Murieron con las botas puestas (1941)

Título original: They Died with their Boots On

Producción: Warner Bros. Pictures

Productor: Hal B. Wallis

Director: Raoul Walsh

Guion: Wally Kline, Aeneas Mackenzie

Fotografía: Bert Glennon

Música: Max Steiner

Montaje: William Holmes

Intérpretes: Errol Flynn, Olivia de Havilland, Arthur Kennedy, Charles Grapewin, Anthony Quinn, Gene Lockhart

País: Estados Unidos

Año: 1941

Duración: 138 minutos. Blanco y negro

Contadas filmografías de cineastas sintetizan la esencia del clasicismo cinematográfico en su concepción teórica, industrial e histórica como lo hace la de Raoul Walsh. Y, de entre tan prolija obra, ningún otro título representa el paradigma de la narración, la ideología y la escritura clásica como lo hace Murieron con las botas puestas. Por un lado, representa una concepción eminentemente lúdica del arte cinematográfico en cuanto espectáculo en el que prima la generación de emociones primarias en el espectador y un brío y dinamismo en la narración (al fin y al cabo, el movimiento incesante constituye la esencia misma de la proyección cinematográfica) que conduce (empuja) al espectador de una situación a otra sin aparente solución de continuidad ni tiempo para posibilitar una reflexión crítica sobre lo relatado.

Pero el presente film también representa la capacidad del cine hollywoodense para reescribir la historia (en este caso, de Estados Unidos) y reelaborarla como mito. Entre la realidad y la leyenda, Murieron con las botas puestas opta por la segunda. Así, la película esboza un retrato que, en ocasiones, roza lo hagiográfico de la figura del oficial de caballería George Armstrong Custer (1839-1876), nombrado teniente coronel del muy cinematográfico Séptimo Regimiento de Caballería en 1866, conjugándose bajo la forma (a medio camino entre narrativa y poética) de una epopeya en la que se liman las aristas más conflictivas del referente real para glosar sus hazañas a mayor gloria del individualismo y los ideales norteamericanos. La pregnancia del relato cinematográfico clásico es tal que impide que el espectador rechace el relato a pesar de que pueda contravenir sus convicciones ideológicas (a la película de Walsh se la ha tildado, de manera excesiva, de reaccionaria e imperialista).

Al igual que en Gentleman Jim (1942), el argumento se sustenta en el individualismo desaforado de su protagonista, que no se doblega ni ante la férrea disciplina militar. Como los más icónicos protagonistas de la filmografía de Walsh, el Custer de Murieron con las botas puestas se define por el respeto a sus ideales y la férrea voluntad de consecución de sus objetivos (vitales y profesionales), aunque sea consciente de que ello le condena a la inmolación, rasgo que vincula el presente largometraje con el componente trágico característico de las más representativas muestras del cine de Walsh —El último refugio (High Sierra, 1941), Historia de un condenado (The Lawless Breed, 1953). No en vano, tanto el elemento heroico como el trágico aparecen ya explicitados en el título de la película. La apariencia juvenil y atlética de Flynn idealiza la fisonomía del personaje real y cincela una estampa iconográfica que ha quedado fijada en el imaginario cinematográfico. El condimento sentimental —la historia de amor con Elizabeth Bacon (Olivia de Havilland), coronada por una de las despedidas más románticas de todo el cine clásico— termina de modelar la estampa romántica y legendaria de Custer, a cuya construcción heroica contribuye una puesta en escena que convierte su figura en el epicentro de las composiciones.

Pese a lo enunciado, no todo en Murieron con las botas puestas es tan elemental: una lectura atenta del texto revela que la caracterización que de Custer traza el relato dista de reducirse a la presumible idealización del personaje, pues esboza una personalidad temeraria e impulsiva (guiada por un impulso autodestructivo) marcada por su inestabilidad emocional y la tendencia al alcoholismo, rasgos tenuemente esbozados por el guion.

Murieron con las botas puestas fue el primero de los siete largometrajes en los que Walsh y Errol Flynn aunaron sus talentos. Tras el arrollador éxito del film (2,55 millones de dólares en su país de producción), actor y director volverían a colaborar en Gentleman Jim, Jornada desesperada (Desperate Journey, 1942), Persecución en el Norte (Northern Pursuit, 1943), Gloria incierta (Uncertain Glory, 1944), Objetivo Birmania (Objective, Burma!, 1945) y Río de plata (Silver River, 1948) —aunque no aparece acreditado, parece ser que Walsh también participó en la filmación de Montana (Ray Enright, 1950). Curiosamente, Custer había aparecido como personaje en otro film protagonizado por Flynn y estrenado a finales del año anterior, Camino de Santa Fe (Santa Fe Trail, Michael Curtiz, 1940), en el que tuvo el dudoso honor de ser encarnado por Ronald Reagan.

Por su parte, el western constituye el género esencial de la filmografía de Walsh. Si con anterioridad a Murieron con las botas puestas el pionero cineasta ya había dirigido varias muestras del género —En el viejo Arizona (In Old Arizona, 1928), en cuyo rodaje perdió un ojo, teniendo que ser sustituido por Irving Cummings, La gran jornada (The Big Trail, 1930), El beso redentor (Wild Girl, 1932), Mando siniestro (Dark Command, 1940)—, será a partir del éxito de la película que nos ocupa cuando el western y la escritura walshiana se complementen de manera magistral a lo largo de numerosos filmes entre los que encontramos algunas de las más excelsas muestras de la madurez de su escritura fílmica, como Camino de la horca (Along the Great Divide, 1951) o Perseguido (Pursued, 1947). La carrera cinematográfica del cineasta no solo concluye con una sustanciosa aportación al género —Una trompeta lejana (A Distant Trumpet, 1964)—, sino que su postrera creación de ficción sería una novela adscrita a este, La ira de los justos (1973), que escribió cuando, sobrepasadas las ocho décadas de edad, ninguna compañía aseguradora le extendía pólizas de vida que le permitiesen seguir trabajando en la industria.

Filmada mientras Europa se encontraba inmersa en la Segunda Guerra Mundial y estrenada en Nueva York tres semanas antes de que Estados Unidos decidiera tomar parte en la contienda tras el bombardeo de Pearl Harbor, la épica y vitalista historia de Murieron con las botas puestas sirvió de combustible mítico para la movilización militar en el viejo continente y la lucha (y el sacrificio) en defensa de los ideales democráticos y la libertad.