Damas del teatro (1937)
Título original: Stage Door
Producción: RKO Pictures
Productor: Pandro S. Berman
Director: Gregory La Cava
Guion: Morrie Ryskind, Anthony Veiller
Fotografía: Robert De Grasse
Música: Roy Webb
Montaje: William Hamilton
Intérpretes: Katharine Herpburn, Ginger Rogers, Adolphe Menjou, Gail Patrick, Constance Collier
País: Estados Unidos
Año: 1937
Duración: 92 minutos. Blanco y negro
Damas del teatro es una película extraordinaria para entender los mecanismos por los que la comedia y la tragedia eran capaces de convivir, armónicamente y de manera desarmantemente natural, en la ficción hollywoodiense. Frente a ese tópico que se empeña en señalar el cine clásico como un espacio ingenuo, de forzada resolución feliz y habituado a poetizar el sufrimiento, se podría esgrimir con seguridad esta cinta de Gregory La Cava.
En primer lugar, la película gira en torno a un grupo de aspirantes a actrices que malviven en una pensión de mala muerte, orbitando entre los espectáculos de baja estofa y las camas de los productores. Ellas son cuerpos en espera, cuerpos desechados por los grandes escenarios de Nueva York que envejecen y enloquecen, que pasan hambre y ceden sus pasiones al primer arribista que les promete una oportunidad, por pequeña que sea. Si bien la cinta parece centrarse en el submundo teatral, no hay que ser demasiado avispado para comprender que La Cava está retratando con una precisión terrorífica una realidad que conocía bien: la de los eternos aspirantes a estrella que, cegados por el star system del momento, mercadeaban a la salida de los grandes estudios suplicando un papel y dejándose la piel para rascar unas líneas de diálogo, una figuración, un trozo de celuloide. Esa colección de eternas perdedoras y señoritas bien de pueblo que dieron el portazo para buscar fama y fortuna en los mentideros de Hollywood era parte integrante del funcionamiento mitológico de la industria —ellas limpiaban, por así decirlo, el polvo de estrellas que se acumulaba en los recibidores del paro—, y La Cava les ofrece un sentido homenaje en Damas del teatro.
En uno de los textos esenciales de la revista Contracampo, Jesús González Requena estudiaba las relaciones espaciales sobre las que se vertebra la cinta y proponía una división entre los diferentes escenarios sobre los que se levanta el film:
«Así, los espacios de la ficción desempeñan un papel dominante en la diégesis. El relato avanza en la medida en que las protagonistas se aproximan al espacio definitivo: el espacio de la Verdad, el Teatro. Aunque la lucha es tan violenta que puede conducir a otro espacio bien diferente, [...] la Muerte» (2007, pág. 234).
En efecto, Damas del teatro se propone como una suerte de enfrentamiento entre dos tremendos territorios: el de la miseria (constituido por las habitaciones insalubres invadidas por las luces de los neones publicitarios) y el del triunfo (certificado por los áticos de los productores y los decorados de estricto corte naturalista). Es interesante que La Cava invierte con facilidad los términos y construye en torno a los primeros una hermosa poética de la resistencia femenina. Las mujeres que componen la Residencia Footlight comparten una amable —pero tensa— camaradería que se cimenta sobre el íntimo conocimiento del fracaso y de la vergüenza. Las escenas localizadas en los aposentos compartidos funcionan mediante unos vertiginosos juegos de palabra que se hilvanan en hilarantes diálogos donde las insinuaciones sexuales, los desprecios velados y las envidias explícitas van emergiendo de manera deslumbrante. Ese dominio del término, de la metáfora, de la insinuación y del dardo verbal se convierte en marca de la casa y en mecanismo de resistencia frente a la brutalidad y la necedad del mundo que las va aplastando progresivamente. Los hombres buscan sus cuerpos, los agasajan a base de bebida, de cenas, de chistes baratos; y ellas pagan con el aguijón de su ingenio, su rapidez mental y su ironía.
Del mismo modo, llama la atención la extraña estructura en la que La Cava dispone los acontecimientos. Si bien podríamos localizar funciones estructurales básicas para el relato —por ejemplo, la llegada de una nueva interna, la adinerada Terry Randall (Katharine Hepburn)—, la película no teme a las digresiones ni tampoco traza con claridad una única línea narratológica. Lo que parece interesar al meganarrador es, por el contrario, los pequeños acontecimientos, las cuidadas anécdotas, los rumores y los fracasos de unas y de otras. Si bien el dispositivo opta por un punto de vista coral, el centro de la trama queda hilvanado en tres figuras que representan, a su vez, tres capas del espectro: la ya citada Terry, que disfruta de la valentía que le ofrece una educación culta y una herencia millonaria; Jean Maitland (Ginger Rogers), la vivaracha y decidida actriz que será, pese a sus esfuerzos, usada y aplastada por el poder, y, por último, Kay Hamilton (Andrea Leeds), la eterna aspirante que vive a un paso de la indigencia y que terminará por suicidarse al no conseguir el papel principal en la obra de moda. Esos tres vértices acaban por proponer un lienzo de lo femenino en el que no hay espacio alguno para el victimismo, sino una muy afilada posición crítica ante los mecanismos de poder dominantes y los procesos de deshumanización que entrañan los mecanismos (internos, pero también externos) del espectáculo.
De ahí que la película concluya con un violentísimo giro final en el que Kay decide quitarse la vida arrojándose por la ventana. Si bien es cierto que el acontecimiento ocurre fuera de campo, la violencia del gesto, su poder explícito, parece arrasar inmisericordemente al resto de los personajes. Aunque se sugiera el triunfo de Terry, la cinta concluye con la llegada de una nueva aspirante a la residencia. La picadora sigue en marcha; la máquina de alienar, forzar, engañar y, después, desechar no puede frenarse por un simple cadáver. Alguien ocupará la cama que ha dejado Kay vacía, y, por extensión, será heredera también de su mismo hambre, de su mismo fracaso y de su misma tristeza. Los chistes del guion no engañan: si acaso, convierten en una amargura más explícita cada chispazo de ingenio al demostrar que, detrás del proyecto del espectáculo, siempre hay un terrible vacío en el que se apilan los expatriados de la historia del teatro —pero también, por supuesto, del cine.