Flecha rota (1950)
Título original: Broken Arrow
Producción: 20th Century Fox
Productor: Julian Blaunstein
Director: Delmer Daves
Guion: Albert Maltz
Fotografía: Ernest Palmer
Música: Hugo Friedhofer
Montaje: J. Watson Webb Jr.
Intérpretes: James Stewart, Jeff Chandler, Debra Paget, Basil Ruysdael, Will Geer
País: Estados Unidos
Año: 1950
Duración: 93 minutos. Blanco y negro
La aproximación a la obra de Delmer Daves siempre resulta problemática debido a, al menos, dos motivos fundamentales. El primero es su carácter heterogéneo, polimorfo; que en ocasiones ha hecho que su obra fuera injustamente infravalorada como la de un «simple artesano» de los grandes estudios, capaz de solventar con cierto rigor —pero sin demasiado talento «autoral»— un péplum, una película bélica, un western o un thriller. El segundo motivo, íntimamente relacionado con el anterior, es el desprecio nada disimulado que proyectaron sobre su obra los principales creadores de la «teoría de los autores» y la posterior «teoría sobre la puesta en escena» (Zunzunegui, 2008) —esencialmente, los cahieristas franceses, pero también sus herederos marxistas italianos— durante la segunda mitad del siglo XX.
Ocurre, por lo tanto, que el intento de recuperar el cine de Delmer Daves no es únicamente una cuestión de justicia historiográfica, sino también de estricta ética cinematográfica. Y es que, más allá de filias y fobias, de encargos puntuales y caprichos pasajeros, Daves fue un director apasionadamente humanista. Muchas de sus mejores películas son auténticas defensas de la alteridad, apasionantes ejercicios de restituir al centro a los «excluidos» de las escrituras de Hollywood. Algo así se podía intuir en una película tan apasionante como El orgullo de los marines (Pride of the Marines, 1945), la primera en humanizar explícitamente a los soldados mutilados que regresaban del frente de la Segunda Guerra Mundial y rutilante excepción en las siempre turbias relaciones entre los estudios USA y su mostración de la discapacidad (véase Norden, 1998).
Sin embargo, puede que, en esta dirección, Flecha rota se desvele como una de sus incontestables obras maestras. Como es bien sabido, Hollywood fue trabajando desde sus inicios una alteridad amenazante que se construía en torno a la figura de los indios nativos americanos. Constantemente mostrados como monstruos, como fuerza demoníaca, primitiva e inhumana que descendía para masacrar a los colonos, su primer genocidio histórico quedó rubricado con un segundo exterminio cultural. Daves, por el contrario, decidió invertir radicalmente esta idea y dotar de entidad, palabra y legitimidad a los indios, desmontando con toda seriedad la oposición maniquea entre el bien y el mal que tantos réditos había ofrecido a Hollywood en taquilla.
Ciertamente, algunos directores no menos valientes ya habían ofrecido algunos textos en una dirección similar —dos años antes, John Ford había rodado su propia variación sobre el tema en la extraordinaria Fort Apache (1948), mientras que Anthony Mann rodaba La puerta del diablo (Devil´s Doorway, 1950) en paralelo al film que nos ocupa—, pero Daves convierte la posibilidad misma de la paz y el entendimiento entre iguales en el centro narrativo mismo de su película. De hecho, una de las primeras frases pronunciadas por el narrador marca ya todo el proyecto moral que se desplegará a lo largo de la cinta: «Jamás pensé que una madre apache también lloraba por sus hijos».
La aproximación del director a la realidad del pueblo apache está a medio camino entre la ficcionalización y el documental. De hecho, hay algo que une, en su posición vital misma, al propio Daves y a Tom Jeffords (James Stewart), el protagonista de Flecha rota: ambos comprenden que es necesario realizar un esfuerzo para comprender y transitar esa cultura ajena, aprender minuciosamente sus tradiciones, su lenguaje, sus gestos simbólicos. Daves podía hablar del pueblo apache desde una perspectiva que prácticamente ningún otro director de la época llegó a alcanzar precisamente por el personalísimo gesto de aproximación que realizó hacia los supervivientes: escuchó sus recuerdos, aprendió su idioma, compartió su lectura de lo cotidiano y, al mismo tiempo, supo encontrar una posición equilibrada entre lo que Hollywood estaba dispuesto a tolerar y lo que, precisamente por haber sido salvajemente reprimido en centenares de películas anteriores, necesitaba ser dicho.
Esto, sin duda, nos llevará a problematizar algunas decisiones que, vistas hoy en día, pueden resultar paradójicas para el espectador. Los apaches, por ejemplo, son casi en su totalidad interpretados por actores occidentales más o menos caracterizados. Del mismo modo, su idioma apenas se escucha en la cinta —si bien es cierto que el propio narrador, en un momento de honesta autoconciencia, se disculpa frente al espectador por este detalle. Sin embargo, estas decisiones —que, probablemente, fueron más bien pactos tácitos entre la lógica interna de Hollywood y la voluntad de Daves—, no palidecen la voluntad de la cinta de adoptar una perspectiva emic de cara a la mostración de los apaches. En efecto, en los momentos más hermosos del film asistimos a la recreación de sus danzas, a la escucha de sus mitos fundacionales, a la defensa de sus tradiciones y costumbres. Sin embargo, gracias a la posición simbólica marcada para el espectador —la del propio protagonista— todos estos materiales mantienen la distancia exacta entre la hipotética mostración documental y su inserción en un contexto ficcional bien definido.
Dicho todavía con mayor claridad: la película funciona gracias a una estructura equilibrada en la que los gestos de barbarie tienen lugar de manera integrada y perfectamente medida en ambos bandos. Los colonos intentarán colgar a Stewart por ser amigo de los indios y, unos minutos después, un apache intentará asesinarle por haber enamorado a una muchacha de la aldea. Las escenas bélicas, las brutalidades y las narraciones violentísimas de la guerra se despliegan siempre así: a ambos lados de esa posición improbable en la que la paz puede ser conquistada.
Frente a aquellos que quieran ver en Flecha rota una postura ingenua, Daves termina por esbozar un gesto categórico: la paz es una cuestión de altísimo precio personal. La película no termina, como podría pensarse, con un simple pacto entre colonos y apaches: de hecho, su último tercio muestra los coletazos de la guerra, los intereses de ambos bandos por reiniciarla, el tremendo desgarro que implica para los hombres buenos no caer en la tentación de la barbarie. Vista hoy, sigue siendo una película extraordinariamente lúcida, casi profética y, por extensión, una de las bisagras más poderosas que propiciaron el cambio de los postulados más monolíticos del clasicismo hacia otros territorios narratológicos menos clausurados y herméticos, pero, por eso mismo, muchísimo más interesantes.