Carta de una desconocida (1948)
Título original: Letter from an Unknown Woman
Producción: Rampart
Productor: John Houseman
Director: Max Ophüls
Guion: Howard Koch
Fotografía: Franz Planer
Música: Daniele Amfitheatrof
Montaje: Ted J. Kent
Intérpretes: Joan Fontaine, Louis Jourdan, Mady Christians, Marcel Journet, Art Smith, Carol Yorke
País: Estados Unidos
Año: 1948
Duración: 87 minutos. Blanco y negro
Pocas películas han sabido deslizarse con tanta delicadeza entre los cánones del melodrama y la elegía por la vieja cultura europea. Si, como hemos visto en otros ejemplos relacionados con el gótico femenino, lo europeo suele ser sinónimo de trauma victoriano o de herencia siniestra, en Carta de una desconocida se propone una radiografía sublimada y hermosísima de esa Viena deslumbrante atravesada por la música clásica y el amor; una Viena de pasiones incontrolables que todavía no había conocido la escritura del nazismo ni, por lo tanto, el cadáver de Stefan Zweig con su nota de suicidio a miles de kilómetros de allí.
Esa Viena de carruajes, uniformes imperiales y romanticismos nocturnos es, al mismo tiempo, un escenario mitológico y una excusa para que Ophüls despliegue toda una sensualidad visual y un dominio de la construcción espacial que, pese a haber sufrido infinidad de intentos de copia, nunca volverá a llegar a esa línea tan deliciosa entre el pecado carnal y la culpa romántica. La película está llena de cuerpos que desean y se desean, arrastrados a su vez por los movimientos de la música y del propio tiempo que comparece mediante la estructura en flashback. La acción comienza en una madrugada de duelos y borrachera en la que Stefan Brand (Louis Jourdan), un pianista venido a menos, recibe una misiva que pondrá luz a los grandes vacíos de su propia existencia. En paralelo a su auge y caída social, sin apenas él saberlo, se ha ido anudando la historia de amor casi silenciosa de Lisa (Joan Fontaine). Y ese casi es fundamental, ya que —aquí la referencia a la célebre carta lacaniana que siempre llega a su destino resulta casi inevitable— en las décadas de encuentros y desencuentros que les conectan se dispone nada menos que un hijo muerto de tifus, un matrimonio catastrófico y un aplastante cierre estremecedor de esos que marcarían el decir sobre el amor en el cine en las décadas posteriores.
Pero la clave, el centro compositivo de la cinta es, como señalábamos, la propia estructura. Para Ophüls —que supo leer las posibilidades de la novela original de Zweig sin aplastarla y con un olfato extraordinario para su traición textual—, lo relevante es la manera en la que la traición cronológica implica el desvelamiento afectivo de ambos protagonistas. Adelantándose dramáticamente al Deleuze de Proust y los signos (1971), el director dispondrá su concepción del amor como una cuestión estrictamente temporal, un ejercicio de desvelamiento de los gestos y los guiños del otro como posible modificación de los futuros que hemos de habitar. La referencia no es baladí: a medida que la lectura de la carta se va desplegando, vamos viendo cómo Lisa se convierte literalmente en una emisora de signos del amor que pasan por la transformación de su propio cuerpo (recibir clases de baile, formarse musicalmente), trepando lenta pero inexorablemente por la escalera social hasta configurarse, finalmente, como una imagen fantasmática digna de él. La cosa no dejaría de tener un cierto tufillo machista si no viéramos, en un movimiento paralelo, como cada paso de la mujer —cada nuevo signo de su amor— no solo es malinterpretado, sino que no adquiere una respuesta sólida y a la altura por parte del protagonista masculino. Mientras ella crece —e impone fílmicamente su presencia en la cinta mediante la narración en over que arrastra a las imágenes—, él va opacándose progresivamente hasta que la presencia en el relato de su hijo —marcada, aproximadamente, como el midpoint; esto es, el centro compositivo estructural— generará la bisagra definitiva en la narración.
El hijo muerto de tisis es, dicho con todo dramatismo, la muerte de la posibilidad concreta de un futuro compartido. En primer lugar, su propio nombre (Stefan, igual que el padre que nunca llegará a conocer) ya marca el deseo explícito de que el niño siga tejiendo, de alguna manera, la novela familiar que sus dos progenitores no llegarán a consumar. El hecho de que su madre acabe muriendo de la misma enfermedad apunta a una suerte de maldición familiar que arrastra la destrucción del cuerpo como sinónimo de ese amor demoledor frente al que nada puede hacerse. La película, además, muestra la acción inefable (la muerte del pequeño) mediante una suerte de elipsis marcadas por fundidos encadenados entre las que sobresale una potentísima imagen devenida signo de su ausencia: la cama del pequeño, vacía, marcada por cuatro velas que se consumen en una oscuridad insondable. Ophüls establece así, con una soltura plástica increíble, esa frontera brutal del relato en la que los significantes, simple y llanamente, quedan vaciados de cualquier posibilidad de futuro.
De ahí que el tercer acto de la cinta se experimente ya desde la desazón y el desgarro. La iluminación de los primeros planos acaba por convertirse en un tratamiento de los interiores asfixiante, donde las maderas del viejo caserón parecen opacar la poca luz que dejan entrever las velas, los exteriores se tornan postales de una pesadilla naturalista y, finalmente, la muerte acaba por marcar las huellas de su señorío. La cinta va concretando, poco a poco, cada decisión de cámara y de montaje, desde unos exuberantes picados y contrapicados que se apoyan en la escalera de caracol del primer hogar hasta ese estatismo casi pulcro con el que se cierran los últimos gestos del film.
Durante los últimos minutos es inevitable no tener la sensación de que Ophüls ha sabido construir, con una precisión impecable, los últimos estertores de una manera de experimentar las relaciones entre amor y mundo. No es únicamente que se niegue el relato romántico con sus gestos indudablemente exagerados y dramáticos, sino que lo que parece jugarse es toda una cosmovisión de las clases sociales y sus afectos, la (im)posibilidad de la redención mediante el gesto amoroso y, finalmente, una suerte de enfermedad endémica (la tisis, pero sin duda también un cierto progreso) que termina por arrasar la cultura, el cuerpo y, por supuesto, hasta la concepción misma del recuerdo y la nostalgia.