Adiós a las armas (1932)
Título original: A Farewell to Arms
Producción: Paramount Pictures
Productor: Frank Borzage
Director: Frank Borzage
Guion: Benjamin Glazer, Oliver H. P. Garrett
Fotografía: Charles Lang
Música: Herman Hand, W. Franke Harling, Bernhard Kaun, John Leipold
Montaje: Otho Lovering, George Nichols Jr.
Intérpretes: Gary Cooper, Helen Hayes, Adolphe Menjou, Mary Philips, Jack La Rue, Blanche Friderichi
País: Estados Unidos
Año: 1932
Duración: 83 minutos. Blanco y negro
Adiós a las armas es un ejemplo canónico de cómo los efectos de la Gran Depresión se filtraron lenta, pero inexorablemente, en los procesos de producción de los grandes estudios. Presentada como una historia de amor con trasfondo bélico, la película despliega en apenas noventa minutos una colección de temas inusualmente sombríos para la época: relaciones ilícitas, deserciones militares, embarazos no deseados y, como guinda inesperada, un final completamente descorazonador.
Contextualmente, la cinta supuso el último cartucho de una Paramount que se enfrentaba a su inminente desaparición. Tras enfrentarse a pérdidas millonarias, los ejecutivos del estudio decidieron jugarse su continuidad en el negocio apostando por una superproducción polémica capaz de combinar dos géneros (el melodrama y la gesta histórica), avalada por el éxito comercial de la novela de Hemingway y sustentada por la rutilante Helen Haynes y un Gary Cooper que cada vez contaba con más peso mediático. Sin embargo, opositores y guardianes varios de la salud moral del momento —la oficina Hays, diferentes representantes eclesiales o el mismísimo gobierno italiano— intentaron frenar el estreno al considerarse profundamente insultados por la levedad moral de la película. Aunque hoy nos resulte sorprendente, tuvo que ser una junta compuesta por la propia competencia de la Paramount —incluyendo a representantes de United Artists, Fox y Universal— la que intercediera a favor de su distribución (Black, 2012, págs. 103-105). La exhibición casi íntegra de Adiós a las armas supuso un pequeño triunfo de las libertades en un Hollywood todavía no dominado por los censores y sus «buenas» intenciones.
Más allá de su carácter polémico, la cinta es un extraordinario ejemplo para entender cómo los códigos visuales del clasicismo en los años treinta no eran tan herméticos como generalmente se ha dado a entender. Narrativamente, el film avanza entre la tensión de un mundo «exterior» compuesto por entes oficiales y ciegos que se vuelvan en la guerra y un mundo «interior» dominado por la pasión y la búsqueda de amor de los protagonistas (Lamster, 1981, pág. 77). Adiós a las armas cuenta con algunos de los motivos visuales más poderosos de su época, desde el uso del travelling de seguimiento para explorar la grandeza de los escenarios hasta posiciones de cámara forzadamente antinaturales para remarcar el dramatismo de algunas escenas.
De entre todo el catálogo de recursos que despliega Frank Borzage, tres serán de especial interés y tendrán gran relevancia en el cine de las décadas posteriores. En primer lugar, el director introduce dos largas secuencias rodadas en un plano subjetivo total del protagonista. El soldado Frederic Henry (Gary Cooper) es ingresado en un hospital de Milán después de haber caído herido en un bombardeo en el frente. Borzage impide que seamos conscientes de los daños sufridos por el personaje paralizando la cámara en una camilla y haciéndonos mirar desde sus ojos en un largo y violentísimo plano picado. No se trata únicamente de una figura de estilo: frente a nosotros se despliega un hermosísimo conjunto de techados y miradas a cámara que culmina en una hermosísima cúpula por la que se filtra una luz salvífica que anticipa el trasfondo espiritual de la historia. Así, mediante una identificación absoluta entre el cuerpo herido y paralizado con la mirada del propio espectador —no es necesario recordar la célebre definición del cine clásico como «viaje inmóvil»—, Borzage crea una sensación estrictamente física de la recepción de las imágenes que se anticipa en más de una década al fastuoso comienzo de La senda tenebrosa (Dark Passage, Delmer Daves, 1947).
En segundo lugar, el director también es capaz de modificar a favor de la construcción melodramática la gestión del punto de vista. Durante prácticamente toda la película seguimos los acontecimientos desde la perspectiva —y la gestión del conocimiento— de Frederic. Desde su posición conocemos a la protagonista, recorremos las primeras etapas del amor y sufrimos los estragos de la guerra. La enunciación se aleja únicamente para dar pinceladas sobre la vida cotidiana de las enfermeras o de los tejemanejes que impiden su historia de amor. Sin embargo, cuando la película alcanza el midpoint estructural y realiza el inevitable giro dramático que marca el comienzo de la caída de los protagonistas —mediante el embarazo no deseado de Catherine (Helen Hayes)—, decide focalizar su atención sobre el personaje femenino. Lo interesante es que Borzage se vale de la disonancia entre lo que las imágenes muestran (el estado ruinoso de la habitación en el que ella malvive en una pensión suiza) y lo que afirma la narración en off de las cartas (que describe ampulosos cortinajes y lujosos cuartos de aseo). De nuevo, la película niega los lugares comunes sobre el cine clásico al desvelar los aspectos contradictorios, inestables, de la verdad de la imagen.
Por último, en tercer lugar, la película cuenta con una de las más emocionantes secuencias de montaje de la década de los treinta. Aprovechando la deserción de Frederic, Borzage saca la cámara de esos espacios suntuosos inspirados en la imaginería romántica del momento (los cuarteles impecables de grandes techos, las escapadas apasionadas en los jardines nocturnos a la luz de la luna) para desplomarse en una pesadilla visual directamente heredada de las vanguardias. La huida del protagonista no solo está punteada por un pastiche de motivos musicales extraídos de la tetralogía wagneriana, sino que las angulaciones de cámara se vuelven extremadamente agresivas, comparecen los cadáveres apilados, los heridos sin rostro, las tumbas sin nombre, los bombardeos en mitad de la noche. Los personajes se arrastran por el fango o emergen de puertas expresionistas en una terrible sucesión de horrores que han sido analizados como una traducción delirante del desgarro emocional del protagonista (Belton, 1974, pág. 89). La descripción impresionista de los gestos del horror supone la culminación visual de un film que se cierra de forma trágica, poetizando visualmente la muerte de su protagonista y contraponiendo el plano de la historia (el cierre de la Primera Guerra Mundial) con el de la tragedia personal.