Rebelde sin causa (1955)
Título original: Rebel without a Cause
Producción: Warner Bros.
Productor: David Weisbart
Director: Nicholas Ray
Fotografía: Ernest Haller
Música: Leonard Rosenman
Montaje: William H. Ziegler
Intérpretes: James Dean, Natalie Wood, Sal Mineo, Jim Backus, Ann Doran
País: Estados Unidos
Año: 1955
Duración: 111 minutos. Color
Resultaría fácil cifrar el turbulento inicio de las relaciones entre adolescencia, cultura pop y cine con el estreno en salas de Semilla de maldad (Blackboard Jungle, Richard Brooks, 1955), una extraordinaria pieza con Glenn Ford de protagonista interpretando a un sufrido maestro preocupado por la salud mental de unos alumnos incomprendidos que parecen haberse enganchado a una nueva música demoníaca —el rock and roll— y, concretamente, a un tema titulado «Rock Around the Clock», interpretado por Bill Halley y los Comets. La leyenda, que hemos consignado en un monográfico al respecto (Rodríguez Serrano, 2012), cuenta que en los sucesivos pases la alegre y descontrolada plétora de juveniles espectadores llegó a arrancar las butacas para convertir la sala de cine en una improvisada sala de baile.
En una dirección paralela, no es de extrañar que Rebelde sin causa llegara a las carteleras exactamente al mismo tiempo que Semilla de maldad. Diez años después del final de la Segunda Guerra Mundial, la sociedad norteamericana ya había detectado quiénes iban a ser los grandes consumidores de la industria del ocio y hacia dónde había que dirigir las películas para conseguir taquillazos inmediatos. El boyante sistema del bienestar multiplicaba sus drive-ins y sus máquinas de jukebox en las cafeterías de cada pueblo. La mitología de la América de los cincuenta, con su sueño de eterna juventud y sus hermosas rubias de larguísimas piernas cortejadas por galanes duros de buen corazón que fumaban cigarrillos escorados, estaba forjándose en tiempo real y el cine supo sacar buena tajada de ello. La paradoja histórica estaba, sin embargo, a la vuelta de la esquina: muchas décadas después, un Hollywood herido de muerte por la televisión y por su propia sombra volvería para intentar resucitar ese fantasma desde el pastiche posmoderno bienintencionado —Grease (Randal Kreisler, 1978)— o desde el disparo siniestro descerrajado a la sien — Terciopelo azul (Blue Velvet, David Lynch, 1986).
En Rebelde sin causa cristalizaron todos los elementos de aquel naciente teen cinema que iría conquistando, proyección tras proyección, su propio estatuto de subgénero melodramático. Tenía un héroe atormentado —James Dean, que, para colmo de mitomanías desenfadadas, moriría poco antes del estreno de la cinta—, una buena colección de familias desestructuradas que bordeaban el ridículo y una extraordinaria carrera nocturna ilegal de coches. Además, tras las cámaras se había situado Nicholas Ray, un director que había conquistado a pulso su estatuto de rebelde en perpetuo conflicto con los grandes estudios y que conocía bien el terreno temático en el que desplegar la cinta. El propio Ray había comenzado su carrera con la extraordinaria Los amantes de la noche (The Live by Night, 1948), un «estudio en negro» del amor y la angustia adolescente que ya anunciaba su dominio sobre el alto voltaje dramático que alcanzaría su manifestación perfecta en la interpretación desquiciada y épica del tándem Dean/Wood.
Narratológicamente, la cinta tiene una estructuración asombrosa en la que tanto la planificación de cada plano como el diseño de personajes está precisamente dispuesto en una única dirección: oponer como fuerzas antagónicas la familia tradicional —y, por extensión, los mecanismos ideológicos y sociales que la sustentan; especialmente la policía y la escuela— y un nuevo modelo social basado en el amor romántico, la admiración entre los jóvenes y una suerte de prototribus urbanas. La cinta comienza marcando el nuevo orden de las cosas en su secuencia inicial en la comisaría: a la colección habitual de agentes malhumorados se contrapondrá ese triángulo de sabor edípico compuesto por un ebrio Jim (James Dean), una hermosísima Judy (Natalie Wood) y el joven John (Sal Mineo). Más allá de las inevitables resonancias lingüísticas entre sus nombres —que establecen, en efecto, un cierto «aire de familia»—, los tres representan la familia subterránea, apenas sugerida; los expatriados de los marcos dominantes de la clase media que han encontrado un cierto refugio mutuo en el que guarecerse de la tormenta de lo real. Jim, por ejemplo, se ha instituido a sí mismo —o, al menos, lo ha intentado— como heredero de una imago paterna derruida de la que, en realidad, no ha conseguido heredar nada. Judy, a su vez, es heredera de una visión emocional y delicada de lo femenino, pero desvinculada de las normas de sumisión y humillación tópicamente situadas del lado del matrimonio heteropatriarcal. Por último, John es el eslabón débil de la cadena: hijo de padres divorciados y cuidado principalmente por una trabajadora afroamericana, su posición en el mundo está hinchada de dramatismo y fragilidad. No es de extrañar que diversos autores —en especial, por supuesto, el canónico análisis desarrollado por Robin Wood (1992)— conectaran su personaje con una supuesta homosexualidad dirigida hacia la figura imposible del padre/amante Jim. Del mismo modo, la cámara de Ray funciona como una suerte de martillo inmisericorde que arremete una y otra vez contra los personajes «normativos». El uso casi obsesivo de los ángulos aberrantes y del picado de la cámara para ridiculizar y poner en duda los roles simbólicos de los adultos y de las figuras de la ley —por no hablar de célebres detalles como el delantal que pasea, en una marcada ambigüedad sexual, el padre del protagonista— apunta hacia una cierta voluntad emancipadora, a una suerte de programa liberador donde esa rebeldía que marca el título tiene, al contrario de lo que se afirma en él, una causa muy clara y una solución que pasa por la demolición de los marcos conservadores.
Como se puede apreciar, la película parece partir de una incredulidad social —¿por qué nos odian estos adorables chicos a los que tanto hemos dado y que, por extensión, no han tenido que vivir una guerra mundial?— para acabar generando un auténtico monumento a la cultura pop. Después de todo, algunos creadores intuyeron que la siguiente batalla no se libraría en una playa europea, sino en las calles de un país en el que las revueltas raciales, la revolución feminista o las escrituras del movimiento queer estaban a punto de saltar a la palestra. Pero esa historia, por supuesto, se contará más allá del cine clásico de Hollywood.