¡Qué verde era mi valle! (1941)
Título original: How Green Was My Valley
Producción: 20th Century Fox
Productor: Darryl F. Zanuck
Director: John Ford
Guion: Philip Dunne
Fotografía: Arthur C. Miller
Música: Alfred Newman
Montaje: James B. Clark
Intérpretes: Walter Pidgeon, Maureen O’Hara, Anna Lee, Donald Crisp, Roddy McDowall
País: Estados Unidos
Año: 1941
Duración: 118 minutos. Blanco y negro
Como casi todas las películas de John Ford, ¡Qué verde era mi valle! se convirtió durante el auge de la teoría fílmica marxista de los sesenta y los setenta en una especie de blanco fácil sobre el que proyectar teorías destinadas a desvelar los hipotéticos elementos «fascistas» y «opresores» de la escritura de su director. De hecho, para pensar correctamente el cine de Ford hay que realizar un tremendo ejercicio de abstracción sobre los lugares comunes que la crítica —tanto de un signo político como de otro— ha ido depositando sobre su cine: ultraconservador y militarista para algunos, cuasicomunista y brechtiano para otros —recordemos las célebres declaraciones de Jean-Marie Straub, que le llamaba «el más brechtiano de todos los directores, porque enseña cosas que hacen pensar a la gente... al hacer que el público colabore con el film» (citado en McBride; Wilmington, 1996, pág. 110). Lo cierto es que —más allá de la respetable intención de cada uno de llevarse el ascua fordiana a su sardina ideológica—, el cine de Ford es hermoso y contradictorio, está dominado por tensiones que no se pueden domesticar mediante máximas grandilocuentes y, al mismo tiempo, se mueve en unos extraordinarios márgenes de indeterminación que convierten su escritura en algo arriesgado y, al mismo tiempo, excitante. Leer a Ford es leer un enigma donde la familia, la comunidad, el héroe, el fracaso, la tiranía o el deber se van hilvanando en un tapiz de portentosas composiciones visuales.
En esta dirección, ¡Qué verde era mi valle! puede ser pensada, si se nos permite la expresión, como una de las películas más explícitamente políticas del director. Frente a un cierto Ford escapista que emerge en obras luminosas y juguetonas —pero nunca ingenuas— como las exquisitas Shari, la hechicera (The Black Watch, 1929) o la posterior ¡Bill, qué grande eres! (When Willie Comes Marching Home, 1950), hay un Ford manifiestamente oscuro, pesimista, comprometido con el otro, en constante lucha contra los márgenes de la tradición y su relación con la injusticia. ¡Qué verde era mi valle! es heredera de esa búsqueda estética y temática extraordinaria que Ford dirige hacia la miseria en la desoladora Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath, 1940), rodada apenas un año antes de la cinta que nos ocupa, y que ahora será reformulada en una pasta melodramática que parecerá fácil de digerir para los grandes públicos y la crítica de su tiempo —no en vano, se alzó con cinco galardones de la Academia, incluyendo mejor película y mejor director—, pero que ha resultado esconder, como veremos, una dolorosísima lectura sobre el sufrimiento de los desfavorecidos y la brutalidad del tiempo.
Siguiendo el análisis canónico que Tag Gallagher propone en su monográfico sobre el director (2009, págs. 259-278), ¡Qué verde era mi valle! combina los estilemas «autorales» de Ford con un cine que no esconde su planteamiento social. Localizada en el seno de una comunidad minera de Gales, el director retrata todo un arco de decadencia desde los ojos de un protagonista infantil, el pequeño Huw (Roddy McDowall). El «valle», cuya belleza queda explicitada en el título —quizá sería mejor recoger ese Green original que podríamos traducir como «fértil» o «fructífero»— se convierte así en una superposición de esferas simbólicas jerárquicamente encajadas que marcan sus propias pautas de conducta. Hay una esfera comunitaria, marcada en primer lugar por los tiempos del trabajo y sus peligros, por las pagas que recogen y entregan los hermanos Morgan. La mina se convierte en el punto del que emerge el sentido de todos sus habitantes: de su interior fluyen las enfermedades y los accidentes, pero también la solidaridad, el sentimiento de pertenencia y, en fin, el concepto de identidad del pueblo. Esa misma vida social también es leída por Ford en términos religiosos y sociales, en los rituales del enamoramiento y la muerte, en la enseñanza de las tradiciones y los límites de lo que resulta permisible o lo que debe ser expulsado para que los ritmos de vida —unos ritmos de vida anclados en la naturaleza, en el devenir concreto del tiempo externo— puedan mantenerse.
A su vez, en plena tensión —en dos sentidos: en tanto deuda, pero también antagonismo— Ford introduce la esfera familiar, dominada por el silencio del padre y por los gestos amorosos de la madre, por las relaciones de poder entre los hermanos y la —inevitable— lucha generacional que surge cuando los trabajadores son de pronto conscientes de sus modos de vida. Finalmente, Ford cierra su trayectoria haciendo emerger el problema mismo de lo subjetivo, de la mirada de Huw, de ese proceso casi demente de «dulcificación» de una existencia desgraciada y marcada por el horror de un trabajo inhumano y una familia atravesada por todo tipo de neurosis.
Para comprender correctamente esta problemática, tenemos que leer la película escapando voluntariamente de esa aparente inocencia del protagonista —rubricada, por supuesto, por el célebre final fantaseado que, en realidad, sirve para desvelar toda la gestión entre irónica y problemática del punto de vista— y ser conscientes entre la figura de Huw (narrador, personaje, y aparente guía del relato) y la manera en la que el propio meganarrador dispone los acontecimientos. Esa distancia entre lo que el texto parece señalar y lo que en realidad señala es clave, en nuestro pequeño libro, para entender la pluralidad y la riqueza de juegos narratológicos en el cine clásico. O, en palabras del propio Gallagher:
«Ver la película sólo como una celebración de la estrechez de miras soñadora de Huw, como un rechazo de la realidad y como una adhesión a la tradición, es verla sólo a través de la perspectiva de Huw, en lugar de a través del punto de vista de Ford sobre la perspectiva de Huw [...] La película deja bastante claro que es la actitud de Huw, compartida en diverso grado por sus vecinos, la que ha destruido el valle» (2009, pág. 262).