Los mejores años de nuestra vida (1946)
Título original: The Best Years of Our Lives
Producción: The Samuel Goldwyn Company
Productor: Samuel Goldwyn
Director: William Wyler
Guion: Robert E. Sherwood
Fotografía: Gregg Toland
Música: Hugo Friedhofer
Montaje: Daniel Mandell
Intérpretes: Fredric March, Myrna Loy, Dana Andrews, Teresa Wright, Virgina Mayo, Harold Russell
País: Estados Unidos
Año: 1946
Duración: 172 minutos. Blanco y negro
Todavía está por escribir una cierta historia de ese Hollywood que, tras haber funcionado como una máquina propagandística mayor en la Segunda Guerra Mundial, comenzó prácticamente desde los primeros días del armisticio a rodar películas destinadas a explorar las dimensiones del trauma. Esa mirada desencarnada y amarga que emergerá unas décadas después (a la vuelta de Vietnam) comienza a prefigurarse prácticamente desde los últimos días de 1945 con un puñado de producciones que, lejos de entregarse al escapismo gratuito y a la celebración más ñoña, pusieron encima de la mesa el problema del «retorno de los chicos». La expresión, como es bien sabido, viene de esa petición abrasiva que recorrió los países aliados de punta a punta —«Bring the boys back home»— y cuyo eco atravesará en distintos momentos cines tan distantes como el de Samuel Fuller, Alan Parker, Frank Darabont o Steven Spielberg. El problema del veterano no será sorteado por el cine de Hollywood, sino que de alguna manera se generará un diálogo muy fructífero entre las cintas de propaganda bélica y sus posteriores reflexiones en torno al retorno del héroe.
Como ya sabemos desde los estudios narratológicos de Vladimir J. Propp (2011) y sus posteriores lecturas en clave jungiana propuestas por Joseph Campbell (1992), el retorno del héroe al hogar nunca es proceso fácil en las estructuras de la narración mítica. Cuando el héroe retorna, ni es el mismo ni la sociedad que le recibe está dispuesta a aceptar de buen grado sus heridas de guerra o sus conocimientos aprendidos. Resulta brillante, por tanto, que Wyler decida situar su película precisamente en ese último acto del cuento maravilloso y estirarlo durante casi tres horas mediante una estructura coral de extraordinaria complejidad.
En efecto, Los mejores años de nuestra vida no es simplemente una película hermosa, ni tampoco un mero ejemplo de pertinencia historiográfica. Además de ello, es un pequeño prodigio en términos de diseño estructural, partiendo de tres personajes paralelos que sirven para ir cruzando y ramificando todo tipo de tramas melodramáticas. Así, es imposible no tener la sensación de que se asiste a un gran relato, a una epopeya de lo cotidiano en el que la cámara de Wyler ha querido rescatar, con la mayor precisión y el respeto posible, todos los aspectos que tienen que ver con el acto mismo del regreso. El trío protagonista está integrado por Al Stephenson (Fredric March), un veterano de edad avanzada que pertenece a las clases altas de la ciudad; Fred Derry (Dana Andrews), un humilde vendedor de refrescos recién casado que tendrá serios problemas de reinserción laboral y una esposa anhelante a la que no podrá satisfacer, ni económica ni afectivamente; y Homer Parrish (Harold Russell, actor realmente mutilado en la contienda bélica), un marinero que perdió ambas manos en un bombardeo y que regresa, irremediablemente lisiado, para encontrarse con su prometida.
En este somero resumen a tres bandas podemos ver cómo la película queda de pronto limpiamente escindida en dos territorios: la dimensión económica del retorno —su regreso a los puestos de trabajo, su incapacidad para encontrar un buen empleo remunerado o, simplemente, para contribuir a la sociedad— y la dimensión afectiva que traen los tiempos de paz —matrimonio duradero, matrimonio efímero y compromiso nupcial. Wyler arroja a los tres cuerpos que retornan al centro de esa espiral demoledora, tomándose el tiempo necesario para desarrollar cada uno de los temas. Si la cantidad de metraje supera, con mucho, las convenciones del Hollywood de la época es precisamente por esa sensación de respeto y completud con la que el director encara cada una de las fases de su amargo devenir. Sobre el espectador se cierne en todo momento la intuición de la tragedia, si bien el relato está sazonado con grandes dosis de humor blanco —recuérdese el despertar con resaca de Fred y Al en la misma casa, o el uso cómico que este último realiza de su propio cuerpo en varios momentos humildemente cercanos al slapstick— y con un control del patetismo que no deja de resultar púdico y ejemplar. En efecto, Los mejores años de nuestra vida no ahonda gratuitamente en ninguna herida ni deja que el espectador quede arrebatado fácilmente por el dramatismo de los acontecimientos. Esto explica, quizá, por qué el personaje de Homer es tratado con más distancia y cuidado —su protagonismo en la cinta es sensiblemente menor y, sin embargo, la cámara trata con un respeto asombroso la mostración de sus implantes y sus ritos cotidianos— y, al mismo tiempo, por qué se deposita sobre sus hombros la responsabilidad del inevitable happy end. Del mismo modo, también justifica la precisión visual con la que Wyler organiza la caída personal de Fred, proponiendo un impresionante crescendo emocional en la justamente célebre secuencia rodada en el desguace de aviones. Durante ese vagar final, dolorosísimo, en el que Fred se somete al peso del recuerdo, la cámara se pone a su servicio en unos impresionantes travellings laterales que juegan con la ordenada profundidad de los aeroplanos inservibles, hermanados de alguna manera con el propio cuerpo del soldado que regresa interiormente incapacitado del frente. El uso de la distancia focal y la solemnidad de la fotografía de Toland convierten la secuencia en uno de los momentos más extraordinarios del cine posbélico.
Puede que en algunos momentos Los mejores años de nuestra vida peque de una cierta ingenuidad y un enfoque casi naif que resultarían impensables en el cine norteamericano posterior a 1960. Sin embargo, demuestra la profundidad que se puede alcanzar en los relatos corales sin apenas forzar los puntos de giro narrativos, limitándose a observar y a dejar el espacio fílmico necesario para que los personajes puedan defender su humanidad y su dignidad. Prácticamente sin necesidad de escribir explícitamente las heridas —no hay ningún flashback concreto sobre la acción bélica—, Wyler acaba proponiendo una de las grandes películas hondamente humanísticas de todos los tiempos.