Stella Dallas (1937)
Título original: Stella Dallas
Producción: Samuel Goldwyn Productions
Productor: Samuel Goldwyn
Director: King Vidor
Guion: Sarah Y. Mason, Victor Heerman
Fotografía: Rudolph Maté
Música: Alfred Newman
Montaje: Sherman Todd
Intérpretes: Barbara Stanwyck, John Boles, Anne Shirley, Barbara O´Neill, Alan Hale
País: Estados Unidos
Año: 1937
Duración: 105 minutos. Blanco y negro
Considerada unánimemente como una de las obras maestras del primer melodrama sonoro, Stella Dallas es un ejemplo perfecto de cómo las exploraciones afectivas y emocionales de Griffith fueron fagocitándose y siendo traducidas por los intereses y los rasgos concretos de los diferentes realizadores —quizá sería más correcto decir autores— que exploraron sus territorios dentro de los grandes estudios. Encontraremos pocas películas tan valiosas para poder experimentar hasta qué punto el cine clásico se vertebraba constantemente entre las exigencias del género y las intuiciones del creador en un movimiento creativo que no implicaba contradicción sino enriquecimiento, diálogo, exploración dramática.
En efecto, Stella Dallas es en primer lugar una cinta canónica que se mueve alrededor de elementos genéricos reconocibles para el gran público, tanto narrativos como formales. Javier Marzal proponía pensar lo melodramático como «una serie de estructuras de reconocimiento iconográficas, actanciales, espaciales, narrativas y musicales» (1985, pág. 9). Esas estructuras están perfectamente trazadas en la cinta que nos ocupa mediante el despliegue de la relación entre tres personajes —una madre, un padre y una hija— a lo largo de dos décadas. Localizamos así dos núcleos simbólicos principales: la familia entendida como construcción social —pero también eminentemente biológica— y la manera en la que el tiempo erosiona, modifica y configura los roles sociales y afectivos que desempeña cada uno de los personajes. En efecto, la clave principal de Stella Dallas es su indagación inmisericorde del envejecimiento, de los límites del amor y de las exploraciones de sus fracasos. La película deja caer su peso —así lo marca desde el propio título— en una mujer advenediza, pero de buen corazón, que será incapaz de sostener su rol simbólico frente a su propia hija. La película irá mostrando paulatinamente cómo sus orígenes humildes, sus malas amistades y su propia apariencia física irán convirtiéndose en una especie de mancha contagiosa que ensombrece paulatinamente el relato.
Esto nos lleva, directamente, a la cuestión del autor. Stella Dallas es una de esas películas asombrosas en las que emerge la capacidad de King Vidor para moverse en una finísima y ambigua línea en su mostración de las relaciones de clase. Un director que rodó películas tan contradictorias y opuestas como Y el mundo marcha (The Crowd, 1928) y El manantial (The Fountainhead, 1949) parece encontrar en Stella Dallas una suerte de movimiento de síntesis perfecto al retratar a sus protagonistas. Por un lado, no esconde su fascinación por las clases altas, sus oropeles, sus interiores, sus objetos y sus rituales. La película escruta anonadada a esos alegres muchachos de camisas impecables que se enamoran y piden grandes batidos de vainilla en sus exclusivos hoteles vacacionales. Sin embargo, al mismo tiempo es impresionantemente cruda en su descripción de la pobreza como una enfermedad casi hereditaria, un monstruo vergonzoso que persigue a los ciudadanos y los acorrala contra su propia historia. Es obvio que Vidor realizó un esfuerzo titánico para manejar con precisión las dos caras de la moneda, situando en el centro mismo a una Barbara Stanwyck en estado de gracia que era capaz de emocionar, repugnar, escandalizar y hacer reír al espectador en cada cambio de escena.
En efecto, el trabajo de Stanwyck es también ejemplar para entender la riqueza y la profundidad con la que se podían rastrear las evoluciones de los personajes en los melodramas clásicos. Más allá de la construcción arquetípica, Stella es un personaje completamente vivo al que vemos surgir prácticamente de la nada —una casucha de mala muerte poblada por familiares mezquinos anclados en una suerte de pesadilla lumpen proletaria— y que nunca terminará de plegarse a un espacio emocional definido por el relato. Desmontando con facilidad a aquellos que acusan al clasicismo cinematográfico de ser maniqueo, Stella encarna al mismo tiempo el hambre voraz de las barriadas y la mediocridad de las clases medias que se parapetan tras joyas falsas y bolsos de imitación. En ella nunca es fácil diferenciar dónde termina la ingenuidad y comienza la idiocia, dónde está el matiz entre actuar como una pobre ilusa o como una mujer que acaricia irremediablemente las puertas de la locura. Stanwyck supo comprender la pluralidad de recursos que exigía la protagonista y trabajó exquisitamente cada detalle: el tono de voz, el acento, la manera torpe y desmañada de bambolearse por todo el encuadre, la mirada perdida, la voracidad sexual y la perversidad infantil, hasta que, durante el último tramo de la película, se convirtió explícitamente en la pesadilla del propio Hollywood.
En efecto, lo que Vidor acaba conjurando en los últimos veinte minutos de Stella Dallas es, dicho con toda brusquedad, un monstruo. La cinta deviene, de pronto, una especie de película de terror en la que algo —ese exceso significante en el que acaba convertida la propia Stella, borracha de dinero y de poder, maquillada como un payaso y aullando órdenes a los botones y los dependientes de las tiendas— se convierte en el reverso brutal de las heroínas dulces, hermosas y frágiles del melodrama menos dotado. El tiempo cae como una losa sobre el cuerpo de Stanwyck y Vidor reflexiona con una brutalidad impresionante sobre cómo el motor mismo del género (el deseo, la pasión) se atora ante dos fronteras (la pobreza, la vejez) que quedan fuera de los límites del sueño americano, de la fantasía narcisista del «cine de amor y lujo».
Stella comienza su periplo viendo una película romántica en la sala con su futuro marido. Es apenas una adolescente emocionada con ascender en el escalafón social y dejar atrás el interior húmedo y opresor de su familia de origen. Terminará el metraje viendo la boda de su hija a través de una ventana, expulsada, borrada, rimando el reencuadre (pantalla/ventana) y convirtiendo el deseo propio en un asunto de los demás. Es, probablemente, uno de los cierres más angustiosos de la época y, al mismo tiempo, uno de los mejores recursos para exponer hasta qué punto se podía hablar de autoconciencia cinematográfica. Esto es, después de todo, de autoría.