Ciudadano Kane (1941)

Título original: Citizen Kane

Producción: RKO, Mercury Theatre Productions

Productor: Orson Welles

Director: Orson Welles

Guion: Orson Welles, Herman J. Mankiewicz

Fotografía: Gregg Toland

Música: Bernard Herrmann

Montaje: Robert Wise

Intérpretes: Orson Welles, Joseph Cotten, Dorothy Comingore, Agnes Moorehead, Ruth Warrick

País: Estados Unidos

Año: 1941

Duración: 119 minutos. Blanco y negro

La relevancia de Ciudadano Kane dentro de la historia del cine clásico no se desprende de un paradigmático uso de los recursos formales o narrativos afines a este, sino al contrario: la ópera prima de Orson Welles exhibe una ostentosa actitud estética que evidencia la presencia de un enunciador, transgrediendo la transparencia enunciativa característica del clasicismo. Si el MRI silencia la voz autoral, Ciudadano Kane le ofrece un altavoz. Como González Requena (1984, pág. 30) apuntó, «frente a la escritura clásica gestada en Hollywood, donde la precisión del mecanismo narrativo velaba las huellas de la enunciación, Ciudadano Kane inaugura un procedimiento narrativo que bascula constantemente sobre la figura de su narrador». Así, a lo largo del metraje se conjugan una serie de distanciamientos respecto del canon clásico que convierten el presente largometraje en una suerte de film insular dentro del período del clasicismo cinematográfico que prefigura buena parte de los senderos expresivos y discursivos en los que el cine moderno profundizará décadas después.

Welles aterrizó en Hollywood con la presumible insolencia de quien había sido saludado como «niño prodigio» del teatro y las ondas radiofónicas. No solo protagonizaría un encarnizado enfrentamiento con el cuarto ooder (Quarto potere fue, precisamente, el título con el que Ciudadano Kane se estrenó en Italia) ostentado por William Randolph Hearst (quien intentó impedir la exhibición del film por todos los medios a su alcance) al proponer el crítico retrato de un poderoso empresario inspirado en su figura, sino que también vulneraría los preceptos del MRI. Hagamos un somero repaso a los más significativos.

De manera harto evidente, la puesta en escena denota una voluntad metafórica y expresiva que se superpone a la referencial: los espacios dramáticos, la angulación de la cámara —abundan los picados y contrapicados (debido a estos últimos, se tuvieron que construir techos para los decorados, algo inaudito)— y la iluminación expresionista califican las relaciones de poder entre los personajes. Asimismo, el encuadre se torna denso y complejo —dificultando, en consecuencia, su legibilidad por parte del espectador—, ya que, sin desestimar el montaje analítico, se emplea con frecuencia el montaje sintético, que dilata la duración de los planos. Se sistematiza así el plano-secuencia, técnica que posibilita la exploración visual del espacio merced a la profundidad de campo de la fotografía de Gregg Toland, cuya participación en el film resultó tan decisiva como la de Welles —Toland ya había iniciado su exploración de las posibilidades de la fotografía cinematográfica en títulos como Hombres intrépidos (The Long Voyage Home, John Ford, 1940) y prolongaría su magistral uso de la profundidad de foco junto con William Wyler en La loba (The Little Foxes, 1941) y Los mejores años de nuestra vida (The Best Years of Our Lives, 1946). Añádase a todo ello la ruptura narrativa y formal que constituye la inserción de un episodio que se sirve de un modelo de representación afín al cine documental (el fragmento del noticiario «News on the March») para transmitir la imagen pública y oficial de Charles Foster Kane, que será desmontada por el relato con posterioridad. Al margen de la alternancia sintáctica de dos modelos de representación disímiles (el del cine de ficción y el de la no ficción), el presente largometraje revela, de este modo, la naturaleza artificial de toda construcción audiovisual.

En lo relativo a los aspectos narrativos, Ciudadano Kane articula un relato polifónico de «construcción narrativa [...] fragmentaria (al menos en apariencia) y laberíntica» (Marzal Felici, 2000, pág. 126) a modo de puzzle (figurativizado en el que sirve a Susan para llenar el vacío del tiempo que pasa «cautiva» en Xanadu), en el que, a través de la investigación periodística mediante la que se intenta descubrir el significado de la palabra que el moribundo Kane pronunció justo antes de morir («Rosebud»), se suceden las voces de cinco narradores con una relevante carga de subjetividad que introducen unas analepsis que complejizan un relato en el que no se persigue la identificación del espectador con unos personajes dotados de una cierta profundidad psicológica.

Por último, el cierre de la película no restituye ningún equilibrio inicial. Es más, el enigma que catapultaba la pesquisa periodística será resuelto de manera exclusiva para el espectador, quien (poniéndonos en la piel del público de la época) ha visto frustradas constantemente sus expectativas a lo largo del metraje. En esta secuencia final, la cámara se libera de su servidumbre hacia la figura humana e, independiente de esta, descubre el significado de «Rosebud»: nombre del trineo de infancia del protagonista que simboliza la riqueza interior y la felicidad (era el nexo que el protagonista conservaba con la única etapa de su vida en que fue feliz).

En lugar de erigirse sobre una narración orientada a un objetivo de mímesis (en sentido aristotélico), Ciudadano Kane se construye en torno a una idea (el afán de poder y posesión material de Kane —quien, sintomáticamente, objetualiza a quienes le rodean— va progresivamente arrebatándolo de todo vínculo afectivo y, en consecuencia, de la posibilidad de ser feliz) que configura su sistema textual, haciendo que este priorice un orden simbólico antes que referencial. De este modo, el film constata la figura del director de cine como voz esencial y demiúrgica en el engranaje industrial del studio system, a pesar de la cortina enmudecedora que el MRI aplicaba sobre esta.

El sistema hollywoodiense no aceptaría la desestabilizadora fuerza creativa de Welles por mucho tiempo y terminaría por expulsarla de su seno —al cineasta se le arrebató el control de su segundo largometraje, El cuarto mandamiento (The Magnificent Ambersons, 1942)—, erosionando la ilusión que irradiaba aquel Welles que una vez describió el cine como «el mayor tren de juguete del mundo». Pero esa es otra (fascinante) historia.