La loba (1941)
Título original: The Little Foxes
Producción: RKO Pictures, The Samuel Goldwyn Company
Director: William Wyler
Guion: Lillian Hellman
Fotografía: Gregg Toland
Música: Meredith Willson
Montaje: Daniel Mandell
Intérpretes: Bette Davis, Herbert Marshall, Teresa Wright, Patricia Collinge, Carl Benton Raid
País: Estados Unidos
Año: 1941
Duración: 116 minutos. Blanco y negro
En varios momentos de nuestro libro haremos referencia a la tensión, más o menos explícita, con la que Hollywood representó las heridas abiertas entre norte y sur tras la Guerra de Secesión. Más allá de intereses económicos, es indudable que los tópicos, los ambientes, las arquitecturas y las anécdotas del mundo sudista configuraron un interesante terreno de juego cinematográfico por el que, de cuando en cuando, se colaban también las primeras reflexiones sobre el trauma de la esclavitud y la manera en la que toda esa nueva ciudadanía negra malvivía, tras su liberación, arrinconada en los márgenes de un sistema político que les reconocía como ciudadanos pero les cerraba cualquier otra posibilidad que no fuera una réplica de su desarraigo. Algunos directores de los grandes estudios fueron conscientes de esta paradoja y la localizaron, con mayor o menor precisión, a lo largo de su trayectoria. El caso de Wyler —cuya mano y su sensibilidad para dar voz a los expatriados, los heridos y los parias está fuera de toda duda— es especialmente interesante, ya que su trayectoria concluyó, precisamente, con el rodaje de una película valiente sobre los conflictos raciales: No se compra el silencio (The liberation of L. B. Jones, 1970).
Sin embargo, mucho antes de su particular aportación a la lucha por los derechos civiles, Wyler ya había ido sugiriendo, introduciendo pequeñas pinceladas críticas aquí y allá, el complejo estado económico, legal y espiritual que estaba atravesando Estados Unidos en la primera mitad del siglo XX. Lejos de otras miradas explícitamente triunfalistas, La loba puede ser considerada por derecho propio como una de esas películas abiertamente incómodas que, en el umbral mismo del ataque de Pearl Harbor, no se dejaron arrastrar por el algodón de azúcar del dogma capitalista.
En principio, la película parece hablar sobre los conflictos económicos y familiares que surgen entre los cuatro herederos de lo que se intuye como una vieja dinastía sudista. Durante la primera media hora se presenta no solo una comunidad, sino una extraordinaria fractura social. En uno de los primeros planos, un servil ciudadano afroamericano saca brillo con todas sus fuerzas a la placa brillante de una de las instituciones económicas sobre las que girará toda la película —la Planters Trust Company, cuyo nombre ya escribe las fuerzas reprimidas de ese pasado salvaje apenas nombrado. «Estoy manteniendo el nombre de su padre limpio y correcto», celebra el esforzado ciudadano.
A partir de aquí, se despliega una oposición brutal entre dos esferas: la alta burguesía que viaja por Europa, practica en su piano y maneja los flujos económicos, y el ejército silencioso de ciudadanos de segunda división —periodistas, currantes, y sobre todo, ese terrible ejército de niños afroamericanos que merodean por la noche las cocinas de los ricos para intentar alimentarse con los restos de sus cenas. Los primeros son retratados con indudable precisión en el complejo análisis que Ángel Comas dedicó a la película:
«[Son los] representantes de un incipiente capitalismo salvaje de la burguesía del Sur aliada con la del Norte (basan su nuevo proyecto en la mano de obra barata) que justifican convirtiendo su bajeza en superioridad [...] Es la consolidación de un capitalismo ávido de hacer dinero como sea, destruyendo conceptos como el honor, la honestidad, la justicia o cualquier otra virtud humana que pueda impedírselo» (2004, pág. 147).
Wyler focalizará sus esfuerzos en estudiar minuciosamente los gestos, las costumbres y las estratagemas de esa nueva sociedad tomando como metáfora privilegiada el núcleo familiar. En el centro se sitúa Regina Giddens (Bette Davis), que se encuentra constreñida por su naturaleza como mujer —incapaz, según la ley del momento, de participar en los negocios familiares en igualdad de condiciones que sus hermanos—, y que encontrará en el más explícito salvajismo la respuesta adecuada para acceder a sus demandas.
La película, por otro lado, no se molestará en ofrecer la posibilidad de un término medio: cada acción forma parte de una cadena de humillaciones, desprecios y trucos de baja estofa para que los hermanos se despedacen entre ellos. Con un absoluto control del sufrimiento de los demás, durante prácticamente dos horas asistimos a un extraordinario desfile de maniobras brutales ejecutadas con la más exquisita educación que va erosionando, de manera irremediable, nuestra cercanía con los personajes. Como suele ocurrir en la vida real, toda esta violencia sistémica, subterránea, acaba por concretarse en un cadáver muy real que encarnará, con su defunción, el pago concreto que exige siempre el aparentemente inocuo movimiento de capitales.
Ciertamente, Wyler reduce la carga de amargura incorporando una subtrama de amor entre la hija de Regina y el periodista local que, por cierto, no se encontraba en la obra de teatro original. La pantalla todavía podía proponer un cierto escapismo inocentón al margen del tremendo desfile de vanidades y vejaciones propuesto. Sin embargo, los últimos minutos de la cinta rezuman una extraordinaria amargura subrayada por la composición que el director dispone alrededor de la escalera principal de la casa. Mientras Regina asciende —físicamente, económicamente, pero también simbólicamente frente al resto de sus hermanos—, su hija Alexandra (Teresa Wright) se negará a seguir su ejemplo. El uso de picados y contrapicados mientras se desvela ese insoportable y definitivo adiós entre madre e hija va subrayando cada una de las palabras del guion, en una perfecta armonía entre fondo y forma. Finalmente, la joven Alexandra se marchará bajo la lluvia inclemente con su amor —una lluvia en la que se intuye el placer de lo desconocido, el riesgo ante el mundo insospechado que se manifiesta en un futuro romántico—, mientras Regina queda encapsulada, encerrada, en un terrible claroscuro, en su habitación en la mansión familiar. Con la rúbrica de ese uso de la luz inclemente que tan bien diseñaba Gregg Toland, Wyler clausura el tránsito de las pasiones hasta convertir el cuerpo de Davis en un puro fantasma, una aparición terrible donde el peso del tiempo y de la soledad se escriben con toda perfección sobre el encuadre.