El crepúsculo de los dioses (1950)
Título original: Sunset Boulevard
Producción: Paramount
Productor: Charles Brackett
Director: Billy Wilder
Guion: Charles Brackett, Billy Wilder, D. M. Marshman Jr.
Fotografía: John F. Seitz
Música: Franz Waxman
Montaje: Doane Harrison, Arthur Schmidt
Intérpretes: William Holden, Gloria Swanson, Erich von Stroheim, Nancy Olson, Fred Clark
País: Estados Unidos
Año: 1950
Duración: 110 minutos. Blanco y negro
Billy Wilder es uno de los más excitantes y complejos autores surgidos del clasicismo hollywoodiense. De hecho, las características de su cine son siempre tan afiladas y resultan tan complejas de pensar que, irremediablemente, uno tiene la sensación ante todas sus películas de que, de alguna manera, desbordan y empujan los límites de lo decible hasta mucho más allá de su propio tiempo. En efecto, la suya es más bien una escritura de excepción —en los dos sentidos: pone en crisis la norma de Hollywood y, por ello, resulta excepcional—, parapetada casi siempre bajo un cierto vestido de aparente levedad bajo el que se despliega un programa cínico y desencantado para con el hombre.
Frente a esa idea edulcorada, aparentemente amable y casi angelical que se ha querido plegar sobre el Wilder cómico, heredero directo de Lubitsch y amado por las masas gracias a comedias como La tentación vive arriba (The Seven Year Itch, 1955) o Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, 1959), hay un Wilder profundamente oscuro, asfixiantemente serio, trastocado de un profundo pesimismo. No entraremos aquí en la enésima revisión biográfica: basta con someterse a textos como Fedora (1978) o al absolutamente estremecedor Death mills (1945) —el montaje más asfixiante que distribuyó el gobierno de Estados Unidos sobre las imágenes recogidas por los aliados en los campos de exterminio nazis— para darse cuenta de que bajo esa suerte de afable y despreocupada escritura cinematográfica latía, en realidad, una mirada bien distinta.
Esta larga introducción permite situar a El crepúsculo de los dioses como el ejemplo más depurado y terrorífico de ese «otro Wilder» no apto para las masas. Desde su célebre arranque —la voz en off de un cadáver, flotando en la piscina de una gran mansión, prometiéndole al público la narración de sus desdichas—, somos conscientes de que nos encontramos en un territorio cinematográfico que nada tiene que ver con la imagen que Hollywood estaba intentando construir sobre sí misma. De hecho, de igual manera que las inminentes fotos de la autopsia de Marilyn Monroe funcionarían como el negativo del mito que el propio Wilder había ayudado a construir, todo El crepúsculo de los dioses será la cara oculta de la imagen glamorosa y chispeante de las estrellas de cine.
El centro significante de la película es, como ya ha quedado esbozado en algunos notables estudios monográficos (Bellido, 2000) el problema de los «muertos en vida». La idea inicial —un cadáver que habla nada menos que a los propios espectadores— modifica toda la concepción del narrador cinematográfico: ¿Asistimos a los recuerdos de un muerto? ¿De dónde salen esas imágenes? ¿Se ha convertido el proyector en una suerte de tabla ouija? Sin embargo, en su paulatino descenso hacia la locura y la muerte, la película nos mostrará que la regla de su mostración es, precisamente, la fascinación ante aquellos que están muertos (simbólicamente) y no lo saben.
Wilder confía nada menos que en Gloria Swanson para dar vida a su propia pesadilla, una terrorífica Norma Desmond que vive recluida en una mansión fantasmal esperando interminablemente su regreso a la gran pantalla. El acto glorioso de Swanson es partir de su propia piel, de su rostro avejentado, pero, ante todo, de su experiencia como antigua actriz de cine mudo en horas bajas para construir el personaje. Lo mismo puede decirse de Erich von Stroheim, el director que la moldeó y que aquí es relegado a un rol de mayordomo tras el que se intuye un dolorosísimo atravesamiento emocional. En un tercer nivel, los cinéfilos no podremos olvidar jamás esa desgarradora partida de cartas que reúne en el mismo desolador encuadre a H. B. Warner, Anna Q. Nilsson y, por supuesto, Buster Keaton —tres estrellas arrasadas por el salto hacia el sonoro.
La película deviene así, a un mismo tiempo, una acusación, un exorcismo y un ejercicio confesional. Los expatriados de Hollywood, los que fueron aplastados precisamente por el clasicismo que venimos celebrando en este libro —volveremos en unas páginas a esta idea a propósito de Cantando bajo la lluvia— de pronto vieron en El crepúsculo de los dioses su último aullido, su última oportunidad pública para reclamar la escritura de sus nombres en la historia del cine y, por el camino, pasar unas cuantas facturas pendientes a los espectadores que, tras nutrirse de su arte y sus fantasmas, les olvidaron discretamente a favor de cuerpos más jóvenes de los que enamorarse.
De esta idea habla la segunda línea temática de la película: la imposible historia vampírica de amor y desprecio entre Desmond y Joe Gillis (William Holden), el advenedizo jovenzuelo que amaneció flotando en la piscina. El cuerpo de la mujer, entrado en años, deviene de pronto una realidad afectiva, emocional, un cuerpo que requiere amor y admiración. Frente a esa norma básica de la representación femenina ofrecida por Hollywood (la supremacía de la juventud, la belleza y la clase, como vimos en Stella Dallas), Wilder utiliza ese síntoma de rechazo a la vejez como una manera de poner en marcha la tramoya dramática. Cinco años antes de que Douglas Sirk rodara Sólo el cielo lo sabe (All That Heaven Allows, 1955) y veinticinco años antes de que Fassbinder dirigiera Todos nos llamamos Alí (Angst essen Seele auf, 1975), Wilder se atrevió a rodar —desde el horror— el drama de la mujer madura enamorada y la repulsión con la que una sociedad injusta observa sus gestos de amor.
El célebre descenso de la escalera con el que concluye la cinta es, después de todo, el precio que Wilder sabe que tienen que pagar esos amores excéntricos, no correspondidos, egoístas, donde la estrella exige que su cuerpo (envejecido) sea mirado igual que es mirado al ser proyectado sobre la pantalla. Cada fotograma resuena como un clavo en el ataúd del cine silente. Pero, a la vez, es el fragmento más honesto que Hollywood se atrevió a rodar sobre sus miserias a lo largo de todo el clasicismo.