Casablanca (1941)

Título original: Casablanca

Producción: Warner Bros.

Productor: Hal B. Wallis

Director: Michael Curtiz

Guion: Julius J. Epstein, Phillip G. Epstein, Howard Kock

Fotografía: Arthur Edeson

Música: Max Steiner

Montaje: Owen Marks

Intérpretes: Humphrey Bogart, Ingrid Bergman, Paul Henreid, Claude Rains

País: Estados Unidos

Año: 1941

Duración: 102 minutos. Blanco y negro

Pese al paso de los años, todavía hoy sigue siendo difícil valorar con justicia Casablanca o, al menos, explicar objetivamente los motivos de su inquebrantable éxito. Con frecuencia citada como el ejemplo paradigmático del cine clásico —un destilado, por así decirlo, de sus esencias, gestos y tópicos— o como la quintaesencia del cine propagandístico norteamericano en la Segunda Guerra Mundial, Casablanca permanece imbatible como una de las películas más amadas y emocionantes que arrojó el sistema de los grandes estudios. Al contrario que otras de sus contemporáneas, no tiene la gélida y perfecta riqueza intelectual de Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941), ni el humor exquisito de Luna nueva (His Girl Friday, Howard Hawks, 1940). No es una película «autoral», ni tampoco propone ningún tipo de innovación en el campo del lenguaje cinematográfico. Su guion acusa constantemente las cicatrices de un proceso de escritura caótico que fue tomando cuerpo prácticamente durante el rodaje y que muchas veces cae en flagrantes contradicciones o deja a los personajes en resbaladizos terrenos emocionales imposibles de solucionar. Sin embargo, nada de esto impidió que prácticamente desde su estreno pudiera ser considerada con todo derecho como una suerte de símbolo universal, un significante cinematográfico casi puro sobre el exilio, el amor, la nostalgia y la resistencia frente al mal.

Casablanca se posiciona, desde el comienzo, en un territorio moral resbaladizo. Lo hace con plena conciencia y sacará sus mayores réditos narrativos de esa suerte de «banalidad del bien» —por torcer la célebre expresión de Hannah Arendt— de la que hacen gala todos los personajes. En Casablanca los héroes se comportan correctamente casi siempre a pesar suyo y no esconden ninguno de sus defectos: son pendencieros, alcohólicos, infieles, avariciosos, egoístas. Para colmo de males, no paran de fumar, beber y apostar prácticamente durante toda la película. Sin embargo, en el momento en el que se pone en juego la idea misma del bien y la trama exige el sacrificio, todos y cada uno de ellos acaban realizando su particular acción radicalmente buena. En cierto sentido, si alguna vez se ha rodado una «película sobre el bien» —suponiendo que esta expresión nos permita pensar correctamente— es bastante probable que se trate de Casablanca.

Hay una escena extraordinaria —quizá, junto con su cierre, la más hermosa de toda la película— que ha sido justamente reivindicada como una de las grandes aportaciones del séptimo arte a la lucha frente a la desigualdad. En el interior del café sobre el que gira la historia, propios y extraños apuran sus copas. Rick (Humphrey Bogart) y Victor (Paul Henreid) discuten amargamente en una compleja conversación en la que el amor y la resistencia política se sugieren y se conjuran en un chaparrón de culpas insinuadas. De pronto, un ruido proveniente del fuera de campo interrumpe la acción: la cúpula nazi de la ciudad, envalentonada, aporrea el piano del local cantando uno de sus himnos. El trabajo de montaje deviene excepcional: la cámara recorre a los protagonistas, escruta sus gestos, sus miradas, traza las líneas de movimiento de manera sutil hasta que una orden de Víctor a la orquesta —«Toquen “La Marsellesa”», reforzada por el asentimiento de Rick, desata la tormenta contra los invasores.

Se trata simplemente de un duelo musical, pero es toda una declaración de intenciones: los secundarios son retratados por la cámara —incluyendo, por supuesto, ese demoledor plano de apenas dos segundos de la prostituta que, con lágrimas en los ojos, incorpora su voz precisamente cuando el himno cambia su tonalidad hacia un tono menor—, sus gestos crecen sin caer jamás en el fanatismo ni en la hilaridad, sus emociones emergen cargando la escena de afectividad, pero siempre desde un controladísimo respeto. Incluso Rick, el héroe de la película con el que el espectador está destinado a empatizar, desaparece de la escena para que sea el propio Victor (y, con él, todo el pueblo oprimido por la amenaza de la dominación nazi) el que se instituya como portavoz del mensaje de la película.

Toda Casablanca funciona en esta dirección. Lo que parece un simple gesto sencillo de montaje (unos primeros planos, una música, un plano de conjunto) de pronto deviene enorme, casi inaprehensible, y hace emerger ese misterio del film que siempre estará por encima de la teoría y de la reflexión crítica: por mucho que podamos entender el mecanismo significante de las escenas —por mucho que sepamos explicar por qué la cámara muestra lo que muestra—, nunca podremos llegar a agotar la potencia emocional que consiguen algunas de sus imágenes.

Todo en Casablanca es contradictorio. El rol masculino protagonista es encarnado por un cuerpo (el de Bogart) que poco o nada tenía que ver con los estándares del deseo del momento. Su construcción de la masculinidad es opuesta a esos titánicos mausoleos en los que los grandes relatos convencionales encerraban los sentimientos del varón: aquí, el sufrimiento, la fragilidad, la pasión y, por último, la coherencia, se ponen encima de la mesa. A su vez, la mujer no es un dechado de fidelidad conyugal, sino una irredenta fémina apasionada que traicionará sistemáticamente a su marido —quizá por amor, quizá por deber, quizá por ambas cosas. La policía, por último, se juega sus sobornos en casinos trucados y hace la vista gorda cuando amigos y enemigos se pasan los billetes por debajo de la mesa. Es en este marco, precisamente, donde mejor se comprende el potencial del clasicismo: frente a esa sensación, frente a ese espejismo que parece trazar líneas apolíneas que controlan y dan forma a la hegemónica voz del marco social que las enuncia, en realidad late un maravilloso carnaval de pasiones, deseos e inconscientes que convierte la materia misma del film en una experiencia irrepetible.