La ventana indiscreta (1954)

Título original: Rear Window

Producción: Universal Pictures

Productor: Alfred Hitchcock

Director: Alfred Hitchcock

Guion: John Michael Hayes

Fotografía: Robert Burks

Música: Franz Waxman

Montaje: George Tomasini

Intérpretes: James Stewart, Grace Kelly, Wendell Corey, Thelma Ritter, Raymond Burr

País: Estados Unidos

Año: 1954

Duración: 112 minutos. Color

A menudo, se tiende a leer La ventana indiscreta como una de las metáforas más afiladas sobre la relación íntima entre el aparato cinematográfico y el espectador. La fórmula no es baladí, ya que el centro narrativo está ocupado por la mirada, sus riesgos, sus potencialidades y su disposición. Mientras una cierta parte de las películas de la época se detuvo a reflexionar de manera más o menos crítica sobre las peculiaridades sociológicas, económicas e incluso técnicas de los grandes estudios —el salto al sonoro de Cantando bajo la lluvia, la construcción del horror en los márgenes de la serie B en Cautivos del mal—, el elemento radicalmente diferencial de La ventana indiscreta es que su objeto de análisis es el cine como experiencia, tomado en su dimensión más inmediata y fenomenológica. A partir de una aparente fábula del descubrimiento de un posible asesinato, la película se pregunta sobre la naturaleza oculta del espectador y los factores que influyen en su lectura de las imágenes.

La reflexión en torno al cine es un tema central en la filmografía hitchcockiana posterior a la Segunda Guerra Mundial. En La soga (The Rope, 1948), el británico disponía una precisa exploración sobre la naturaleza del tiempo fílmico mediante un plano secuencia expandido que atravesaba de punta a punta el tiempo de proyección. La ventana indiscreta constituye un siguiente paso en esta dirección que se centra en la disposición simbólica del espacio.

Así, no es muy complicado intuir que existe una conexión evidente entre ese personaje llamado Jeff (James Stewart), obligado a permanecer inmóvil en su silla de ruedas, y el propio espectador que, desde su butaca, realiza una experiencia íntima del texto fílmico sin tener un control real sobre el devenir de los acontecimientos del relato. Del mismo modo, la sección de espacios entre la casa del fotógrafo y ese inmenso patio central en el que propios y extraños van desplegando sus vidas protegidos tras una supuesta intimidad no deja de ser un formulación narratológica de la pulsión escópica y su distancia, del deseo mismo de mirar y la función privilegiada del aparato cinematográfico para hacerlo. Distancia fundamental (la de la mirada y la de su objeto) que, cuando es despreciada, conduce directamente a la catástrofe.

La cinta, en este sentido, comienza mostrando a un personaje obligado a convalecer precisamente por haberse acercado demasiado a un objeto peligroso y fascinante —concretamente, un coche que conducía demasiado rápido en una carrera. Es el precio a pagar por la indiscreción a la que hace referencia la traducción española del título. Sin embargo, cuando los mecanismos del deseo se ponen en marcha, no hay muro que retenga la pasión indiscreta y peligrosa que atraviesa al voyeur. De igual manera que la cámara de Hitchcock es capaz de introducirse sibilinamente en cualquier estampa cotidiana, por embarazosa que resulte —recordemos el plano de apertura de Psicosis, con su panorámica sobre Phoenix que desemboca en una pareja de amantes que acaban de hacer el amor en un motelucho aprovechando la pausa para comer—, la mirada de Jeff se introduce en los gestos y las ceremonias de sus vecinos. Como cualquier espectador, puede dejar que su mirada quede atrapada, que vuele o que se estanque siguiendo los designios de ese conjunto de historias desplegadas in media res al otro lado del patio —gesto que anuncia, por cierto, la vanguardia realista que acechaba a la vuelta de la esquina—, pero no puede interceder activamente sobre nada de lo que ocurre, no puede cambiar las cosas. Es un detalle exquisito, además, que cuando finalmente no tenga más remedio que defenderse de su enemigo actuando, utilice como arma el flash de su propia máquina de fotos, en un gesto que está dirigido tanto al malvado de turno como al propio espectador —que recibe, de manera violenta, el fogonazo.

Esta cercanía entre escritura fílmica y visualidad no es, como cabría esperar, fruto de la improvisación o de la casualidad. Al contrario, es bien sabido que en la concepción del cine hitchcockiana, la pregunta sobre la experiencia funciona —al menos, en su nivel consciente— como una suerte de laboratorio cinematográfico destinado a generar respuestas cognitivas extraordinariamente precisas sobre el público. Cada decisión estrictamente formal —cada movimiento de cámara, cada corte en el montaje— no puede ser solamente pensado desde su naturaleza estrictamente narratológica. No pretende únicamente gestionar la mostración de los acontecimientos, sino utilizar el cuerpo mismo del espectador como campo sobre el que escribir mediante la imagen el deseo, el estremecimiento, el miedo o el humor. La gestión del punto de vista de la cámara es al mismo tiempo emocionante y perversa: nos mantenemos entre el deseo y el horror, entre la carcajada y el pánico. En La ventana indiscreta, esta especie de finta emocional/pulsional está extraordinariamente encarnada en Lisa Carol, el complejísimo personaje interpretado por Grace Kelly. Su relación con Stewart hermana el cuidado con el crimen, el deseo de saber con la imprudencia, la fascinación del objeto de deseo con el uso irónico de los ritos del amor. Para Hitchcock, es una herramienta precisa que permite guiar los afectos del público —la amenaza que más nos inquieta no es la muerte de Jeff, sino la posible muerte de Lisa— y que, al mismo tiempo, introduce la dimensión de la carne en la ecuación de la mirada.

En resumidas cuentas, La ventana indiscreta acaba desvelándose como un tratado abrasador de las relaciones entre deseo y mirada, así como de la tremenda excitación que nos provoca el gesto mismo de la prohibición. Al igual que Jeff, lo que más nos gusta no es simplemente mirar como ejercicio estético, seguir el relato como ejercicio narrativo. Muy al contrario, lo que motiva realmente nuestro interés es la posibilidad de descubrir aquello que está velado, reprimido; aquello que, precisamente gracias a Hitchcock, iba a suponer la muerte misma del cine clásico.