El doctor Frankenstein (1931)
Título original: Frankenstein
Producción: Universal Pictures
Productor: Carl Laemmle Jr.
Director: James Whale
Guion: Garret Ford, Francis Edward Faragoh
Fotografía: Arthur Edeson
Música: David Brockman
Montaje: Clarence Kolster
Intérpretes: Boris Karloff, Colin Clive, Mae Clarke, John Boles, Edward Van Sloan
País: Estados Unidos
Año: 1931
Duración: 71 minutos. Blanco y negro
En la pugna por la consolidación dentro del competitivo mundo de la producción hollywoodiense, las productoras del período clásico buscaban su sello identificativo, aquella marca particular que permitiera a sus productos diferenciarse de los de la competencia; en ocasiones, mediante la especialización genérica. Aunque Universal Pictures ya había coqueteado con el cine de terror durante el período silente con títulos tan significativos como El jorobado de Notre Dame (The Hunchback of Notre Dame, Wallace Worsley, 1923), El fantasma de la ópera (The Phantom of the Opera, Rupert Julian, 1925) o El legado tenebroso (The Cat and the Canary, Paul Leni, 1927), será tras la llegada de Carl Laemmle Jr. a la dirección de producción del estudio cuando este apueste definitivamente por el género, alentado por la buena aceptación popular de Drácula (Dracula, Tod Browning, 1931), adaptación de la obra teatral de Hamilton Deane y John L. Balderston que, a su vez, partía de la novela homónima de Bram Stoker. El doctor Frankenstein surge como intento de repetir la jugada, adaptando nuevamente un montaje teatral de Balderston basado en otra novela gótica: Frankenstein o el moderno Prometeo (Frankenstein; or, The Modern Prometheus, 1818), de Mary Wollstonecraft Shelley.
La estrategia de Universal consistía en elaborar productos de terror sustentados en una serie de monstruos que recurrentemente provenían del imaginario gótico; así, el ciclo sería completado por La momia (The Mummy, Karl Freund, 1932), El hombre invisible (The Invisible Man, James Whale, 1933), El hombre lobo (The Wolf Man, George Waggner, 1941) y La mujer y el monstruo (Creature from the Black Lagoon, Jack Arnold, 1954), a los que se añadirían diversas secuelas —algunas de gran interés, pues ofrecían variantes respecto al género de las criaturas: La novia de Frankenstein (The Bride of Frankenstein, James Whale, 1935), La hija de Drácula (Dracula’s Daughter, Lambert Hillyer, 1936) o La loba humana (She-Wolf of London, Jean Yarbrough, 1946)— que, incluso, reunían a varios de esos monstruos en su afán de atraer al público a la taquilla, pero que terminaron devaluando la propuesta inicial —la propia Universal terminaría parodiando el ciclo en Abbott y Costello contra los fantasmas (Abbott and Costello Meet Frankenstein, Charles Barton, 1948).
Estos productos codificarían el género en sus aspectos temáticos, narrativos, formales e iconográficos. Es decir, fijarían en el imaginario cinematográfico popular lo que Gubern (1979, págs. 32-33) denominó los «cánones iconográficos del cine terrorífico» (que «rigen [...] para los seres, los objetos, los lugares y el estilo fotográfico utilizados en las películas del género»), las «normas diegético-rituales» (que «regulan las situaciones canónicas y las propias de cada uno de sus subgéneros») y los «cánones mítico-estructurales» (que «contemplan cada modelo mítico y su particular modo de articulación, que puede conocer algunas variantes episódicas, pero que subyace de un modo estable en las obras de cada ciclo o subgénero: el mito del vampiro, el mito de Frankenstein y su criatura, el mito de la Bella y la Bestia, etc.»).
Conceptualmente, los filmes del ciclo de terror de Universal (paradigmático ejemplo de la serialidad cinematográfica) se sustentan en la dualidad intrínseca a la naturaleza humana, que se cifra argumentalmente (y plásticamente: la contrastada iluminación de influencia expresionista, que establece una «lucha» entre luces y sombras) en una confrontación, como bien supo ver David J. Skal (2008): lo apolíneo y la razón (los personajes humanos) frente a una monstruosidad que encarna lo dionisíaco y pulsional, que debe ser neutralizada (ergo, reprimida). Sin embargo, entre la monstruosa criatura encarnada por Boris Karloff en el film que nos ocupa y el público se establece una sorprendente identificación y empatía merced a la sensibilidad de un director, el británico James Whale, que acababa de debutar en Universal precisamente con un melodrama que articulaba efectivos mecanismos de identificación: El puente de Waterloo (Waterloo Bridge, 1931). La criatura anónima fue entonces percibida por el espectador como víctima de un maltrato por parte de los personajes humanos, convirtiéndola en un ser marginado sujeto a injusticias y vejaciones que, finalmente, es brutalmente inmolado por una raza humana temerosa de todo aquello que constituya una alteridad, a pesar de ser el producto del progreso científico. La presencia del monstruo es desestabilizadora, pues revela «la cara oculta de ese presunto orden establecido» (Losilla, 1993, pág. 76). La humanidad de este ser fue percibida por el público como superior a la de su demente creador, hasta el punto de apropiarse de su nombre. Conviene recordar que la década de los treinta se inicia con las fatídicas consecuencias del crack del 29, motivo que podría explicar, parcialmente, esa empatía del público hacia un personaje marginal y desfavorecido. No en vano, como expuso Gubern (1979, pág. 33), «los ejes dominantes del género terrorífico nacen de formulaciones míticas ligadas a creencias populares y a temores nacidos en contextos socioculturales muy precisos», lo que llevó al mismo autor a señalar con acierto que podemos «considerar a la producción cinematográfica en su conjunto como un espejo de las ansiedades, neurosis y frustraciones sociales» (Gubern, 1979, pág. 29).
Por su parte, el doctor Frankenstein constituye la diáfana formulación de uno de los arquetipos afines al cine fantástico: el mad doctor, médico o científico que se excede en el ejercicio de su profesión, ya sea con el objeto de obtener beneficios médicos para la humanidad o, por el contrario, empleando sus conocimientos con una finalidad malévola. Bajo esa extralimitación subyace la megalómana pretensión de equiparar su poder al de Dios, arrebatándole su privativa potestad para engendrar vida, venciendo así a la muerte —los mad doctors, por lo general, son sujetos varones, incapacitados por tanto para alumbrar vida, circunstancia que subraya la rebelión contra la naturaleza que supone su maniobra. Caracterizado como un ser soberbio y hosco, su hábitat es el laboratorio privado, ubicado en un sótano de su propia vivienda o las catacumbas de alguna vetusta mansión o castillo. Es un sujeto escindido entre la razón y la locura: siendo un individuo dotado de una envidiable altura intelectual, se asoma al abismo de la locura, tornándose capaz de poner su brillante intelecto al servicio de maliciosos fines. Como apuntase Skal (1998, pág. 23), «el problema de infundir vida en la materia muerta, una preocupación central de cualquier mad scientist, es también una alegoría clave de la dificultad de conciliar las aparentes contradicciones de la materia y la mente, la ciencia y la superstición, en el mundo moderno».