Los viajes de Sullivan (1941)

Título original: Sullivan’s Travels

Producción: Paramount Pictures

Productor: Paul Jones, Buddy G. DeSylva

Director: Preston Sturges

Guion: Preston Sturges

Fotografía: John F. Seitz

Música: Charles Bradshaw

Montaje: Stuart Gilmore

Intérpretes: Joel McCrea, Veronica Lake, Robert Warwick, William Demarest, Franklin Pangborn

País: Estados Unidos

Año: 1941

Duración: 90 minutos. Blanco y negro

Uno de los campos más estimulantes de discusión en torno al cine clásico orbita en torno a su hipotética autoconciencia o a la manera en la que, especialmente a principios de los cuarenta, comenzaron a emerger películas que comenzaban a reescribir la vida interna de los estudios, los flujos de producción o, en el límite, los efectos de significación que generaban las propias películas. En esta dirección, Los viajes de Sullivan es una de las cintas más estimulantes en las que pueden apreciarse, con total precisión, los mimbres, modos y costumbres con los que Hollywood iría construyendo su propia leyenda.

El planteamiento, además, no deja de ser inquietantemente resbaladizo. John L. Sullivan (Joel McCrea) es un afamado director de musicales y comedias que, en un momento de hastío personal, intuye que su cine carece de autenticidad y, tras intentar sin éxito reflejar el sufrimiento de las clases bajas en pantalla, se arroja a una serie de peripecias para experimentar en carne propia «el dolor del pueblo». Como bien pueden imaginar nuestros lectores, sobre el metraje planea inmisericorde la sombra de la Gran Depresión, pero también la amenaza del comunismo que, incluso en pleno desarrollo de la Segunda Guerra Mundial, será señalado de refilón como un futuro antagonista del «modo de ser de Hollywood».

Lo primero que llama la atención es la manera en la que Sturges se atreve a realizar una cinta metarreflexiva sobre el campo concreto del género. El director no esconde su filiación cómica —más adelante volveremos a esta idea—, pero sabe perfectamente trazar los ejes y los peligros que se intuyen tras la levedad inconsciente y escapista. De hecho, tras esa suerte de coraza hilarante con la que Sturges construye a sus personajes —toda esa inevitable tramoya de caídas en piscinas, coches de lujo, secundarios de buen corazón y réplicas chispeantes— se encuentran algunos de los momentos más implacables y descorazonadores del Hollywood de los cuarenta. En mitad de la cinta, por ejemplo, el director abandona sus escenarios para proponer una única secuencia de escenas en la que retrata la auténtica miseria de su época. Los cuerpos maquillados dejan lugar a los andrajos, los escenarios brillantes dan paso a naves industriales donde masas apabullantes de cuerpos hambrientos se hacinan para rascar unas horas de sueño y se roban los zapatos, las amplias avenidas de los estudios se convierten en intrincados senderos nocturnos poetizados donde los vagabundos se arrastran, casi literalmente, en el límite de sus fuerzas. En menos de cinco minutos, Sturges ha envenenado directamente el corazón de su propio relato. Como bien señala James Ursini en su impecable análisis de la secuencia (1973, págs. 98-99), este fragmento concreto del relato le sirve al director para demostrar cómo el trabajo de cámara —la manera en la que utiliza los desplazamientos y las angulaciones sobre los vagabundos, los negros, los personajes excluidos del sistema— generan emociones empáticas mucho más poderosas que las de los diálogos falsamente «humanistas» del film. Otro tanto se puede decir de ese angustioso último tercio de la cinta en el que el protagonista es condenado a trabajos forzados y recluido en una prisión que nada tendría que envidiar a la brutalidad que años antes había conjurado LeRoy en la ya analizada Soy un fugitivo (I am a Fugitive from a Chain Gang, 1932).

Esto nos lleva a un segundo punto de interés sobre la cinta: la manera explícita en la que se apoya sobre otras películas de su época, citándolas abiertamente o tomando como ejemplo a sus directores —principalmente a un Lubitsch al que Sturges rinde cumplido homenaje—, como si se tratara más bien de una colección de fragmentos de diferentes títulos que hubieran sido hilvanados primorosamente de nuevo en un único texto. Ciertamente, no podemos entrar aquí en el debate de hasta qué punto esta película prefigura lo que décadas más tarde llegaría bajo el nombre de cine posmoderno, pero sí que podemos apuntar que Sturges se apropia de imágenes muy concretas para reescribirlas o incluso para destruirlas por completo.

Pensemos, por ejemplo, en el cierre de la película. Alessandro Pirolini, en su monografía sobre Sturges, señaló (2010, pág. 13) que pese a ser presentado como una suerte de final feliz, Los viajes de Sullivan termina en unas condiciones más bien amargas. Atrapado en ese brutal campo de concentración, el protagonista sufrirá una epifanía al asistir a la proyección de un cortometraje de Disney en una pequeña iglesia perteneciente a la comunidad negra. Al contemplar cómo los presos y los niños se ríen con los gags de los personajes animados, comprenderá por fin la potencialidad de la comedia como un vehículo necesario para sobrepasar los males cotidianos frente a las hipotéticas virtudes de un «arte comprometido».

Más allá de la dualidad entre espacios sacramentales —iglesia/sala de cine— y de los problemas gravísimos que plantea la puesta en escena —los primeros planos de los presos riendo, lejos de ser «aleccionadores», parecen estar rodados con una tremenda angustia que no deja de generar un profundo malestar en el espectador—, lo interesante es la manera en la que la película no consigue clausurar su lección escapista. Lo que se ha depositado sobre el metraje no puede ser borrado con facilidad y, por mucho que Sullivan celebre su reencuentro con su profesión y con la mujer a la que ama —una Veronica Lake extraordinariamente bella y versátil, capaz de encarar todo tipo de matices y registros con una bis autoirónica digna de aplauso—, todo se plantea atropelladamente, mediante composiciones de montaje casi dislocadas, como si las propias imágenes quisieran ponerse en duda a sí mismas. En resumen, quizá el gran mérito de Los viajes de Sullivan resida no tanto en su innegable impacto sobre determinados cineastas más o menos contemporáneos —de Mel Brooks a los hermanos Coen—, sino en la manera en la que abrió la veda para poner en crisis la actividad fílmica desde dentro; esto es, desde los mecanismos propios de los grandes estudios.