Esta tierra es mía (1943)

Título original: This Land is Mine

Producción: RKO Pictures

Productores: Eugene Lourié, Dudley Nichols, Jean Renoir

Director: Jean Renoir

Guion: Dudley Nichols, Jean Renoir

Fotografía: Frank Redman

Música: Lothar Perl

Montaje: Frederic Knudtson

Intérpretes: Charles Laughton, Maureen O’Hara, George Sanders, Walter Slezak, Kent Smith, Una O’Connnor

País: Estados Unidos

Año: 1943

Duración: 103 minutos. Blanco y negro

La obra de Jean Renoir, tan estimulante como compleja, atraviesa décadas y territorios que van desde el impresionismo poético hasta el manierismo que linda con la teoría de autor, incluyendo un buen puñado de títulos rodados en el exilio dentro del sistema hollywoodiense. Para el director francés, su tránsito hacia los grandes estudios tuvo al mismo tiempo algo de aprendizaje y algo de contagio: un buen ejemplo del diálogo que se podía establecer entre su particular aprendizaje de las imágenes y los propios mecanismos de producción que se encontraban ya completamente asentados en la década de los cuarenta.

Al mismo tiempo, Esta tierra es mía forma parte de esas extrañas películas que, pasadas las décadas, siguen emergiendo como enigmas de primer orden para los historiadores del cine. Junto con algunas otras obras mayores como La tormenta mortal (The Mortal Storm, Frank Borzage, 1940) o Hitler’s Madman (Douglas Sirk, 1943), constituyen obras en las que los grandes estudios fantaseaban explícitamente sobre lo que pudiera estar pasando en Europa entre la población civil y las tropas homicidas del Tercer Reich. Al contrario que en otras películas nada desdeñables como Hubo una luna de miel (Once Upon a Honeymoon, Leo McCarey, 1942), el film que nos ocupa deja al margen el etnocentrismo y la mirada dominante del americano que descubre, de una u otra manera, el sufrimiento europeo para sumergirse en el microcosmos de las pequeñas familias, las aldeas, las civilizaciones cerradas que, de pronto, se enrarecen y estallan en violentas masacres al calor de los flujos de odio propiciados por el nazismo.

Paradójicamente, y aunque algunos críticos hayan sugerido que Renoir no podía conocer de primera mano la realidad francesa en tiempos de la ocupación, lo cierto es que la propia materia de su película —así como la de Sirk, entre otros casos que hemos podido analizar en otro lugar (Rodríguez Serrano, 2015)—, el cine norteamericano sí que da muestras inequívocas de conocer a principios de los cuarenta con bastante profundidad los horrores de los campos, y, especialmente, las masacres realizadas contra la población civil en los territorios ocupados con la connivencia explícita de los ciudadanos colaboracionistas, como aquí bien propone Renoir. El trauma de las relaciones francesas con el exterminio, que necesitará de un «exorcismo cinematográfico» que pasa tanto por Lanzmann como por el Marcel Ophüls de la monumental La pena y la piedad (Le chagrin et la pitié, 1969), está perfectamente esbozado en el presente film, cuya aparente ingenuidad y momentos manifiestamente melodramáticos no esconden un brutal magma abrasivo que configurará, peor que mejor, los puntos más bestiales de la historiografía sobre la barbarie totalitaria alemana y sus secuaces.

Para ello, es interesante que Renoir disloque el escenario mismo de su film. Ese Somewhere in Europe con el que se abre la película no apunta tanto al cuento de hadas ni al Once upon que, como hemos visto, utilizó McCarey, sino a la idea de una «Europa total», una «Europa sin localizar» en la que todos los lugares son susceptibles de teñirse de sangre y, por tanto, resultan simbólicamente intercambiables. Contra esa generalidad del espacio dominado por el terror, contrasta la relación que se establece entre dos esferas: el poder dominante (ciego, culto, inmisericorde, inteligente, nunca banalizado) frente a los espacios de la tradición y del humanismo (la escuela, pero también la familia o el matrimonio). Desde los primeros minutos de película veremos cómo el protagonista, Albert Lory —un Charles Laughton en auténtico estado de gracia—, escapa de los lugares comunes del galán hollywoodiense para convertirse en una paradójica versión de los héroes propagandísticos del momento. Físicamente poco agraciado, torpe y cobarde, Lory no es más que un maestrillo de escuela que se mantiene al margen de la contienda y que vive platónicamente enamorado de su inalcanzable compañera. Pese a su profesión como formador, no tiene grandes proyectos éticos y su paso por el mundo tiene más que ver con el escapismo y la fantasía inocentona que con una determinada toma de conciencia sobre el mal. Desde sus ojos, la ocupación alemana es incómoda pero no trágica, hasta que una espiral de desventuras personales y emocionales le haga tomar conciencia de su falta de valor. Su extraña falta de maniqueísmo se puede extender sin problemas al resto de los personajes, generando un tapiz totalmente vivo de posturas ante el drama que hace que la película escape extraordinariamente del maniqueísmo dominante en el género antibélico. Siguiendo a Ángel Quintana en su monografía sobre el director:

«La tesis de This land is mine está centrada en la toma de conciencia individual como vía para poder desterrar el miedo y luchar contra la opresión [...] Albert Lory es un ser absolutamente extraño y atípico en el contexto del cine americano de la época, donde los procesos de identificación del público no pueden partir de un personaje débil, sino de personajes fuertes» (Quintana, 1998, pág. 202).

El cierre de la película sigue resultando estremecedor, tanto por su facilidad para escapar de los lugares comunes del happy end como por su innegable potencia simbólica en la defensa de un proyecto humanista total. Mientras es conducido a un destino mortal, Lory recita para sus alumnos la Declaración de los Derechos Humanos. Lo que en cualquier otro director hubiera podido resultar de una sensiblería insoportable, aquí es elevado a un matiz casi espiritual precisamente por esa manera en la que Renoir consigue emocionar a partir de los puntos débiles del protagonista. En el filo de la muerte, la última lección que Lory puede legar va contra sí mismo, contra su paso por el mundo, pero, precisamente por ello, se convierte en palabra emancipadora, cargada de futuro. No es una oda puramente sacrificial ni un gesto épico: es la apuesta decidida por la educación, por el legado, por la defensa —pese a todas nuestras flaquezas, o quizá gracias a ellas— de la posibilidad misma de la redención humana.