¡Qué bello es vivir! (1946)
Título original: It’s a Wonderful Life!
Producción: RKO Pictures, Liberty Films
Productor: Frank Capra
Director: Frank Capra
Guion: Frances Goodrich, Albert Hackett, Frank Capra
Fotografía: Joseph F. Biroc, Joseph Walker
Música: Dimitri Tiomkin
Montaje: William Hornbeck
Intérpretes: James Stewart, Donna Red, Lionel Barrymore, Thomas Mitchell, Henry Travers
País: Estados Unidos
Año: 1946
Duración: 130 minutos. Blanco y negro
Injustamente despreciada por los teóricos que se acercaron al cine clásico desde los cultural studies y otros territorios aledaños, ¡Qué bello es vivir! forma parte de esas joyas desacomplejadas, aparentemente ingenuas, portadoras de un proyecto humanista a prueba de bombas y, en el límite, texto fundacional de una manera —la de Capra, pero también la del proyecto mismo del clasicismo— de mirar el mundo. Al igual que ocurre con la ya trabajada Casablanca, el analista debe asumir el tremendo reto de regresar a la película sin los complejos y prejuicios previos, pero también con la distancia crítica necesaria para redescubrir —y volver a asombrarse— con los exquisitos detalles que la componen.
De hecho, frente a aquellos que han querido ver en ella una simple cinta «navideña» o, a lo peor, un trozo de propaganda heteropatriarcal y ultraconservadora, ¡Qué bello es vivir! responde con una abrasiva posibilidad de lecturas que trascienden los lugares comunes y que devuelven una cifra implacable del sistema económico del momento. Como muy bien señaló el crítico Rich Cohen:
«Si cortas los últimos veinte minutos de la cinta, el verdadero significado se revela. En esta versión reducida, interpretada por un James Stewart en el borde de la histeria, después de ser traicionado por cada persona que le rodea, después de ser aplastado bajo la rueda del capitalismo, se arroja por un puente. [...] De esto va la peli: los hombres buenos acabarán enloqueciendo [...] ¡Qué bello es vivir! es una película sobre el hambre, sobre la avaricia, sobre las múltiples maneras en que un hombre bueno puede ser castigado» (2010).
Más allá del tono del texto de Cohen —humorístico, pero inquietantemente certero—, lo cierto es que la película de Capra es lo suficientemente hábil como para desenvolverse con lucidez en esa delgada línea que conecta la desesperación con la redención. Por un lado, se vale del cuerpo de James Stewart, icono mayor que el cine de Hollywood había relacionado —salvo interesantísimas excepciones— con esa construcción simbólica del hombre absolutamente bueno, sin fisuras, portador amable y coherente de los valores de sacrificio, honradez y bonhomía. Su retrato de George Bailey, el abnegado y sufrido padre de familia, esposo y trabajador intachable, hunde sus raíces en los retratos masculinos que había ido esbozando en los años anteriores, muy especialmente en su anterior película con Capra, Caballero sin espada (Mr. Smith goes to Washington, 1939). Sin embargo, entre estas dos películas, Capra se había convertido en uno de los cronistas oficiales de la Segunda Guerra Mundial, sometiéndose de manera sistemática no únicamente a los llamados «esfuerzos cinematográficos de guerra», sino, sobre todo, al descubrimiento de un tipo de barbarie brutal que no podía ser contenida de manera fácil por los marcos simbólicos anteriores a 1945.
Dicho todavía con más claridad: al igual que les ocurrió a otros directores que se vieron envueltos en la contienda mundial como John Ford, Alfred Hitchcock, George Stevens o el propio Billy Wilder, el cine de Frank Capra acusó una suerte de problema significante, una tensión, una cierta duda con el contenido concreto de las imágenes y su juego en el proyecto humanista de su tiempo. Esa «quiebra» es, precisamente, esa «zona oscura» que el director introduce a partir de la angustia total que domina a Bailey y que no emerge únicamente en su intento de suicidio —tema que había rondado, como una sombra, otra película anterior del director, Juan Nadie (Meet John Doe, 1941)—, sino también en su imposible regreso al hogar y en las célebres imágenes celebrativas en las que todo Bedford Falls, unido en una más que dudosa hermandad al calor del dinero cedido, celebran la feliz salvación en el último minuto del héroe local, amparada bajo el paraguas de lo fantástico (es decir, de lo improbable, de aquello que escapa al terreno de lo real en el que se desenvolvía el relato hasta entonces).
A raíz de lo expuesto, resulta fácil entender por qué la película ha sido pensada y convertida en terreno de diferentes sectores —ultraconservadores, progresistas, creyentes y ateos— para sus particulares apologías y galerías de tiro al blanco. Como todas las grandes narraciones míticas, lo que hace que ¡Qué bello es vivir! resulte imperecedera es su dominio de la zona gris, la manera en la que el paladar cinéfilo detecta contenidos amargos latentes pero muy poderosos bajo una dulce capa de religiosidad. Tras los villancicos, las alas ganadas por el ángel bueno y las sonrisas infantiles, la película es un dechado de angustia entre la voluntad del sujeto (sus proyectos de futuro, la vida que le hubiera gustado haber vivido) y las ciegas y embrutecedoras demandas de una masa estratificada en diferentes agentes simbólicos (la empresa, pero también la familia y, en última instancia, el pueblo, o, si se prefiere, la comunidad). Capra no esconde la imposibilidad de escapar de ese callejón sin salida, los préstamos vitales que nos obliga(mos) a ir ingresando en las cuentas corrientes emocionales de nuestros prójimos y, por supuesto, la fragilidad de los lazos simbólicos que nos mantienen en ese aparente espejismo de convivencia y sobriedad cívica. Casi como si fuera el reverso mismo de The Purge: La noche de las bestias (The Purge, James DeMonaco, 2013), lo que Capra plantea es la posibilidad de que todos los ciudadanos de un núcleo habitacional sean absolutamente buenos por una única noche. Pero esa bondad, sin duda, no es gratuita. Una mirada afilada contra los últimos planos de la cinta demuestra claramente que la gestualidad de los actores dista mucho de plegarse a las lecturas bienintencionadas: Stewart se convierte en una marioneta demencial cuya felicidad esconde siempre un matiz de horror, las bocas que cantan se abren desmesuradamente, el encuadre se llena de cuerpos y más cuerpos hasta que resulta prácticamente imposible decidir dónde acaba la masa y empieza el hombre. A golpe de bondad —y hete aquí una hermosa paradoja—, Bedford Falls termina por aplastar a su hijo más aventajado. Lo único que queda de él es, precisamente, lo que las estructuras toleran: su obligatoria sonrisa, su cabeceo servil al agradecer, su deuda —imposible ya de saldar— con la comunidad.