La ley del silencio (1954)
Título original: On the Waterfront
Producción: Horizon Pictures
Productor: Sam Spiegel
Director: Elia Kazan
Guion: Budd Schulberg
Fotografía: Boris Kaufman
Música: Leonard Bernstein
Montaje: Gene Milford
Intérpretes: Marlon Brando, Eva Marie Saint, Karl Malden, Lee J. Cobb, Rod Steiger
País: Estados Unidos
Año: 1954
Duración: 108 minutos. Blanco y negro
Como ocurre siempre con las grandes producciones de Hollywood, La ley del silencio está compuesta por diferentes capas simbólicas y significantes que problematizan ofrecer una única lectura de la película. Por un lado, parece evidente que la película fue una respuesta más o menos abierta del propio Elia Kazan con respecto a la serie de dramáticas delaciones que había realizado en la caza de brujas anticomunista puesta en marcha por el senador Joseph McCarthy. Por otro, se trata de una de las muestras más depuradas de las novedades interpretativas que la adaptación de las técnicas del Actor’s Studio iba proponiendo a las pantallas norteamericanas. En tercer lugar, significó la primera gran irrupción de una cierta escena «independiente» —utilizar esta palabra nos resulta un tanto arriesgado— frente al dominio explícito de las majors. En cuarto y último lugar, Kazan recuperó los viejos presupuestos de utilización dramática de exteriores reales —que ya había abordado en El justiciero (Boomerang! 1947)— para darles una vuelta de tuerca y acabar configurando una suerte de naturalismo social en el que latían, de alguna manera, las mismas propuestas que en el cine europeo del momento.
Lo cierto es que La ley del silencio puede ser considerada el eslabón perdido entre el cine mainstream y ese cinema verité que esperaba a la vuelta de la esquina —Albert Maysles estrenaría al año siguiente Psychiatry in Russia (1955), su primer documental corto. De igual manera que los documentalistas de los sesenta tomarán como referencia al Truman Capote de A sangre fría (In Cold Blood, 1966), aquí Kazan realiza una maniobra previa en la que ya puede rastrearse esa misma problemática entre ficción, periodismo, reconstrucción y autoexploración personal de la citada novela. El tono de Kazan vira constantemente entre una gélida postura que coquetea con la reconstrucción documental y la confesión a media voz —no por casualidad, los elementos religiosos son claves en el despliegue narrativo de las curvas de transformación—, tomando como centro compositivo a un Marlon Brando desgarrador que levanta su interpretación partiendo tanto de las tensiones del material periodístico que había levantado Malcolm Johnson en sus crónicas publicadas en el New York Sun —y que le condujeron directamente al premio Pulitzer (Neve, 2009, pág. 76)— como de la propia experiencia de un Kazan que había sido ninguneado y vapuleado al intentar, durante varios años, rodar esta película con la sombra de sus delaciones persiguiéndole de manera inmisericorde.
En efecto, nunca sabremos exactamente por qué el rechazo inicial de Zanuck —al mando de la 20th Century Fox en aquel momento— generó una oleada de pánico entre el resto de los estudios, que se negaron a tomar parte en ninguno de los nueve borradores diferentes que fueron pasando de productora en productora. En su monografía sobre el cineasta, Efrén Cuevas (2000, págs. 68-69) apunta a un mayor interés de los estudios por películas que implicaban una producción mucho mayor y que sacaran partido de las posibilidades del Cinemascope como reclamo para los grandes públicos. Sin duda, la historia de un antiguo boxeador fracasado que queda redimido de sus conexiones con los sindicatos corruptos gracias a la fuerza de un amor proletario y un cristianismo humilde era radicalmente incompatible con los monstruosos decorados de cartón piedra que comenzaban a invadir las partidas presupuestarias y los platós de rodajes de las majors. Kazan quería contar una historia pequeña, en las calles y los espacios originales en los que sucedió, retratando los gestos, las maneras de hablar, los mecanismos de poder, ocio, conquista y redención de una clase trabajadora que alimentaba las taquillas de Hollywood, pero que pocas veces se convertía en el centro mismo de la representación.
Finalmente, tuvo que ser el célebre Sam Spiegel, una suerte de francotirador que mantenía una actividad productora razonablemente alejada de las majors, quien consiguió levantar la película. Tras varios meses de continuas presiones y amenazas internas, de contrataciones desesperadas y múltiples traiciones entre Brando, Kazan y Spiegel (Fraser-Cavassoni, 2002, pág. 159), La ley del silencio irrumpió en los Óscar como un elefante en una cacharrería. Simplemente, nadie imaginaba que una película en blanco y negro de bajo presupuesto —costó menos de un millón de dólares de la época—, producida contra la voluntad expresa de los magnates, podía llegar a conseguir ocho premios de la Academia —incluyendo mejor película, mejor director y mejor guion. Había nacido, de alguna manera, ese extraño sistema de exhibición y distribución —que llega hasta nuestros días— en el que las líneas de oposición a las escrituras cinematográficas dominantes eran reconocidas de manera oficial y, al mismo tiempo, desactivadas y canibalizadas por los grandes estudios. Por supuesto, Kazan volvió a trabajar para las majors —rodó prácticamente sin solución de continuidad Al este del Edén (East of Eden, 1955) para la Warner— y la película pronto pasó a formar parte de los «grandes éxitos de Hollywood» y no de sus agresores. Pero también sirvió como futura lección para los realizadores de la Escuela Independiente de Nueva York que vería la luz a principios de los sesenta: pactar con el poder para legitimar la propia obra significaba, después de todo, formar parte del gran relato del cine norteamericano clásico.
No obstante, hoy en día la película sigue funcionando por la extraordinaria crudeza que Kazan supo imponer en sus imágenes. La libertad de rodaje le permitió no sublimar los aspectos más violentos de la película —véase el montaje de la paliza final contra Brando, en la que el tiempo fílmico se expande hasta volverse insoportable—, generando finalmente un fresco inmisericorde en el que las masas son retratadas como animales furiosos y manipulables, condenadas a hacinarse y a producir (hijos, movimiento de mercancía) en el límite mismo de la deshumanización, sin sentido de la justicia o de la belleza.