Los violentos años veinte (1939)

Título original: The Roaring Twenties

Producción: Warner Bros. Pictures

Productores: Samuel Bischoff, Hal B. Wallis, Mark Hellinger

Director: Raoul Walsh

Guion: Jerry Wald, Richard Macaulay, Robert Rossen

Fotografía: Ernest Haller

Música: Heinz Roemheld, Ray Heindorf

Montaje: Jack Killifer

Intérpretes: James Cagney, Priscilla Lane, Humphrey Bogart, Gladys George, Jeffrey Lynn, Frank McHugh

País: Estados Unidos

Año: 1939

Duración: 106 minutos. Blanco y negro

El ciclo del cine criminal protagonizado por gánsteres siempre mantuvo un cordón umbilical que lo vinculaba de manera directa con el contexto político-social del momento histórico de su producción. El arquetipo del gánster de connotaciones románticas instaurado en el cine de Hollywood a comienzos de los años treinta se topa a lo largo de dicha época con una cadena de episodios históricos (el arresto de Al Capone y las muertes de figuras «insignes» del gansterismo como Legs Diamond, Dillinger o Baby Face Nelson) que, junto con una mayor conciencia de la sociedad sobre las consecuencias sociales de las actividades criminales de estas figuras, imposibilitan la continuidad de tales narraciones fílmicas a finales de la década. En adelante, las producciones que se adentran en el universo de la criminalidad adoptarán un enfoque interesado por la exposición de los motivos psicológicos y sociológicos que impelen a estos personajes hacia la delincuencia. De este modo, emergen una serie de filmes que llevan a cabo una suerte de análisis de las raíces sociales del gansterismo, produciéndose el paso del gánster caracterizado por sus actos al gánster como producto social. En palabras de Heredero y Santamarina (1996, pág. 165), «con esta subterránea operación lo que se busca es, en definitiva, sustituir la visión —en cierto modo desmitificadora— que los primitivos filmes de gánsteres ofrecían sobre algunos de los valores fundamentales de la sociedad norteamericana por una imagen reciclada más acorde con la regeneración moral que vive el país en esos momentos». Entre estas producciones, sobresalen títulos como Calle sin salida (Dead End, William Wyler, 1937), Ángeles con caras sucias (Angels with Dirty Faces, Michael Curtiz, 1938), Me convirtieron en un criminal (They Made Me a Criminal, Busby Berkeley, 1939) o, especialmente, Los violentos años veinte. El género se adapta, por tanto, a las nuevas demandas políticas y sociales del New Deal.

Entre los cuantiosos valores de este último largometraje, que será en el que centraremos nuestro interés, está el de erigirse en fresco histórico de uno de los períodos más convulsos de la historia reciente estadounidense: su historia se inicia en plena Primera Guerra Mundial (retratando la difícil adaptación de los combatientes en su retorno al hogar) para atravesar la llamada «ley seca» (que alienta el comercio clandestino de alcohol), el crack del 29 y la Gran Depresión, concluyendo en el período coetáneo de la realización del film. Así, la película de Walsh combina con habilidad la crónica histórica y la ficción, conjugando realidad y mito (rasgo connatural a la escritura fílmica walshiana) en un mismo relato para abordar el origen (los motivos político-sociales), la ascensión y el ulterior declive del gansterismo. Así, el trío protagonista está constituido por individuos que no hallan su lugar dentro de la sociedad, siendo relegados a una posición marcadamente marginal que les empuja hacia la consecución de actividades delictivas. La peripecia dramática de Eddie Burtlett —no por azar encarnado por James Cagney, intérprete fijado en el imaginario popular como paradigma del gánster cinematográfico merced a la fundacional El enemigo público (The Public Enemy, William A. Wellman, 1931)— es dividida en tres actos dramáticos mediante los que se narra la historia de un ex soldado a quien la inadaptación y la falta de oportunidades laborales empujan al camino delictivo del dinero fácil que ofrece la ley seca, para concluir en un epílogo que narra su redención y muerte.

Este amplio período de tiempo es sintetizado mediante la combinación de constantes elipsis y nueve collages (o montage sequences) que puntúan diversos episodios dramáticos del film y resumen los acontecimientos de «una Historia que enmarca y condiciona, puntualmente, todas las circunstancias dramáticas» (Heredero, 2012, pág. 63). La periódica inserción de los collages en el cuerpo del texto genera un eclecticismo formal al alternarse un montaje clásico que persigue la continuidad narrativa con violentas yuxtaposiciones de imágenes cuya manifestación «remite a la emergencia de un tipo de narrador que se manifiesta con rotundidad y que, de manera aparatosa, se enfrenta en principio a una ideología de la representación, la del cine clásico, en la que la tendencia fundamental del mismo es la de ir apagando su voz detrás de unas estrategias de montaje» (Benet, 1995, pág. 116).

Film seminal, Los violentos años veinte supuso la afortunada conjunción de diversos talentos cuya contribución al cine negro resultará decisiva en los años posteriores: Jerry Wald —luego productor de Alma en suplicio (Mildred Pierce, Michael Curtiz, 1945) y Cayo Largo (Key Largo, John Huston, 1948)— y Robert Rossen —director de Cuerpo y alma (Body and Soul, 1947)— como coguionistas, Donald Siegel —ulterior firmante de Contrabando (The Lineup, 1958) o Código del hampa (The Killers, 1964)— ocupándose del montaje, el legendario Hal B. Wallis en labores de producción y Mark Hellinger, antiguo cronista del Daily News, inspirando la historia del film con su relato «The World Moves On». En este sentido, Los violentos años veinte constituye la «demostración de que el desarrollo del género depende tanto de la inmediata tradición literaria hard boiled como del periodismo de sucesos coetáneo, donde se foguean personalidades como Ben Hecht o el propio Hellinger» (Monterde, 2008, pág. 166).

Además, el presente largometraje inicia el decisivo trío de filmes, impregnados de un hálito trágico, mediante el que Raoul Walsh redacta el epitafio del arquetipo gansteril, completado por El último refugio (High Sierra, 1941) y Al rojo vivo (White Heat, 1949). A este respecto, «la muerte trágica de Eddie en el desenlace, ascendiendo a trompicones para caer rodando después por las escaleras exteriores de una iglesia neoyorquina, puede ser interpretada como una metáfora de la propia evolución del personaje en la ficción y, yendo un paso más allá, también del discurrir del antiguo gánster por las pantallas y de la extinción de éste por la presión de los nuevos tiempos» (Heredero y Santamarina, 1996, pág. 164).