Raíces profundas (1953)
Título original: Shane
Producción: Paramount Pictures
Productor: George Stevens
Director: George Stevens
Guion: A.B. Guthrie Jr., Jack Sher
Fotografía: Loyal Griggs
Música: Victor Young
Montaje: William Hornbeck, Tom McAdoo
Intérpretes: Alan Ladd, Jean Arthur, Van Heflin, Brandon De Wilde, Jack Palance, Ben Johnson
País: Estados Unidos
Año: 1953
Duración: 118 minutos. Color
Raíces profundas se construye en torno a la tematización del estatuto mítico del arquetipo del héroe del western. La presentación del protagonista es harto reveladora: Shane (Alan Ladd) parece descender de un cielo figurado, emanar de un paraje natural que constituye la esencia escénica del género para introducirse en el universo diegético por voluntad de la instancia enunciadora que organiza el relato. Desde el inicio, la focalización del relato recae (anómalamente para un western) en un personaje infantil, Joey (Brandon De Wilde), traslación al lenguaje audiovisual de la narración en primera persona de la novela de Jack Schaefer que adapta el film al tiempo que estrategia de la que la enunciación va a servirse para enfatizar e idealizar la condición heroica de Shane, cuya habilidad con el revólver, superior a la del resto de los personajes, le reviste de un poder (casi) sobrehumano. Así, «la proliferación de primeros planos del niño [...] imponen un punto de vista diegético y subjetivo a muchas secuencias, matizando el diálogo de los mayores o testificando la valentía de Shane» (Campa Marce; Sánchez-Biosca; González Requena, pág. 279). Para Joey, Shane es «un pistolero mítico, el estandarte de esa épica westerniana que el niño, vástago de una familia que representa la nueva sociedad, nunca podrá conocer» (Casas, 1994, pág. 151). Se articula, por tanto, una «superposición de dos miradas —sujeto de la enunciación y personaje diegético— que restituyen dos representaciones de la historia del western: el narrador admirativo (western clásico) y la introducción de la psicología (una de las formas del llamado superwestern)» (Campa Marce; Sánchez-Biosca; González Requena, pág. 280).
En efecto, Raíces profundas constituye un señero exponente de lo que André Bazin denominó como superwestern, categoría teórica que englobaría el «conjunto de formas adoptadas por el género [western] después de la guerra», y que, según el teórico francés, sería la manifestación del «western que se avergüenza de no ser más que él mismo, e intenta justificar su existencia con un interés suplementario: de orden estético, sociológico, moral, psicológico, político, erótico; en pocas palabras, por algún valor extrínseco al género y que se supone capaz de enriquecerle» (Bazin, 1990, pág. 257). El superwestern vendría a ser, por tanto, la «consecuencia de la conciencia que [el género] ha adquirido, a la vez, de sí mismo y de sus límites» (Bazin, 1990, pág. 258).
Esta autoconciencia cristaliza en un sorprendente grado de pureza en la manifestación textual de las constantes genéricas del western, que modela sus elementos narrativos —la historia del film, que toma como telón de fondo los enfrentamientos entre ganaderos y granjeros por las tierras de Wyoming que desembocarían en la guerra del condado de Johnson (1892), reproduce un esquema arquetípico del género: la llegada de un forastero a un lugar en el que instaurará la ley y el orden, defendiendo a los débiles de las injusticias y abusos de los poderosos, para después desaparecer—, escenográficos y formales —la bucólica fotografía de Loyal Griggs (cuyas raíces figurativas remiten a la pintura paisajista «Americana»), la caracterización del protagonista y de su némesis, Jack Wilson (Jack Palance), cuya contraposición se cifra ya en su iconografía: si Shane viste de ocre claro, Jack lo hace de un negro que delata su condición de villano, representando visualmente la consabida pugna entre categorías abstractas y configuradoras del género como son el bien y el mal.
Raíces profundas articula, a partir de una aparente depuración argumental, un discurso que problematiza las heridas del género que subyacen en la gesta épica, bosquejando la senda que el llamado western crepuscular explorará después —no es casual que Clint Eastwood elaborase una reescritura parcial del film de Stevens en El jinete pálido (Pale Rider, 1985). Shane, objeto de fascinación y de deseo tanto por el infante como por su progenitora —nótese que la mirada del único personaje que la enunciación no vincula al protagonista es la del cabeza de familia, Joe (Van Heflin)—, constituye un arquetipo mítico que pertenece al pretérito, al relato fundacional de Estados Unidos y a la épica de la implantación de la ley tras la colonización del territorio virgen. Es por ello que, tras instaurar la justicia, ha de desaparecer, regresar al lugar del mito y dejar paso al establecimiento de un nuevo orden social en el que la institución familiar deviene columna maestra. Como exponen Astre y Hoarau (1976, págs. 269-270),
«si Shane va al duelo final en lugar del granjero interpretado por Van Heflin no es [...] para permanecer fiel al personaje del valiente caballero cuyo amor por su dama no podría ser más que platónico y galante, sino más bien porque se da finalmente cuenta de que, cualquiera que puedan ser los sentimientos personales que le atestiguan sus miembros, la sociedad que está constituyéndose no necesita ya de hombres como él. [...] He aquí que el héroe, después de haber intentado integrarse en el mundo, se encuentra finalmente expulsado de él».
El héroe está marcado por el uso de la violencia y, por ello, no tiene sitio en la nueva sociedad. La condición heroica aparece así retratada como una maldición: Shane parece condenado a «ser siempre el más rápido en disparar, esperando a aquel que disparará más rápido que él» (Astre; Hoarau, 1976, pág. 268). Como concluye Clemente Fernández (2009, pág. 230), «al final el personaje encarnado por Alan Ladd no recib[e] nada a cambio de su ayuda, negándosele la oportunidad de cambiar de vida e integrarse en una sociedad que ha contribuido a formar de manera gratuita y desinteresada».