Luz que agoniza (1944)
Título original: Gaslight
Producción: MGM Pictures
Productor: Arthur Hornblow Jr.
Director: George Cukor
Guion: John van Druten, Walter Reisch, John L. Balderston
Fotografía: Joseph Ruttenberg
Música: Bronislau Kaper
Montaje: Ralph E. Winters
Intérpretes: Ingrid Bergman, Charles Boyer, Joseph Cotten, May Whitty, Angela Lansbury
País: Estados Unidos
Año: 1944
Duración: 114 minutos. Blanco y negro
Luz que agoniza es uno de los filmes más representativos de lo que Heredero y Santamarina (1996, pág. 133) denominan «cine criminal de época, ambientado casi siempre en el siglo XIX y conocido como desuet», variante mestiza de la «fórmula melodrama-psicología criminal-estructura negra», descrita por los citados autores como «una especie de melodrama histórico con ribetes de cine negro, [que] transita un corto pero significativo número de películas [...] significativamente situadas todas ellas entre 1944 y 1949; es decir, coincidentes con la fase más intensa del cine criminal en su camino hacia la exploración psicopatológica», consecuencia directa de la popularización de las teorías freudianas en Estados Unidos.
Hace unas páginas, teníamos la ocasión de comentar al hilo de Rebecca la importancia del llamado «género gótico femenino» en la configuración del público y de sus expectativas durante la década de los cuarenta. En cierto sentido, Luz que agoniza puede considerarse con verdadero honor como una de las discípulas más aventajadas de aquella seminal película hitchcockiana. Algunos de sus elementos simbólicos se repiten en ambas cintas —la boda inesperada, el caserón probablemente encantado, la tortura psicológica del personaje protagonista o la gestión del punto de vista desde una perspectiva principalmente femenina—, si bien George Cukor fue lo suficientemente hábil como para sacar partida a dos bazas concretas que diferenciarían su film del texto de Hitchcock: la presencia de Ingrid Bergman y los orígenes teatrales de la historia.
En 1944, Bergman se encontraba en un momento rutilante dentro de los grandes estudios. Había sabido moverse con precisión entre diversos papeles con los que demostrar su inmenso dominio de la dimensión íntima de los personajes sin caer en excesos interpretativos. En cierto sentido, al volver a ver Luz que agoniza no podemos sino quedarnos cautivados ante ese momento de perfección donde su aura de estrella es capaz de convivir en perfecta armonía no solo con las exigencias dramáticas de un subgénero tan extraordinariamente pautado como el gótico femenino, sino también con la construcción de su atmósfera, principal baza estética —como veremos en unos párrafos— de toda la propuesta. Máxime porque, como muestran los estudios historiográficos sobre la cinta, el equipo de producción no estaba en absoluto convencido de su elección. En palabras del propio Cukor: «Ingrid Bergman no daba el tipo de fragilidad, de vulnerabilidad, que necesitaba el personaje, pero era una actriz tan espléndida que resultaba convincente [...] No era una mujer tímida, sino decidida. Reducirla a una criatura asustada, nerviosa, era interesante y funcionaba dramáticamente» (citado en Torres, 1992, pág. 170).
Esto nos lleva directamente al segundo aspecto de la película: su marcada teatralidad. Al contrario que Rebeca —cuyo origen está directamente conectado, si se nos permite la expresión, con la alta cultura literaria por la vía de Maurier y sus ascendentes novelísticos—, Luz que agoniza es un taquillazo de Broadway que llegó a las 1.925 representaciones (McGilligan, 2001, pág. 193) y que ya había sido adaptada apenas cuatro años atrás por el director británico Thorold Dickinson —Luz de gas (Gaslight, 1940). Lo que allí tenía el encanto de un arabesco psicoanalítico, aquí es transformado en una trama mucho más directa que incorpora elementos tan poco creíbles como un puñado de joyas familiares escondidas en un ático polvoriento, una inesperada intervención redentora de un agente de la ley (Joseph Cotten) en el último momento y un marido a medio camino entre el cuento de hadas y la psicopatía explícita. Lo hermoso es que esta contraposición de referentes que parecen acercar la película a los lugares comunes del consumo de masas de los años cuarenta está ordenada en una perfecta armonía compositiva donde la siempre resbaladiza categoría de «popular» le permite a Cukor —y, muy especialmente, a la dirección de fotografía firmada por Joseph Ruttenberg y al equipo de arte liderado por Cedric Gibbons— explotar las posibilidades estéticas de la narración victoriana.
Como apuntábamos antes, Luz que agoniza se despliega visualmente como un estudio sobre la sombra, la niebla y su tratamiento tanto en interiores como en exteriores. Por mucho que la película acuse inevitablemente sus orígenes teatrales, Cukor la convierte en un estudio del espacio escénico; una suerte de laboratorio donde explorar las posibilidades del claroscuro, de la materia —las sábanas, las ventanas, los candelabros y las telarañas del desván—, de la quiebra entre esos dos tiempos que dominan la narración: ese pasado nunca superado en el que el crimen perpetrado contra la tía de la protagonista sigue clamando venganza y ese presente contaminado en el que, de manera inexorable, se siguen repitiendo los gestos y las situaciones como si de un macabro ritual se tratase. La historia se convierte así en una línea maldita que va descendiendo de cuerpo en cuerpo, transmitiendo e infectando todo lo que encuentra a su paso, manifestándose en los objetos de la casa (los espejos, los cubiertos, las camas), pero también en las palabras pronunciadas y en la amenaza constante de la locura.
Es sin duda en este punto donde Luz que agoniza adquiere una dimensión rotundamente contemporánea que deja atrás los postulados victorianos y se establece como un relato pavorosamente cercano a nuestros días. Dicho con mayor claridad: si uno de los grandes gestos del cine postclásico reside precisamente en la duda sobre la validez de los marcos simbólicos que recibimos y la incertidumbre constante con respecto a la cordura y a la identidad (González Requena, 2008), no podemos negar que Luz que agoniza marca con precisión una línea que habrían de transitar, especialmente a partir de los noventa, muchas películas derivadas de la esfera tanto europea como hollywoodiense. El mecanismo de cierre teatral planteado por la obra original de Patrick Hamilton —una suerte de monólogo explicativo un tanto torpe— es ligeramente matizado por Cukor, que pone en las manos de Bergman una suerte de episodio de venganza y desvelamiento —si bien, por supuesto, controlado por las normas representativas de la época. Esta idea —la inversión entre la víctima y el verdugo, entre la locura y la cordura, entre la conciencia del crimen sufrido y la posibilidad misma de responder con una contundencia similar— será uno de los territorios más interesantes que sondeará el thriller y el cine de serie B durante la segunda mitad del siglo XX.