.
Aquello se explica porque esta, para Jesús, era una prueba más, la última, de todo un proceso que había comenzado hacía ya muchos años. Él era un hombre iniciado, y por lo tanto, había atravesado el camino de la “oscuridad” durante su entrenamiento espiritual y físico, que lo llevó a alcanzar la iluminación y su condición de Maestro.
Quien no hubiese tenido esa experiencia iniciática no podría haber resistido psicológicamente un proceso tan cruel como el que él tuvo que soportar sin caer en la deshonra que hubiese significado “rendirse”. Jesús se encontraba casi desnudo y luego de ser azotado se derrumbó sobre su propia sangre y recién allí le ofrecieron algo para cubrirse.
Entonces los soldados del gobernador llevaron a Jesús al pretorio, y reunieron alrededor de él a toda la compañía; y desnudándole, le echaron encima un manto de escarlata… (Mateo 27:27-28)
Pero allí no terminó su tormento.
Esperaron a que se repusiera un poco de sus heridas y continuaron con su tortura. Aquí llegamos al momento de la “coronación de espinas”. Lo condujeron al atrio del pretorio para jugar a lo que en aquel tiempo se denominaba “el juego del rey”. Este consistía en desnudar al reo, sentarlo en un banco de piedra, y luego de colocarle una caña en la mano a modo de cetro y una corona de espinas sobre su cabeza, golpeársela con diversos palos gritando:
…¡salve al rey de los judíos! Y le golpeaban en la cabeza con una caña, y le escupían, y puestos de rodillas le hacían reverencias. Después de haberle escarnecido, le desnudaron… (Mr.15:15; Mt.27:26-30; Jn 19:1-3)
La “corona” consistía en un entretejido de las espinas de una planta local alrededor de la cabeza en forma horizontal, de la frente a la nuca pasando por encima de las orejas. Marcos, al igual que Juan, coinciden en expresarlo de esta manera:
Plexantes stephanon ex acanthon (…) epethekan epi tes kefales autou.
Lo que se traduce como:
Entretejiendo una corona de espinas, se la pusieron sobre su cabeza.
Este “juego” era practicado tanto por adultos como por niños, podían participar quienes quisieran hacerlo, sin distinción de edad, lo que demuestra, una vez más, el salvajismo de esa gente.
Aquí debemos agregar, entonces, que Jesús no solo debió afrontar un dolor físico y psíquico insoportables, sino que, ade más, debió someterse a una gran humillación. Y en este punto hay que volver a destacar su entereza, su inmutabilidad, y su notable resistencia física y emocional, propias de un ser humano que ha recorrido un camino que lo distingue de los demás hombres. Después de esta terrible prueba, Jesús es enviado a morir.
Inmediatamente…le quitaron el manto, le pusieron sus vestidos, y le llevaron para crucificarle. (Mateo 27:31)
Sin quitarle la corona de espinas, le colocaron un madero sobre su espalda herida (que correspondía al palo transversal de la cruz), que se calcula que pesaba unas ciento diez libras. Y así debía recorrer unos seiscientos metros por un terreno pedregoso y ondulado. Pero su cuerpo macilento y desgarrado no pudo hacerlo solo: requirió de la ayuda de dos hombres, Simón y Cirene, quienes, cargándolo de ambos lados, lo llevaron finalmente hasta el sitio destinado a su crucifixión.
Aunque los Evangelios no lo mencionan, tradicionalmente se considera que antes de llegar al punto de destino, Jesús sufrió tres caídas que hirieron, aún más, sus rodillas descarnadas. De ser esto cierto y si tenemos en cuenta que el peso que llevaba consigo era bastante considerable, podemos inferir que debió haber sufrido graves traumatismos en sus rótulas.
Finalmente llegamos al momento de su crucifixión. En primer lugar, los soldados arrancan violentamente las vestiduras de Jesús, que, como podemos imaginar, se hallaban adheridas a su cuerpo ensangrentado. Seguramente, parte de su sangre ya se había coagulado y al desnudarlo de esa forma, la ropa debe haber despegado las llagas y parte de la carne desprovista de epidermis, en cuyo caso las terminaciones nerviosas estaban expuestas totalmente, sin protección alguna. El dolor debe haber sido inimaginable y atroz. Y nos estamos refiriendo a la totalidad del cuerpo, que comienza a sangrar nuevamente.
Al ser clavado en la cruz, lo hacen por los pies y las muñecas para que el peso del cuerpo no desgarrara las manos y los clavos se salieran. En ese momento, sin emitir quejidos, el pulgar de Jesús se dobla sobre la palma de la mano porque su nervio mediano ha sido herido. Cuando este nervio se lesiona produce un intensísimo dolor en los dedos que luego pasa a la espalda y finalmente al cerebro.
Se considera que el dolor más insoportable que un ser humano puede sufrir es el de la lesión en el tronco nervioso. Y aún así, Jesús, el Maestro Iniciado, se mantuvo en calma.
Después de ser clavado en la cruz, Jesús fue levantado y colocado junto a otros dos reos. Y, tal como él mismo había profetizado:
… y si yo fuese levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo. Y decía esto dando a entender de qué muerte iba a morir. (Juan 12:32)
A partir de este momento Jesús comienza a tener problemas para respirar. Esto sucede porque el diafragma, cuyo movimiento permite contraer y relajar los pulmones, se queda en posición de inhalación, siendo casi imposible exhalar el aire. La única forma posible de lograrlo en esa postura es apoyándose en los clavos de los pies y en las muñecas. Esto debe repetirse una y otra vez. Pero el estado de debilidad general, los sucesivos calambres que van surgiendo y el excesivo dolor, brindan pocas posibilidades de que estos movimientos se ejecuten por mucho tiempo. Aún así, Jesús resistió tres horas más.
Crucifixión, de Masaccio. La condena a la que es sometido Jesús es tan terrible que logra llenar de dudas al Mesías. Todas las convicciones por las que luchó cayeron en el manto de la incertidumbre por el dolor que le inflingía la tortura.
Y se dice que a la hora novena clamó a viva voz:
¿Eloí, Eloí, lama sabactani?
Que usualmente se traduce como:
¿Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?
Pero que la lectura de los expertos indica que la verdadera traducción es:
Fuerza mía, fuerza mía, ¿por qué me has abandonado?
La versión habitual de los Evangelios es funcional a los intereses de los primeros cristianos y, a partir de allí, la de todo creyente.
En ese momento de dolor extremo el Maestro equivocadamente creía que el Padre –Dios– lo había abandonado. Es una buena imagen que será de gran utilidad en el mundo cristiano para comprender que hasta en los peores momentos el Padre está presente y si la persona sufre o atraviesa desgracias esto tiene que ver con el plan del Creador vedado al entendimiento humano. Obvio, sirve para mitigar angustias, aceptar malos momentos –recordemos la famosa expresión “resignación cristiana”– y hacer mansos a muchos que, de otro modo, se volverían revolucionarios.
Pero, de acuerdo a nuestro entendimiento y como acabamos de manifestar, lo dicho por Jesús fue otra cosa. Él manifiesta con esa frase que no se resigna a que en los momentos finales le falten fuerzas. No solo se trata del cansancio, las dificultades para respirar, la incómoda posición. Hay otra cosa que siempre estuvo a la vista de todos, pero que solo quienes son capaces de entender la trama oculta pudieron advertir. A Jesús las fuerzas físicas y psíquicas lo abandonan muy rápido… porque estaba haciendo efecto el medicamento que había en la esponja que despedía olor a vinagre. Esa es la realidad.
Agente químico mediante el cual se simularía la muerte ante los ignorantes ojos de sus custodios.
Por eso, después de dicha esa última frase, según narran los Evangelios, Jesús murió.
Existieron razones para deducir que el Maestro había muerto tras una breve agonía. Los dos ladrones crucificados, al mismo momento, no tuvieron semejantes padecimientos previos. Por eso también resultaba comprensible que siguieran vivos. Las causas de la muerte de Jesús les resultaban bastante evidentes.
Después de muchas horas de agonía física y emocional, y con la pérdida de tanta sangre durante su tortura, la poca que le quedaba era insuficiente y se había espesado, razón por la cual el corazón ya no podía hacer su trabajo en forma eficiente: el bombeo era extremadamente limitado. Al espesarse la sangre, el suero se separa de los glóbulos rojos y el pericardio (que es la membrana que recubre al corazón), se llena de líquido y se inflama.
Es probable que al ser atravesado por la lanza, según relatan los Evangelios, se haya producido una pericarditis, es decir, la ruptura de esta membrana, con la consiguiente muerte de Jesús.
Pero uno de los soldados le abrió el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua… (Juan 19:34)
En este pasaje evangélico, Juan confirmaría la tan mentada hipótesis de muerte por pericarditis. En general, lo que solía hacerse era quebrar los huesos de las piernas de los crucificados para que, de esa manera, no pudiesen apoyarse más sobre ellas para respirar y muriesen asfixiados. Pero en el caso de Jesús eso no fue necesario, porque la lanza que lo atravesó ya había cumplido con esa tarea.
Algunos dicen que de esta forma se concretó la profecía que anunciaba que:
Él guarda todos sus huesos; ni uno de ellos será quebrantado. (Salmo 34:20)
Esa es una interpretación literal. Nosotros preferimos inferir que su voluntad y su dignidad no lograron ser quebrantados pese a todo el tormento que debió sufrir. Y que esto solo fue posible por tratarse de un verdadero Maestro Iniciado, que demostró su condición frente a un injusto y terrible suplicio impuesto por un mundo que, inmerso en su profanidad y lejos de comprender a semejante hombre, mostró esa condición de la manera más brutal.