Centauros del desierto (1956)

Título original: The Searchers

Producción: Warner Bros.

Productor: Cornelius Vanderbilt Whitney

Director: John Ford

Guion: Frank S. Nugent

Fotografía: Winton C. Hoch

Música: Max Steiner

Montaje: Jack Murray

Intérpretes: John Wayne, Jeffrey Hunter, Vera Miles, Ward Bond, Natalie Wood

País: Estados Unidos

Año: 1956

Duración: 119 minutos. Color

Es complicado acercarse a una película como Centauros del desierto sin pagar peaje en la inmensa mitología que ha ido desatando, década tras década, hasta acabar fijándose como la obra canónica del western norteamericano. Por mucho que nos fascinen las ya citadas apuestas éticas de Delmer Daves, la grácil profundidad de Howard Hawks o la potencia manierista de Nicholas Ray, Centauros del desierto sigue siendo, año tras año, la película canónica del género.

Se trata de un fenómeno extraordinario, además, en tanto la comunidad cinéfila, como es bien sabido, suele ser caprichosa y volátil según convenga a las modas y a las ideologías del momento. Obras maestras de obligada reverencia quedan borradas en cuestión de lustros de los altares, mientras que oscuros artesanos de serie B —estoy pensando en casos tan distantes como los de Dario Argento o Budd Boetticher— son de pronto reivindicados como visionarios para un corte generacional concreto. Frente a esto, Centauros del desierto permanece incólume, citada constantemente por propios y extraños, reescrita, repensada, e inamovible en su primera posición en los inevitables rankings sobre la obra de John Ford.

Existen múltiples razones que explicarían este extraordinario y unánime respeto. Algunas de ellas tienen que ver con su imbatible perfección formal: asombra la maestría de Ford para dotar de sentido y de función dramática a cada posición de cámara o a la disposición de los elementos en el interior del plano, así como la capacidad del montaje para dotar de peso y potencia a la historia. Asombra también su deliciosa fotografía en constante diálogo con una inimaginable cantidad de referentes pictóricos previos, su control sobre la gestión del punto de vista y su absoluta capacidad para mezclar los elementos humorísticos con los luctuosos. Sin embargo, en el núcleo del film, lo que hace que Centauros del desierto siga resultando una propuesta imperecedera es la demoledora universalidad de su trayecto, su capacidad para hablar de la convivencia y de la violencia desde una perspectiva que no paga peaje en lo lacrimógeno ni se molesta en disimular sus aristas.

De ahí que cuando se habla de la «mitología del Oeste» generalmente venga a nuestra cabeza esa simplona explicación maniquea de fuerzas enfrentadas (colonos —representantes del bien— frente a nativos americanos —representantes del mal) que Ford desmonta en cada uno de los fotogramas del film. Antes bien, si aquí podemos hablar de mito es, en sentido estricto, porque la película apunta directamente al corazón de la formación de mundos a través de los individuos y de relatos sagrados, al problema de la identidad y de los mecanismos de su exclusión, pero también a la necesidad de que los héroes sean siempre cuerpos errantes, expulsados de las comunidades que ellos mismos han ayudado a formar y mantener. No hay ni un ápice de edulcoración en el retrato de Ethan (John Wayne), un soldado derrotado que encuentra un espejismo de sentido en una misión desprovista de todo sentido común. Tampoco se suaviza el problema mismo del territorio: la sangre que se derrama, los cadáveres familiares que están más allá de cualquier venganza posible, precisamente porque son conjurados en fuera de campo en uno de los momentos más brutales y dolorosos de la filmografía fordiana. Ellos mueren en el envés del amor —pocos gestos tan estremecedores como esa sutil mirada nostálgica que Wayne dirige hacia el interior del hogar que habita su amor imposible— y, al hacerlo, no tendrán más redención que la exclusivamente cinematográfica.

Emergen entonces, en contraposición, dos cuerpos que son los portadores de esa imposible no-identidad, que no pueden ser amados porque no se anclan ni a la sangre, ni al territorio, ni al mundo monolítico que Ethan ha ido aprendiendo en las carnicerías de la Guerra de Secesión. Por un lado, el de Martin (Jeffrey Hunter), mestizo adoptado por la comunidad al que su sangre mixta persigue como una maldición; por otro, el de Debbie (Natalie Wood), la niña raptada por los indios que puede haber sido contagiada de su exterioridad —convertida en «una de ellos»—, perdiendo así también su pureza y siendo, por tanto, merecedora de la muerte.

Entre estos dos cuerpos, Ford levanta una aplastante defensa de la posibilidad misma de la identidad humana por encima de etiquetas y de constructos culturales. Ese primer «cine del oeste» acostumbrado a ser juzgado como una gesta homicida queda brutalmente demolido y de sus cimientos emerge, con extraordinaria belleza, una de las películas más desoladoras y, al mismo tiempo, esperanzadoras de la historia. Incluso el gran mito heroico se quiebra bajo la insobornable presencia del gesto ético cuando Ethan, enloquecido, intenta finalmente asesinar a Debbie por su convivencia y su aculturación entre los indios. Ni siquiera el héroe es capaz de escapar de la locura, ni siquiera aquel que ha recorrido durante cinco largos años contra toda lógica el trayecto de la redención puede librarse de ese paso en falso que pone en crisis lo más profundo de cada espectador. Ese arquetipo del Wayne impecable, soldado cortés y varonil conocedor de lo correcto, es quebrado por Ford —anticipando, además, los logros de esa obra maestra posterior que sería El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962)y reducido a cenizas. Este gesto es definitivo para comprender la madurez de un western que, precisamente por traicionar los postulados más planos de lo mítico, accede, de pronto, a la categoría misma de lo sagrado. En efecto, Centauros del desierto se convierte en un texto que incorpora la herida, la angustia, el desgarro —de la historia, pero también de cada sujeto— como elementos constitutivos de lo que somos, pero, al mismo tiempo, vislumbra la posibilidad de una redención. Cuando la puerta se cierra tras Wayne en ese amargo final, Ford cierra su hermosísima paradoja: necesitamos héroes que sepan que han enloquecido y que, con su retirada, permitan la continuidad de nuestras comunidades.