La ciudad desnuda (1948)
Título original: The Naked City
Producción: Hellinger Productions, Universal International Pictures
Productor: Mark Hellinger
Director: Jules Dassin
Guion: Albert Maltz, Malvin Ward
Fotografía: William H. Daniels
Música: Miklos Rózsa, Frank Skinner
Montaje: Paul Weatherwax
Intérpretes: Barry Fitzgerald, Howard Duff, Dorothy Hart, Don Taylor, Frank Conroy
País: Estados Unidos
Año: 1948
Duración: 96 minutos. Blanco y negro
En el portentoso prólogo de La ciudad desnuda, una voice-over comienza a trazar, sobre un picado que retrata el célebre skyline de Nueva York, un retrato impresionista de la ciudad, de sus ritmos, sus anécdotas, sus tiempos y, por supuesto, sus asesinatos.
La ciudad desnuda está a medio camino entre el thriller y el experimento onírico, entre la comedia aleccionadora y la autoconciencia de vanguardia. Todavía tardaría mucho en llegar el Jonas Mekas que habría de comentar sus propias imágenes de Central Park en Walden (Diaries, notes and sketches, 1969), pero, por el camino, otro director habría de iniciar primero la búsqueda de las relaciones entre mostración, narración, arquitectura y puesta en escena. Ciertamente, en un nivel más básico, la historia no se separa demasiado de las —generalmente confusas, pero quizá por eso mismo atractivas— ficciones policiales que iban punteando el Hollywood de los cuarenta. Como en tantas otras películas, hay un asesinato sin resolver que termina por anudar, de manera más o menos explícita, las tensiones carnales y económicas que conectan a los ricos y viciosos ancianos de las clases adineradas con las chicas explosivas del lumpen —y sus inevitables cómplices, ladrones y asesinos, que trapichean por los muelles y los callejones del sistema.
Sin embargo, La ciudad desnuda trasciende todo esto al convertir una historia levemente desencajada en una suerte de anecdotario en paralelo a lo que realmente interesa a Dassin: la mostración de los tiempos, los ritmos, los escenarios propios de una ciudad. Desde su arranque, la película se enseñorea de prescindir de los estudios, de bajar a las calles y rodar en auténticos exteriores para tomar el flujo a esa categoría inaprehensible de la imagen realista que Kracauer (1989) denominó, unos años antes, «el flujo de la vida». De ahí que cada espacio concreto tenga una identidad muy específica que viene, a su vez, acompañada de un tratamiento completamente diferente de la imagen. Los barrios del centro, luminosos y plagados por esos inmensos edificios magnificados en contrapicado —Dassin compone muchísimos de los planos de la película apoyándose en las diagonales que crean las cornisas, pero también las posiciones de los personajes y los puntos de fuga en los interiores—, retratados como bulliciosos hormigueros fotografiados en clave alta. En el otro punto del espectro, los suburbios y las zonas marginales donde se apiñan los niños en torno a columpios destartalados y casas mohosas en perpetua amenaza de derrumbe, atravesadas por angostas escaleras de caracol que conducen a cuchitriles en los que se apiñan los cuerpos de los marginales del sistema. En medio, casi como una anécdota, las zonas residenciales de la periferia en las que vive el policía James Halloran (Don Taylor) junto con su familia, construyendo esos paraísos artificiales del american way of life con sus casitas multiplicadas hasta el infinito y sus jardines perfectamente podados.
Estos tres espacios son, a su vez, conectados por peluquerías, joyerías, clubes nocturnos de nombres caribeños, rotativas y comisarías humildes pero honorables y efectivas. Dassin quiere hacer lo imposible —quiere generar el poema sinfónico total de esa ciudad a partir únicamente de un género, negro para más señas— y por eso debe conjurar esa voice-over que domina todas las acciones, que narra directamente para el espectador lo que ya está viendo, que va diseminándose por la película comentando —a veces con ironía, a veces con patetismo— cada uno de los acontecimientos.
Desde aquí, podemos comprender que La ciudad desnuda es uno de esos maravillosos ejemplos que ponen en duda los lugares comunes sobre la construcción de guiones y la gestión de la información. En principio, Dassin presenta a su narrador como al propio productor real de la película, Mark Hellinger. La voz que nos acompaña tiene una autoridad que está por encima incluso de la de la propia historia: es la voz del dinero y, por extensión, la voz de los grandes estudios y del mecanismo ideológico que domina los usos y costumbres de Hollywood. La ciudad no puede ser contada por la voz de cualquiera; ese lugar privilegiado de la enunciación —un lugar que es prefigurado, gracias a la toma aérea inicial, como poco menos que divino— únicamente puede ser ocupado por un sujeto (fílmico, pero también real) que esté, literalmente, por encima de la historia. De hecho, en otros momentos de la película escucharemos —como hará Wim Wenders, muchos años después—, la voz en off de algunos de los figurantes de la película, apenas algunas frases que hacen estallar un estado anímico, un miedo, un pensamiento aburrido, un gesto de lo cotidiano. Sin embargo, por encima de todos ellos, siempre estará el narrador, omnisciente y todopoderoso.
Esta división entre capas sociales, voces, y alturas (de la cámara, pero también de los espacios de la propia ciudad mediante los rascacielos y las aceras) acabará por ir distanciándose en cada escena de la investigación, narrada a veces con el desapasionamiento de un documental de sucesos, celebrada en otras ocasiones como un acontecimiento deportivo. No hay ejemplo mejor que esa pareja de padres emigrantes, llegados de Polonia, que intentaron educar a su hija en la lógica conservadora hasta que en su camino se cruzó Nueva York, sus neones, sus alturas y sus promesas de éxito. La cámara los retrata siempre como los grandes perdedores, los cuerpos marginales del éxito a los que únicamente les queda el luto y el cadáver de la niña —cadáver, por cierto, mostrado en un extraordinario picado tras las cristaleras sucias de la morgue— y que cierran la película como justificación de todo el discurso. Entre el pánico de los delincuentes que se arrastran en sus cloacas y las grandes alturas del vicio, está la zona de la mayoría: la clase media trabajadora, esforzada y, por lo general, vapuleada por la propia ciudad.