Rebeca (1940)
Título original: Rebecca
Producción: Selznick International Pictures
Productor: David O. Selznick
Director: Alfred Hitchcock.
Guion: Robert E. Sherwood, Joan Harrison
Fotografía: George Barnes
Música: Franz Waxman
Montaje: W. Donn Hayes
Intérpretes: Laurence Olivier, Joan Fontaine, George Sanders, Judith Anderson, Nigel Bruce
País: Estados Unidos
Año: 1940
Duración: 130 minutos. Blanco y negro
A finales de los años cuarenta, los estudios de Hollywood ya eran plenamente conscientes de la importancia del público femenino en el buen rendimiento económico de una película. De hecho, en las páginas que nos preceden hemos tenido ocasión de abordar algunas películas —La reina Cristina de Suecia, Damas del teatro— en las que el interés hacia lo femenino tomaba la forma de un debate activo, de un carrusel sugerente de posiciones simbólicas que no se plegaban a esa idea inocente, dominada y desactivada de la mujer con la que muchas veces se ha querido acusar al cine clásico. En el caso de Rebeca, nos encontramos con una inteligentísima reflexión sobre esa herencia de la década de los treinta que, a su vez, se valdría de la escritura de una mujer (Daphne du Maurier) para realizar una extraordinaria mezcla de elementos europeos y norteamericanos.
La relación entre Selznick (productor) y Hitchcock (director) ha sido explorada minuciosamente (Leff, 1991), pero pocas veces se ha planteado como el encuentro estético más logrado entre dos tradiciones icónicas y simbólicas. El primero formaba parte de una manera de entender el negocio audiovisual basada en el control, en el riesgo y en el resultado inmediato de la taquilla. El segundo había heredado, quizá a su pesar, un profundo eidos europeo donde la decadencia, lo fantástico, lo siniestro y las fuerzas pulsionales de lo humano se convertían en el material del que hacer emerger la experiencia estética. Era inevitable que la suma de elementos configurara una cierta manera de entender el cine, algo así como una suerte de infección sobre la que después irían incidiendo el resto de los refugiados europeos —estamos pensando en Fritz Lang, obviamente— que habían vivido las vanguardias, el realismo poético, el expresionismo y que aprovecharían el sistema de funcionamiento de Hollywood para dilatar sus estilemas durante la década de los cuarenta. En este contexto, hay que entender la tremenda novedad que supone Rebeca para sus espectadores. En su exquisito trabajo de análisis, Eva Parrondo nos recuerda que con ella arrancarán dos movimientos que serán fundamentales en los años venideros. En primer lugar, el llamado «cine gótico femenino», que será un conjunto de motivos visuales entre los que se incluyen «tormentas y mares embravecidos, paisajes salvajes, niebla, incendios, el retrato de una mujer del pasado, apariciones fantasmales, el envenenamiento, la mansión o el castillo, los sirvientes siniestros o la habitación prohibida» (2007, pág. 79). Al mismo tiempo, la cinta de Hitchcock inaugura también una subcategoría narrativa llamada «romances góticos» que —de nuevo siguiendo a Parrondo— crea una estructura propia y reconocible que arranca con un tórrido romance, marcará una investigación con una muerte simbólica y concluirá con un final feliz.
Esta doble categoría es más que suficiente para que el lector o lectora pueda realizar todo tipo de conexiones con los títulos que habrían de llegar, pero, también, con el cine de nuestros días. La deuda contraída con Rebeca atraviesa lo estético y acaba por desbordar las fronteras de Hollywood, llegando incluso a emerger como una suerte de fantasma en mitad de la posmodernidad (Rodríguez Serrano, 2006). Rebeca es la imagen que siempre retorna, que no puede quedar clausurada en los límites de la historia del cine, y, por lo tanto, que no puede domesticarse desde el «fenómeno fan» que generalmente ha rodeado la figura de Alfred Hitchcock, pero tampoco desde las disciplinas académicas del análisis textual. Como ocurrirá con Vértigo, hay algo en Rebeca que seguirá fascinando e invitando a los pensadores de todo tiempo, condición y pelaje, para pronunciarse sobre su exquisito sabor textual.
En nuestra humilde opinión, una clave para entender esta fascinación que orbita en torno a Rebeca se encuentra precisamente en la fabulosa diferencia narrativa que se entabla entre las dos protagonistas: la presente y la ausente. Por un lado, tenemos a una mujer sin nombre (Joan Fontaine), condenada a cargar con el apellido de su esposo (la «señora de Winter»), aparentemente frágil e ingenua. No tiene apenas pasado, se mueve torpemente en un mundo de significantes que la desbordan por completo, se tropieza con la sombra de una antagonista a la que, simple y llanamente, no puede vencer. En el otro extremo se conjura la «presencia Rebeca», esa potencia textual terrible que lo arrasa todo incluso después de muerta, esa fuerza narratológica que domina incluso el nombre de la propia película y que se irá configurando como una telaraña, un significante-total que parece suplir todas las demandas y satisfacer todos los deseos. Rebeca es apenas una imagen, un cuadro, pero, sin embargo, con esa simple y pictórica presencia —ni siquiera cinematográfica— puede poner en duda a la protagonista central del film.
Ciertamente, en este conflicto late la pasión desmesurada de Mrs. Danvers (Judith Anderson), esa mujer enloquecida por un amor lésbico impronunciable pero evidente; un amor que cristalizará en ese final apoteósico cuando Manderley, la terrible mansión, arda finalmente reinstaurando el orden de los cuerpos y sus deseos. Hitchcock estaba orquestando —como haría prácticamente hasta el final de sus días— ese juego de inconscientes entre el sujeto de la enunciación y un espectador entregado que, prácticamente desde la onírica y fantasmagórica escena inicial, se encuentran irremediablemente conectados. «Anoche soñé que volvía a Manderley» y, mientras las palabras flotan sobre la banda sonora, se activa el cuento. Y, con él, todo el potencial simbólico que se organiza en torno al amor, al deseo, al descubrimiento del placer y a su pérdida.
Si miramos Rebeca desde el choque de esos dos planos (lo corporal y lo fantasmal, lo presente y lo pasado, lo visible y lo invisible), podemos entender cómo la carga brutalmente subjetiva, incomunicable, definitivamente universal de la película, fue capaz de marcar férreamente el camino a seguir al poner en juego el baile de identificaciones inconscientes sobre el que basculará el género gótico.